Dominio público

Unas semanas delicás

Nacho Vegas

Una leyenda popular que me fascina, bien conocida en la comarca valenciana de La Safor, es la de la delicá de Gandía. Cuentan que en esa localidad había hace siglos una joven tan, tan frágil que murió cuando un pétalo de jazmín le rozó la cabeza. La historia es cursi y patriarcal, lo sé, pero lo interesante está en su origen: al parecer esa chica realmente existió, y halló la muerte mientras paseaba por los alrededores de la Colegiata de Gandía con tan mala suerte que uno de los ornamentos de su rosetón se desprendió a su paso, le cayó encima y la desgració; el "pétalo" era de piedra maciza y pesaba más de 400 kg.

Ocurre constantemente: cuando la realidad nos resulta demasiado dolorosa o simplemente incómoda, la transformamos para poder digerirla mejor, dulcificándola o buscando vías que la hagan más conveniente. En definitiva, nos mentimos. Es justo decir que otras veces el proceso se sitúa en el lado opuesto: transformamos la realidad en ficción de modo que esta nos revele algún tipo de verdad oculta. Pero no quería hablar aquí de buenas canciones, sino de esas otras que parecen sonar bonitas y que al cabo resultan empalagosas, cuando no directamente detestables. Lo común a todos los casos es que lo importante no es tanto lo que cuentas sino cómo y desde dónde lo cuentas; eso que llamamos el relato o la narrativa.

Los que nacimos en los 70 crecimos escuchando relatos bastante burdos que nos vendían una España moderna y sobre todo, unida. Pero nuestro coming of age en los 90, en una tierra maltratada como Asturies, estuvo marcado por la represión de las luchas obreras, amigos insumisos en la cárcel, otros forzados a salir de su tierra para buscar trabajo y algunos que nos dedicamos a tratar de ponerle banda sonora a aquello. Y poco a poco empezó a instalarse de forma silenciosa pero devastadora una revolución neoliberal que necesitaba de nuevas narrativas, nuevas mentiras que disfrazaran el empobrecimiento de las clases populares para hacerlo pasar por prosperidad. Para cada nuevo aplastamiento surgía una nueva delicá.

La idea de la unidad de España no ha variado mucho con los años, sigue siendo algo tan forzado, endeble y casposo que no sorprende la cantidad de patrañas que precisa para esconder sus miserias. Por eso me sorprendí de hallarme sorprendido ante todo el jaleo que las últimas semanas ha generado una amnistía que de todos modos llegó tarde, mal y nunca.

De todas las narrativas posibles, lo más honesto para los detractores de la amnistía habría sido quedarse con la que soltó aquel joven en la primera de las movilizaciones: se trataba de «puto defender España»; un relato sintético a la par que enfático que explicaba muy bien tanto revuelo. Pero luego llegaron los jueces (y los fiscales, y hasta el CGPJ) mostrando su rechazo al pacto de gobierno. Aprendimos un nuevo término -lawfare- y supimos que peligraba la democracia y la separación de poderes (solo les faltó decir que había armas de destrucción masiva).

Ah, la judicatura; esa simpática casta que procesó a casi 4000 insumisos (cerca de un millar entró en prisión; cabe recordar que en 1989 el entonces Ministro de Justicia del gobierno del PSOE, Enrique Múgica, también acusó a los insumisos de «desestabilizar el Estado democrático»), autorizó y presenció torturas, cerró medios de comunicación (¿recuerdan el caso Egunkaria?), autorizó miles de desahucios o encausó a activistas, músicos, tuiteras... ¿Cómo no vamos a hacer caso a los jueces, por Dios?

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