La diversidad identitaria y su distinta combinación es un tema complejo con gran importancia interpretativa y normativa, particularmente, para la teoría feminista. Existe diversidad individual y grupal respecto de los géneros, clases sociales, naciones y civilizaciones, y también en el interior de estos. La posición social de la persona, su experiencia relacional, su comportamiento y su cultura forman parte e interactúan con su conformación identitaria, su pertenencia colectiva y su subjetividad. Todo ello, sin caer en el extremo del constructivismo subjetivista, culturalista o voluntarista, es decir, idealista, al infravalorar los condicionamientos de las estructuras económico-políticas y los contextos sociohistóricos en los que actúan los seres humanos y los diversos grupos sociales y de poder.
Las mujeres (las personas en general) no tienen solo una identidad de género sino un conjunto de identidades que conforman una suma de identidades parciales y cuya combinación, implementación, reconocimiento (propio y externo) y jerarquización interna se desarrolla según los momentos y contextos. El concepto mujer no se define solo por su especificidad diferenciada del hombre, ya sea en el plano biológico-sexual y de capacidades reproductivas, en el del género (femenino) o sus funciones y culturas (o estereotipos) diferentes de las de los hombres. El conjunto se podría englobar en el concepto de identidad de género (femenino). Pero ello no agota la realidad y la identidad de las mujeres, ya que hay que incorporar el resto de las posiciones y relaciones sociales que también forman parte de su situación e identidad, aunque algunas de ellas sean comunes con las de los hombres. Esas otras identidades (étnico-nacionales, de clase...) son inseparables de la identidad de género en las mujeres concretas; o, dicho de otra forma, su identidad de género interacciona con ellas formando su identidad de mujer (o persona).
Hay que superar un debate convencional sobre la polarización, muchas veces mal planteada, entre la ‘especificidad’ de las mujeres y la ‘genericidad’ de ellas como personas, en que esto último, lo común, no se considera ‘propio’ sino ajeno o impuro, contaminado por los hombres. La identidad de género se suele construir sobre lo primero, pero queda pendiente integrar en la identidad de las mujeres esa otra parte de su vida, bien con una actitud flexible del significado de identidad de género, bien con la simbiosis o interacción de otras identidades de las mujeres mismas (étnico-nacionales, de clase...). Así, esa otra realidad e identidad, aunque sea similar o compartida con los hombres no por ello es menos suya. La cuestión tiene un impacto sociopolítico inmediato.
Respecto de los colectivos LGTBIQ+, en la medida que comparten con el feminismo la oposición a la heteronormatividad impuesta y la rigidez de la separación en dos géneros exclusivos, como dice Judith Butler (Deshacer el género), hay campos comunes. Más controversias existen para salvaguardar la autonomía feminista en relación con las dinámicas compartidas o solidarias y su relación con otros sectores oprimidos y sus trayectorias reivindicativas, en particular los derivados de la raza u origen étnico-nacional, por no citar los clásicos de la relación con el resto de los movimientos sociales, las clases trabajadoras o la izquierda política. Todo ello vuelve bajo el paraguas de la cooperación, las estrategias compartidas y la interseccionalidad. Pero aquí se aborda solo un aspecto particular.
¿La igualdad entre mujeres no es igualdad de género?
El interrogante es: ¿La defensa de la identidad de género lleva solo a superar la desigualdad de género, es decir, a conseguir un estatus igual con los varones de su misma categoría social y deja al margen la desigualdad entre las propias mujeres? Si es así, ese feminismo sería insuficiente, sobre todo, para las mujeres más subordinadas en distintas esferas.
Por ejemplo, según datos de la encuesta 40db (El País, 4/03/2019) el objetivo de la lucha feminista más mayoritario (53,3%) es Eliminar el techo de cristal (los obstáculos para el ascenso profesional de la mujer) -los siguientes son: Aumentar y visibilizar la lucha contra la violencia de género (52,3%), Empoderar a la mujer frente al acoso y las agresiones sexuales (41%), Romper con los estereotipos de género (40,8%) y División igualitaria del trabajo doméstico (35,5%)-. Pues bien, precisado el sentido de la pregunta referida a conseguir el ascenso profesional en paridad con los varones no tiene mucho problema, favorece a ‘todas’ las mujeres y es transversal; refleja el gran apoyo cívico por la igualdad de género, modificando la situación de desventaja o discriminación de las mujeres respecto de los hombres.
