CARME CAPDEVILA I PALAU
Catalunya se dotó hace un año de un Pacto Nacional para la Inmigración, uno de los cuatro acuerdos estratégicos que el Gobierno catalán ha promovido en esta legislatura y que estableció un gran consenso, inaudito hasta entonces y pionero en su entorno, integrado por la mayoría de partidos políticos parlamentarios, los principales agentes económicos y sociales, las asociaciones de municipios y las entidades más representativas del sector. Un consenso que abarcó un 90% del arco parlamentario catalán y que demuestra cómo la realidad sociopolítica catalana difiere bastante de la tónica general a la que nos tiene acostumbrados el Congreso de los Diputados o el Senado. Hoy es impensable un acuerdo semejante en las Cortes españolas, donde la actitud –por decirlo de alguna manera– poco constructiva del principal grupo opositor impide llegar a mínimos comunes denominadores. Un punto de encuentro y de responsabilidad compartida, más allá de los debates e intereses políticos legítimos. Algo que Catalunya consiguió en un momento complicado, cuando ya casi nadie dudaba de la gravedad de la crisis económica. Entonces y ahora fuimos coherentes y actuamos conscientes de que la inmigración es una realidad en lugar de contemplarla únicamente como un fenómeno temporal. El millón largo de nuevos catalanes y catalanas que han llegado en el último decenio lo han hecho para quedarse y lo debemos asumir. Y, más importante aún, debemos reconocer que han venido porque los necesitábamos, porque la economía española vivió un empuje sin precedentes de la mano del pelotazo inmobiliario, que necesitó mano de obra extranjera y barata. Algo que contribuyó al acceso de la mujer al mercado laboral, al ascensor social y a la movilidad laboral de las personas autóctonas.
No es la primera vez que nos sucede algo así. Catalunya tiene una larga experiencia como país de migraciones. Los demógrafos nos recuerdan que, sin las incorporaciones de inmigrantes a lo largo del siglo XX, actualmente rondaríamos los dos millones y medio de ciudadanos. Hoy somos más de siete. El mismo Estatut define Catalunya como una tierra de acogida, conformada a lo largo de los siglos gracias a las aportaciones de distintos movimientos migratorios y culturas que han desembocado en una nación europea abierta, con una estructura que tiene como eje principal la lengua catalana pero que se retroalimenta de otras culturas.
El modelo catalán de integración pasa por acoger al inmigrante sin asimilaciones, sin pedirle que renuncie a sus raíces o a su pasado para ser catalán. Algo que sí está pasando en Francia, donde la igualdad se ha confundido a menudo con la uniformidad. Hace tiempo que descubrimos que para sentirse catalán no hace falta renunciar a nada. Quizás por ello, porque nuestro proyecto de país está en constante construcción, porque la integración va asociada al uso de la lengua catalana, que juega un papel determinante en el ascenso social, hemos conseguido mejores resultados. Quizás porque Catalunya ha sido también un país emigrante, que sufrió un éxodo inhumano tras la Guerra Civil, con miles de ciudadanos en el exilio. Quizás porque ya en pleno siglo XVIII tuvimos una intensa inmigración desde el sur de Francia, o porque en el siglo pasado tuvimos importantes flujos de entradas desde otras partes del Estado. Quizás también porque España ha sido, hasta hace bien poco, un país de emigrantes, poco acostumbrado a ser destino de inmigraciones masivas. Quizás por eso ahora le cueste más encontrar un buen encaje y digerir la llegada de más de cuatro millones de extranjeros en los últimos diez años. Aún más cuando algunas visiones en Europa piensan en proyectos nacionales cerrados, que no admiten tan fácilmente incorporaciones de terceros y que, a diferencia de Catalunya, no basan la integración en el conocimiento de la lengua propia de la sociedad de acogida, sino en otras consideraciones difíciles conseguir. Basar el proceso de identificación en el conocimiento de una lengua común, que no única, tiene una gran ventaja: se puede aprender, a diferencia del linaje, sobre el cual no hay margen de maniobra.
Es en Catalunya donde se plantean referéndums que permiten votar a todas las personas empadronadas. Un ejemplo lo tuvimos el 13 de diciembre con las consultas sobre la independencia que organizó la sociedad civil. Ese día pudimos ver votando a personas inmigrantes que, con la legislación actual, no podrán ejercer el derecho a voto al menos hasta dentro de 15 años. Estos obstáculos en la participación política son una barrera para la integración de estos residentes. Conscientes de ello, el Pacto Nacional para la Inmigración solicita modificar el Código Civil para reducir de 10 a 5 años el plazo establecido de acceso a la nacionalidad. Consideramos que es la vía más efectiva para garantizar los derechos de ciudadanía y de sufragio universal de los extranjeros que viven y trabajan aquí. De momento tienen todos los deberes, no en cambio todos los derechos. Disminuir los años de acceso a la nacionalidad permitiría reducir discriminaciones entre inmigrantes y homologarnos a Francia, Reino Unido o Estados Unidos, países con políticas migratorias firmes pero con accesos a la nacionalidad más abiertos que España. Este año, el Ayuntamiento de Barcelona realizará una consulta vinculante para codecidir la reforma de una de las principales arterias de la ciudad: la avenida Diagonal. Los extranjeros empadronados podrán votar. Un ejemplo más del derecho a decidir que reivindicamos. Políticas de ciudadanía para hacer ciudadanía. De eso se trata. Tan fácil y tan complejo.
Carme Capdevila i Palau es consellera d’Acció Social i Ciutadania de la Generalitat de Catalunya
Ilustración de Patrick Thomas
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