Dominio público

A calzón quitado

Juan Aparicio Belmonte

JUAN APARICIO BELMONTE

21-12-07.jpgAsí hablábamos la otra noche mi amigo El Poeta y yo durante una cena. Al tipo le dio por comparar lo incomparable: a Vargas Llosa con Vázquez Montalbán. El primero tiene fama de derechista y el segundo representaba a la izquierda, dijo. Sin embargo, uno lee La fiesta del chivo o Conversación en la catedral y luego alguna novela policíaca de Carvalho y ya no sabe qué pensar. Cuando sus figuras públicas queden difuminadas por el tiempo, afirmó El Poeta mientras se comía los tallarines, Vargas Llosa será valorado como un escritor más progresista que Vázquez Montalbán, cuyo detective parece un sibarita preocupado por la textura del vino más que por cuestiones ideológicas que siempre afronta superficialmente. Novelas como La fiesta del chivo o Conversación en la catedral han contribuido mucho más a denunciar las injusticias y los fascismos de toda clase, sentenció mi amigo limpiándose el tomate de la comisura de los labios, que ahora se me antojaba sangre.

La cosa me pareció interesante: no la similitud del tomate con la sangre, sino cómo las novelas pueden llegar a retratar a su autor de una forma distinta a cómo éste desearía; cómo la ficción que el novelista genera le delata hasta contravenir incluso su imagen pública. Esto sólo les ocurriría, dicho sea de paso, a los escritores más honestos, a aquellos que no rehuyen sus propios fantasmas, que no se imponen temas por considerarlos más adecuados a la moda o a cualquier otro asunto ajeno a lo literario.

Tengo la convicción de que hay que escribir de la misma manera que mi amigo deglutía la pasta: sin miramientos, y con la única finalidad de que la ficción crezca alimentándose de todos los elementos de la vida del autor, incluso de los más incómodos. Sirvan estos ejemplos algo burdos: ¿que la abuela se puede enfadar porque en mi novela aparece una anciana con muy mala uva? Ya me las apañaré para explicarle que no es ella. ¿Que los vecinos pueden pensar que soy un energúmeno porque el protagonista escupe desde su ventana? Vale ¿Que mi amigo puede sentirse aludido por la ridiculización de un personaje presuntuoso y comilón? Mala suerte. Y lo más difícil: ¿que yo soy muy serio pero lo que escribo es frívolo, que soy beato pero mi novela es sacrílega? ¿Que mi novela traiciona mis convicciones o lo que soy o lo que quiero ser? Bueno, la vida es compleja y la literatura no tiene por qué hacerla más fácil.

Viendo a El Poeta comer con tanta soltura, pensé que en la España literaria se ha abusado de lo contrario, de cierto engolamiento estilístico, porque hemos padecido una situación política donde la censura condicionaba la creación artística. ¿Habría optado Juan Benet por esos párrafos llenos de subordinadas en un régimen distinto del franquista? Quién sabe, pero tal vez encontró en Faulkner la coartada para no admitir que se autocensuraba. Como no podía narrar lo que le daba la gana acaso prefirió pensar que sí lo hacía volcando su talento en la tensión de la frase, en esas oraciones tan largas como el tallarín que mi ruidoso amigo no terminaba de sorber. Un cuento como Syllabus, en el que Benet pone su prosa al servicio de una narración sobresaliente, es, para mí, la demostración de que pudo haber sido muchísimo mejor escritor de lo que llegó a ser.

Ese temor a narrar todavía prevalece, aunque parezca mentira, y a veces se confunde la intención del autor con el resultado final, con la propia novela, como si bastara una idea brillante o un propósito audaz para alcanzar la bondad literaria. Novelas defectuosas, sin embargo, son aquellas constreñidas en exceso por la intención de su autor, aquellas en las que el lector descubre la enorme distancia que media entre el resultado final y la pretensión original del novelista. En literatura, como en gastronomía, el esfuerzo y la ambición son lo de menos: da igual que un cocinero haya estado tres días trabajando sin dormir con la idea de hacer un delicioso suflé de tiramisú si finalmente éste no sabe a nada y para colmo se desinfla. Sin embargo, en demasiadas ocasiones no se valoran las novelas por sí mismas, sino por todo lo que las envuelve: las declaraciones del autor (cuanto más victimistas y grandilocuentes, mejor), su intención ideológica o moral, su erudición literaria, por no hablar de otros rasgos más espurios, como la militancia política o mediática. Es evidente que para escribir hay que leer, que no se puede ser escritor sin ser lector, de igual forma que sería insólito un director de cine al que no le gustara ver películas. Pero la escritura literaria es muy puñetera, matizó mi amigo, tras devolver airado al camarero el fallido suflé, y todas las lecturas del mundo no garantizan la adquisición de este talento artístico. El novelista no tiene por qué ser un intelectual especialmente dotado para el estudio ni para la elocuencia, ni siquiera para analizar un texto literario: lo único importante es que sus ficciones sean creíbles, funcionen. El tiempo, añadió mi amigo con los carrillos llenos de tarta de chocolate, demuestra que toda ficción literaria de calidad tiene un compromiso radical con su tiempo, sin necesidad de un propósito moral o político del autor, y dio algunos nombres: Cervantes, Kaf-ka, Pessoa... Estoy de acuerdo con él y, como novelista, defiendo cierto exhibicionismo narrativo, una disposición creativa en cuya virtud el novelista no tenga miedo a narrar con absoluta libertad, a mostrarse incluso distinto a como le gustaría ser. A mirarse en el espejo, vaya, para contribuir a que, llegado el caso, los lectores también lo hagan. Concluida la cena, mi amigo predicó con el ejemplo: se contempló en el espejo. Él, que presume de elegante, se desabrochó el cinturón. Es lo que hay, dijo. Y nos fuimos.

Juan Aparicio Belmonte es escritor. Su última novela es El disparatado círculo de los pájaros borrachos 

Ilustración de Iván Solbes 

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