Pero conviene precisar dos matizaciones importantes dada la estratificación de la sociedad y, por tanto, de la posición de los hombres a la que se quiere igualar la de las mujeres: una, su insuficiencia para las mujeres precarizadas o subordinadas (también en relación con el origen étnico-nacional), cuyo objetivo se podría expresar mejor como despegarse del ‘suelo pegajoso’; dos, la pertenencia paritaria de una élite femenina en el grupo de poder tiene elementos contraproducentes para la igualdad entre mujeres y la propia emancipación del conjunto de ellas.
Por un lado, millones de mujeres, en su mayoría jóvenes, ¿se tienen que conformar con un estatus de precariedad, subordinación y explotación laboral igual que la padecen la mayoría de los hombres, sobre todo jóvenes y minorías étnico-nacionales? ¿Es suficiente conseguir similar trayectoria precaria que la de sus colegas varones? La gran reafirmación feminista de las mujeres jóvenes demuestra que no se conforman con esa perspectiva limitada. Quieren más mejoras para sus trayectorias sociolaborales, mayor igualdad global.
Si se refiere al acceso femenino a las capas medias o al empleo cualificado ese horizonte de igualdad de género es algo más completo y estimulante, al contar con mayor reconocimiento y estabilidad profesional previos.
Ahora bien, en la tercera situación, la de la pertenencia al bloque de poder, ese objetivo también se refiere al acceso de las mujeres de la élite a ese poder establecido (institucional y económico); es decir, en las élites dominantes, aunque sean mixtas, existe una infrarrepresentación femenina y se pide una paridad en su composición personal. Ello es positivo y se corrige una discriminación por razón de sexo-género; incluso se puede valorar el efecto simbólico y de arrastre para el resto de las mujeres que puede tener esa victoria (muy significativa entre famosas o lideresas en el ámbito político, económico o cultural). Esa perspectiva con una visión neutra de las jerarquías institucionales es atractiva por el tirón de la movilidad ascendente deseada. Pero, desde una interpretación del conflicto social o del antagonismo (sea de oligarquía/pueblo o élites dominantes/clases trabajadoras), resulta que el bloque de poder actual de carácter neoliberal y regresivo y con tendencias autoritarias es el causante, entre otras cosas, de la consolidación de la precariedad, la desigualdad social y el recorte de derechos sociales y laborales que afectan a millones de mujeres (y también varones).
Ese grupo de poder (capitalista) es también patriarcal, en la medida que favorece e instrumentaliza la segmentación y división existente en la sociedad y, específicamente, de las mujeres y entre las mujeres. O sea, el objetivo de que el núcleo dominante, el llamado 1% de arriba (y la colaboración del 20% superior), sea paritario y se rompa ese techo de cristal que dificulta esa igualdad con los varones de la élite es positivo, pero conlleva un elemento contraproducente: amplía la desigualdad entre las mujeres (poderosas y populares) y corresponsabiliza a las élites femeninas en el incremento de la desigualdad, la subordinación, el empobrecimiento y la división con la mayoría de las mujeres (y el resto de la sociedad), mientras las unifican con los intereses y demandas de los hombres poderosos. La aparente solidaridad de género, con aspectos comunes compartidos de discriminación y violencia machista, que deja entrever la ambigüedad semántica de eliminar el techo de cristal respecto de la cúpula del poder, deja paso a la polarización de intereses, actitudes e identidades en la pugna por la igualdad social en sentido amplio; o sea, en todas las facetas humanas de las mujeres, incluso su desigualdad con las mujeres de la élite dominante. Por ello, el feminismo del llamado 99% (o del 80% popular) no debe reducirse solo a la igualdad de género, en sentido restrictivo, sino a la emancipación e igualdad de las mujeres y su realidad vital multidimensional.
