Dominio público

Violencias

Javier Sádaba

JAVIER SÁDABA

17-11-07.jpgFinlandia es un país poco habitado, rico, ejemplar en su política contra el fracaso escolar, con buenos atletas y al que nos imaginamos en un claroscuro compuesto de hielo y noche. Es el país de los mil lagos que, según la leyenda, nacieron de las lágrimas de los ángeles. Y su lengua, impuesta a los primeros pobladores, que fueron los lapones, se pensó que estaba, como el húngaro, unida a un tronco común al que pertenecería también el euskera. Un pequeño pueblo de este extenso Estado nórdico nos suena a un remanso de paz que rozaría el aburrimiento. En uno de esos pueblos, un joven de 18 años, y previo anuncio en la Red, mató a ocho personas en un instituto. Entrar a tiro limpio allí donde se encuentran unos muchachos estudiando pacíficamente y en un lugar del mundo que hasta ahora no se había distinguido nunca por escándalos con una repercusión mediática tan acentuada hace que se disparen, esta vez sólo las preguntas, sobre cuáles son las causas de tal anómala conducta.

La psicología y la psiquiatría nos han ido descubriendo, desde hace años, las disfunciones de la personalidad, los desequilibrios psicológicos que llevan a un individuo a comportarse fuera de los cánones habituales de conducta. Y las ciencias del cerebro, en su desarrollo espectacular, nos señalan cómo alteraciones en las distintas partes y funciones cerebrales pueden dar lugar a acciones como la descrita. Son los llamados perturbados o, más concretamente, psicópatas. Por causas genéticas, ambientales o por una mezcla de ambas, los individuos en cuestión actúan sin ser responsables de sus actos. Serían los que jurídicamente se llegó a llamar mens rea; es decir, una mente que no es libre y, por lo tanto, que no es capaz de dar cabal razón de lo que hace. No se trataría, en fin, de una violencia culpable; o, lo que es lo mismo, las acciones no surgen de un sujeto que es plenamente dueño de su comportamiento.

Pero las cosas no son tan sencillas. Y es que, ¿por qué las disfunciones cognitivas o de conducta se manifiestan tan violentamente? Por otro lado, el finlandés que mató a compañeros y profesores, y posteriormente se quitó la vida, expuso su doctrina, una pobre doctrina, como justificación de la brutalidad que cometió. En concreto y en una disparatada interpretación pseudodarwiniana, creía que la selección natural, mecanismo indispensable en la evolución, no era lo suficientemente sabia como para eliminar a todos los débiles y, en consecuencia, se veía obligado a ayudarla. Como se ve, todo un ejercicio de amor a los demás. Dicho más llanamente, que se mueran los feos y, si no, les matamos. La violencia, recordémoslo, no es agresividad. Agresivos son los animales que, según sus instintos, agreden a otros animales. La violencia se inscribe en el mundo de la cultura, es una hipertrofia de ésta, y, por lo tanto, en el mundo de la libertad. Es un paso más, algo que se nos imputa y de lo que tenemos que dar cuenta. Por eso y aunque tal vez el pobre finlandés estuviera sumido en las brumas de alguna enfermedad, un resquicio de cultura se introduce en sus acciones. La violencia, así, se convierte en una mezcla de causas naturales que no nacen de un sujeto libre y de un componente violento que ha penetrado en el individuo desde un ambiente, es obvio, también violento.

Y es que podríamos distinguir tres grados de violencia. Uno sería totalmente natural, debido a impulsos fuera de control de quien la ejerce. Si éste es el caso del finlandés poco más habría que añadir, a no ser lo antes expuesto y que remite a los expertos en psicopatologías. En un segundo estadio se coloca esa violencia voluntariamente programada, que se pone en práctica muchas a veces a favor de una causa noble. Un guerrillero es un ejemplo típico de este tipo de violencia. Es claro que si existen otros medios o instrumentos a disposición, si la acción violenta acrecienta aún más la violencia, mimetiza lo peor de aquello contra lo que se lucha y no tiene en cuenta que la autonomía de los demás no es una ficha en el tablero político, es moralmente reprochable. Finalmente existe una violencia legítima en la que se combate al tirano, se defiende al débil frente al poder absoluto y no hay más alternativa que el recurso a poner en marcha actos violentos. Tal violencia, por dolorosa que sea, está justificada. Se trata de la legítima defensa y que, trasladada al campo social, legitima la guerra justa. Uno no cree que haya muchas guerras justas, pero quede al menos como concepto válido, en circunstancias extremas. Esta violencia tiene, entre sus defensores, lo digo para no llevarnos a engaño, a bastantes teólogos cristianos y hasta al mismísimo Tomás de Aquino.

Lo que sucede es que las tres violencias se inscriben en una sociedad violenta. La violencia, que debería servir para controlarnos a nosotros mismos, se desborda y pasa a utilizar al resto de los humanos como si fueran meros objetos. Y en esto estamos siendo campeones. Unos, desde luego, más que otros. El poder por el poder, el dinero, las armas, el orgullo insensato, el querer tener más, la incapacidad para reconocernos por lo que somos y no por lo que tenemos, da como resultado un planeta humano violento. Tan violento que se expolia la naturaleza, se explota al que sirve como fuerza de trabajo y se somete a los ciudadanos. Los Estados, las instituciones, la vida en general, dividida entre los que dominan y los dominados, genera, cómo no, un ambiente pleno de violencia. Si éste es el mundo que habitamos, ¿cómo sorprendernos de que existan las violencias antes mentadas y, en concreto, la de la evangélica Finlandia.

Javier Sádaba es Catedrático de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid 

Ilustración de Mikel Jaso 

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