La noción de golpe de Estado técnico surge de esas nuevas formas de poner en jaque a los contrapesos de la República para que las instituciones (existentes en su formalidad) resuelvan en un solo sentido. En el sentido de quienes ostentan el poder de forma ilegítima e ilícita. En el siglo XX se disolvía la institución o se destituía unilateralmente a la autoridad, ahora se utilizan legalismos sin sustento legítimo (y muchas veces también sin sustento jurídico) para desaforar autoridades y desmantelar a las instituciones que ejercen una posición relevante en el sistema político.
El Serranazo en Guatemala en 1993, el golpe blando a Lugo en 2012 y el impeachment a Dilma en 2016 son buenos ejemplos de cómo los golpes de Estado ya no se desarrollan en la forma clásica que se enseña en la academia ortodoxa. En Guatemala desde septiembre de 2018 comenzó uno, de forma lenta, cínica y surreal. El 31 de agosto, el presidente Morales con la cúpula militar detrás y no con su gabinete de gobierno, anunció la no renovación de la Comisión contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), un experimento de Naciones Unidas en Guatemala que junto con el Ministerio Público presentó entre abril de 2015 y agosto de 2018 más de 33 tramas de corrupción en el seno de un Estado que en 2016 calificaron como "cooptado". Una decisión que, según los lineamientos del acuerdo internacional, debía materializarse en septiembre de 2019 y que a la vez era controvertida porque se tomaba justo después de la presentación de una serie de casos por financiamiento electoral ilícito y ejecuciones extrajudiciales que llegaban al corazón de la élite económica tradicional (G8 y CACIF).
A partir de ese momento comenzó una reunificación de la alianza que ganó la guerra en Guatemala porque hasta 2017, los procesados eran en su mayoría miembros de los grupos de poder emergentes que se habían enriquecido por medio de la política, el contrabando, el narcotráfico y el ejército. El presidente y su gobierno se convirtieron en operadores de un plan para restaurar el sistema de impunidad que ha estado siendo interpelado fuertemente desde 2015 por las protestas ciudadanas, la sociedad civil, los líderes sociales, los intelectuales y los periodistas, así como por los hombres y mujeres de Estado, las instituciones anticorrupción y de justicia, y por la comunidad internacional. En los últimos tres meses de 2018, la hostilidad se agudizó en medio de una delgada línea de obediencia/desobediencia a las resoluciones favorables a las instituciones anticorrupción que giró la Corte que se encarga del control constitucional en el país: el gobierno declaraba abiertamente que no permitiría el ingreso del comisionado Iván Velásquez (quien había salido hacia Washington a una gira de trabajo) y aunque nunca intentó volver, el binomio presidencial y los ministros de confianza insistían en que no lo dejarían entrar. Tan solo unas semanas después anunciaron la no renovación de las visas de trabajo de cortesía para los investigadores extranjeros de la Comisión y amenazaron con el apoyo de los diputados que conforman el #PactoDeCorruptos con destituir al Procurador de los Derechos Humanos y a los tres magistrados disidentes de la máxima corte.
El 7 de enero de este año, la canciller Sandra Jovel denunció el Acuerdo en Naciones Unidas e inmediatamente después el presidente Morales, en un espectáculo burdo y lleno de contradicciones, terminó de forma unilateral a través de un acuerdo gubernativo sus compromisos con la CICIG, violando de esa forma la jerarquía normativa al terminar con una norma reglamentaria un tratado en materia de derechos humanos y sin importarle que no haya forma jurídica para renunciar a un tratado con plazo determinado. El presidente terminó su discurso evocando al pequeño dictadorzuelo que lleva adentro: Dio un plazo de 24 horas para que el personal extranjero de la Comisión abandonara el país, amenazó a la Corte de Constitucionalidad y al Ministerio Público con obedecer sus directrices y ordenó capturas por delitos contra la constitución y sedición. A esta hora en la que usted está leyendo este texto, el gobierno de Morales con el respaldo de las élites nacionales, están por socavar a las instituciones que tanto en 1993 como desde la postcrisis política de 2015 han mantenido la estabilidad institucional y el orden constitucional; e iniciar así una persecución en contra de opositores políticos.
La CICIG junto con el Ministerio Público llegaron hasta el corazón de la corrupción y por eso quieren deshacerse de ella. La población guatemalteca y la comunidad internacional no puede abandonar a Guatemala en estos momentos claves donde está en juego su futuro democrático y su bienestar general. Es una obligación histórica defender la débil institucionalidad y la raquítica democracia ante la amenaza de los autoritarios y de la impunidad.
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