El enfoque de la interseccionalidad
En este sentido, el enfoque de la interseccionalidad ayuda a superar las rigideces o unilateralidades de la separación analítica de distintas categorías formales (precarias, blancas, emigrantes, europeas...). Su abstracción y diferenciación entre sí y respecto de la realidad pueden servir para analizar o clasificar aspectos o componentes específicos; pero sin explicar su interacción e intersección no permiten valorar el conjunto de las características de las mujeres concretas de un determinado grupo social y los aspectos comunes que comparten o que les dividen frente a otras mujeres y el resto de la realidad social y del poder. O sea, es imprescindible una tarea interpretativa de la pertenencia múltiple a distintas situaciones de opresión y/o privilegio, a sus conexiones internas según qué ámbitos, que permita una comprehensión (que diría Weber) del conjunto, desde sus interacciones y la evolución de sus distintas combinaciones en el propio sujeto individual o colectivo.
Pero, para evitar quedarse en una simple constatación atemporal o formalista de la existencia de la diversidad o la multiplicidad de opresiones e identidades y su suma mecánica, hay que dar un paso analítico e interpretativo que explique la situación concreta de las mujeres (y cada grupo social). Y, sobre todo, que valore su dinámica social, su práctica relacional y su comportamiento sociopolítico. Es decir, su desarrollo práctico, su experiencia y su interpretación son variados y, al mismo tiempo, están focalizados o han priorizado unos aspectos y no otros, según qué coyunturas, oportunidades y aspiraciones.
Por tanto, se debe explicar su posición global de subordinación/dominación, según qué contextos, y cómo se conforma su identidad de identidades y su adaptabilidad e implementación concreta. En consecuencia, una visión interseccional e interactiva de la diversidad y las polarizaciones (dialéctica) facilita el análisis de la variada y compleja articulación de sus procesos de identificación, con sus conexiones y, sobre todo, permite explicar mejor los ejes de su selectiva y adecuada actuación y las ‘luchas de fronteras’ (producción/reproducción, origen étnico-nacional, relación medioambiental...).
Es interesante la reflexión de Judith Butler sobre la conveniencia de deshacer los géneros, para hacer frente a la diferenciación esquemática o rígida de los sexos y opciones sexuales. No obstante, me centro en el plano sociológico del papel social y relacional de la diversidad, la intersección y lo común que construyen identidad, frente a la idea esencialista del ‘ser mujer’, como elemento compartido a partir de una base fija biológica o estructural.
Esa superación de la división esencialista identitaria hay que aplicarla a la identidad de género, para darle un sentido más amplio que enlace con el conjunto de la problemática de las mujeres no solo con lo que les diferencia de los hombres, sino de sus múltiples y diversas opresiones y lo común (o intersección) entre ellas y el resto de los seres humanos. De un feminismo de la diferencia, y sin desconsiderarla, se amplía a un feminismo de la igualdad y lo común. La identidad específica de género tiene muchos fundamentos relacionales, históricos y civilizatorios. Lo que hay que eliminar es la relación de desigualdad y desventaja, no necesariamente todos los aspectos de diferenciación voluntaria no discriminatoria. En ese sentido, es una tarea identitaria que recomponer en la medida que se avanza en el horizonte de la igualdad y no expresa la profundidad de esa dicotomía desfavorable y la acción por superarla. La identidad de género no desaparece, sino que cambia su carácter y se ligaría más a una identidad cívica como ser humano igual y libre.
Por tanto, la identidad de género (o ‘del’ género femenino) no solo debería abordar la igualdad entre ambos géneros sino combatir también la desigualdad entre mujeres y su problemática más general en su especificidad femenina.
En resumen, la existencia de ese bloque de poder genera mayor desigualdad y precarización para la mayoría de las mujeres. Por tanto, aunque se mejore la participación femenina en el mismo y se conserven componentes transversales comunes, al estar aquellas mujeres también marginadas o en desventaja respecto de los valores y posiciones de los varones de su grupo de poder, se abre una brecha de intereses, confianza y solidaridad entre las mujeres. El feminismo y su cultura igualitaria se debe generalizar con el apoyo preferencial a las mujeres vulnerables, que son la mayoría de las capas populares. Sus demandas tienen más que ver con superar el suelo pegajoso que en romper con los techos de cristal de las élites que impiden su pertenencia paritaria en el poder. Por tanto, es necesario romper todos los techos de cristal, pero especialmente los de los escalones bajos y medios que afectan a las capas trabajadoras y profesionales. Y cuidar, como dice Nancy Fraser, que los vidrios de los techos de cristal en torno al poder que rompen las mujeres que aspiran a ser de la élite no les caigan encima y los tengan que recoger las mujeres que limpian los suelos pegajosos.
Comentarios
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