Dominio público

Girar a la izquierda no lo es todo

Pedro Chaves

PEDRO CHAVES GIRALDO

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Sugería Hannah Arendt "pensar sin barandillas", esto es, sin los asideros que nos garantizan minimizar nuestro riesgo de desbocarnos por algún precipicio. Estos son tiempos en los que la observación adquiere el rango de imprescindible necesidad. Una de esas "barandillas" es la que relaciona crisis económica y giro a la izquierda. O, mejor decir, crisis social y aumento de las expectativas de las organizaciones sociales y políticas claramente situadas a la izquierda de la socialdemocracia tradicional.
Pero esta crisis tiene algunos rasgos inéditos que exigen mayor nivel de reflexión. El primero es el carácter integral de la crisis económica. A diferencia de otros momentos, la magnitud de la debacle no puede soslayarse con ajustes cosméticos en la periferia del modelo. Está en cuestión el paradigma mismo. El mundo ha seguido a pies juntillas el librillo neoliberal: el Estado es el problema y no la solución.
Así, deberíamos admitir al menos dos cosas. Primero, que la impugnación de un modelo no es aún el surgimiento de una alternativa. Y segundo, que no estamos ante una crisis general del sistema: no parece que estemos ante una crisis política que vaya a llevarse por delante el modelo en su conjunto.
Si queremos encontrar un correlato histórico de lo que vivimos hoy deberíamos remitirnos al crack del 29. Su impacto social, pero sobre todo la pérdida brutal de confianza en el modelo, hizo posible un cambio radical de orientación en el capitalismo dominante: de la economía
neoclásica al keynesianismo.
Tres factores entonces –hoy inexistentes–- empujaron a un cambio radical de orientación: los efectos de la guerra en la concentración de capacidades administrativas y de decisión en los gobiernos centrales; las posibilidades de un diseño económico centrado en el Estado y, sobre todo, la presión social y política del socialismo emergente, ejemplificado en la URSS. Es decir, existía entonces una alternativa sistémica –económica y política– que ofrecer frente al hundimiento general del capitalismo entonces dominante. Había un sentido común alternativo desde el que disputar al pensamiento mayoritario la explicación de los acontecimientos sociales y proyectar, eventualmente, una alternativa creíble.
En buena medida, el keynesianismo fue un intento de frenar la expectativa de un cambio sistémico sobre la base de un pacto sociopolítico original: estabilidad a cambio de profundizar en la democracia y de una mejora en la capacidad de

distribución de riqueza.
Ahora falta la opción de la alternativa sistémica. No es cosa menor. El socialismo no forma parte, de modo significativo, del imaginario de redención frente a los desastres del capitalismo. Y, por otra parte, la opción B: un nuevo contrato social más próximo a las necesidades de la gente plantea el problema del escenario que lo haría viable. El Estado-nación ya no puede ser. Podría pensarse en las organizaciones supranacionales tipo UE como un nuevo espacio de regulación, pero se precisa de un empuje político y social, y hoy es muy débil.
En la posguerra, la presión para que el Estado-nación liderara la recuperación económica contaba con la amenaza creíble de potentes organizaciones sindicales y partidos comunistas y socialistas de masas. Hoy ambas cosas son sólo parte de nuestra reciente historia y no han surgido, entretanto, contrapoderes con capacidad de representación y liderazgo.
Por último, han pasado casi tres décadas de dominio neoliberal en todos los órdenes y sus consecuencias no pueden ser eludidas. El reinado neocon y sus consecuencias han subvertido los mecanismos de representación social y políticos existentes. Han creado una nueva agenda y un nuevo sentido común que hará notar sus efectos durante años. En fin, el dominio neocon ha fragmentado la sociedad. Se han atomizado las resistencias y las condiciones para enhebrar un sentido común alternativo. El legado de estas décadas ominosas es una enorme dificultad para reconstruir subjetividades alternativas con un programa de cambio en condiciones de convertirse en un referente.
Por eso, la izquierda alternativa no ocupará un espacio mejor de representación política añadiendo, simplemente, el anticapitalista a sus apellidos habituales. No es el momento para una identidad de resistencia, sino para un encuentro plural para producir alternativas. Una evidencia del peso de un pasado improductivo sobre las oportunidades del presente sería una reedición –actualizada, eso sí– de los viejos debates de las izquierdas antisistema sobre quién es más anticapitalista y, con ello, construir nuevas trincheras ideológicas, cuando lo que hoy se precisan son puentes que interconecten y contaminen todas las identidades y experiencias.
El imaginario de cambio no puede seguir siendo un agregado de viejas identidades. Eso ya no es suficiente. En buena medida habría que dejar abierta esa puerta a la espera de que una repolitización de los conflictos sociales pueda plantear nuevos moldes con los que nombrar lo que está por construir.
Son imprescindibles nuevas prácticas políticas que ayuden a politizar el conflicto social. Esto es: ofrecer un marco explicativo sobre lo que ocurre; señalar responsables; impulsar espacios de confluencia social y política novedosos; promover nuevas prácticas de ocupación del espacio público; llenar de sueños y alegría (emocionar) con una propuesta de cambio radical y
generar nuevos liderazgos.
En fin, no es que la crisis no ofrezca un nuevo espacio de oportunidades políticas, pero estas no pueden ser aprovechadas en todas sus potencialidades imaginando que funcionarán, como si de resortes de un viejo automatismo se tratara, las viejas dinámicas de representación política. Liberados de los grilletes en la caverna de Platón, necesitamos dejar de interpretar las sombras y girar la cabeza para conocer el origen del fuego.

Pedro Chaves Giraldo es  Profesor de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid

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