Dominio público

Enseñanzas para el 11-N

Antonio Antón

Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid

El gobierno de coalición no ha sido posible, fundamentalmente, por el proyecto socialista de continuismo programático, neutralización de la dinámica del cambio de progreso y subordinación de la representación política que lo expresaba. El interrogante para el 11-N, por tanto, es pertinente: ¿Es posible un auténtico gobierno de coalición, plural, pactando el Partido Socialista un programa común para articular un proyecto compartido de país, sin el sometimiento o la marginación de Unidas Podemos? No valoro la contribución de Más País que se ha pronunciado por garantizarle la gobernabilidad, ya que todas las encuestas consideran que no va a ser determinante para garantizarlo, si no hay un acuerdo a tres.

Pues bien, Sánchez insiste en que no. Su opinión es difícil que cambie a través de una estrategia unitaria y de cooperación de las fuerzas del cambio, necesaria pero insuficiente. La experiencia de la investidura nos dice que, aunque concilió durante dos días con el nombre de coalición, su concepción de un gobierno homogéneo, no dos, implicaba la ausencia de autonomía para Unidas Podemos, el factor principal de desconfianza. Ya lo manifestó en la propia investidura y lo podía haber impuesto como pretexto definitivo para romper la breve negociación y convocar elecciones en el caso de haber admitido UP su propuesta ministerial. La exigencia socialista era la renuncia a una gestión reformadora significativa y, sobre todo, a la correspondiente legitimidad social para fortalecer el espacio y la dinámica de cambio de progreso. Para vencer esa reticencia socialista a la pluralidad es necesario la generación de un importante problema de legitimidad social, sin que sea posible su apoyo en las derechas.

Desde esa perspectiva, se puede remarcar como un error menor la oposición de la dirección de UP de la propuesta socialista de una vicepresidencia y tres miniministerios. Su argumento era su insuficiencia y falta de clarificación sobre sus competencias; y aspiraba a algo más (las políticas activas de empleo), confiando en la prolongación de la negociación, cosa que se desveló ilusa, sin prever el portazo socialista. Se estaba infravalorando la firme determinación de Sánchez y su equipo, si no tras el 28 de abril sí después del 26 de mayo, de imponer su proyecto programático y de gestión gubernamental prácticamente sin negociar o bien convocar nuevas elecciones con la expectativa de incrementar su representatividad y su poder. Su plan fue ratificado durante la investidura fallida de julio. Los meses de agosto y septiembre ya han sido un mero postureo para justificarlo.

El plan hegemonista de Sánchez

Ese plan también conllevaba su interés hegemonista de seguir debilitando a Unidas Podemos, neutralizando su proyecto autónomo. Sus condiciones pretendían asegurar, al menos, la continuidad de la tendencia electoral, expresada el 28 de abril, en que a pesar del acuerdo político y presupuestario, sin gobierno compartido, se incumplió la mayor parte y no impidió el trasvase de más un millón de votantes y una treintena de escaños hacia el PSOE desde UP; aunque en ello hubiera también otras causas, como el favoritismo mediático en el primer caso y su división interna y la acción de las cloacas en el segundo.

La dirección socialista ha vuelto a plantear el auténtico escollo: la falta de garantías del sometimiento de la representación de Unidas Podemos, la llamada falta de confianza o fiabilidad. Es el pretexto definitivo para romper la negociación y convocar elecciones para volver con similares objetivos al mismo sitio... pero con mayor ventaja. Además, la restricción a la libertad de crítica a determinadas actuaciones problemáticas de la mayoría gubernamental o su presidente la extiende al resto de líderes no presentes en el Ejecutivo, como el propio Pablo Iglesias o Ada Colau.

O sea, exige una defensa colegiada y disciplinada del conjunto de ambas formaciones a todo el proyecto gubernamental, incluido las llamadas políticas de Estado, que además de la política económica, exterior, de seguridad y las medidas punitivas ante el conflicto catalán, podrían llegar a temas sensibles como la reforma del sistema de pensiones, el pacto educativo, la inmigración, la sostenibilidad medioambiental, la igualdad de género o las libertades civiles (ley Mordaza). Todo ello sin negociar su sentido, con su letra pequeña, su concreción y su financiación, en un programa común detallado, y con probables pactos con las derechas y sin garantías de un cumplimiento beneficioso para la mayoría social, con perspectiva igualitaria y democrática.

Por tanto, la decisión socialista contra un gobierno plural está basada en su prepotencia y su percepción de la imposibilidad de doblegar a Unidas Podemos para que acepte su total liderazgo en un proyecto unilateral, centrista de apariencia progresista. No dejaba un hueco razonable para implementar algunas políticas sociales transformadoras beneficiosas para las personas y el correspondiente refuerzo del espacio del cambio.

En los tres ámbitos se producía el choque: dimensión transformadora frente a continuismo gestor; ampliación del campo progresista frente a las derechas, considerando mutuamente la legitimidad de ambas fuerzas sin ventajismo para el Partido Socialista, como en el periodo anterior, y cohesión y disciplina respecto del conjunto de las políticas de estado y las decisiones presidenciales frente al reconocimiento pactado de cierto pluralismo político y autonomía, particularmente ante los desacuerdos.

La dirección de Unidas Podemos, desde el realismo y su afán de llegar al acuerdo de gobierno de coalición, ya había hecho importantes concesiones. Dejaba en mano socialista las grandes políticas de Estado, económicas, institucionales y territoriales. Es decir, acataba la implementación gubernamental de su continuismo en esos campos con probables pactos con las derechas. Igualmente, retiraba el ‘escollo’ de la presencia del propio Iglesias en el Consejo de ministros, imposición que era un indicio de la prepotencia y ambición de poder de Sánchez y tener el pretexto de la ruptura. Además, aceptaba una gestión no proporcional a los votos y unos miniministerios.

La última barrera explícita era la aspiración a competencias claras en varias políticas sociales, con alta importancia práctica para la gente, particularmente la precaria y desfavorecida: regulación del precio de la luz y los alquileres, derogación de la reforma laboral, nueva subida del SMI, actualización de las pensiones por ley según el IPC... Tenían también un gran valor político-simbólico. Expresaban, parcialmente, el proyecto propio y el conflicto de fondo. No obstante, a pesar de tantas concesiones, para la dirección socialista no eran suficientes y esa última reclamación intolerable; fue el punto de ruptura.

Así, relacionado con esto último, el problema principal estaba en el choque de intereses y proyectos que significaba. No estaba cercano el acuerdo, ni era fácil. La propuesta socialista de ministerios estaba supeditada a su modelo de ‘un’ gobierno cohesionado. No había salido a la luz la divergencia de ambos proyectos, solo la fórmula de gobierno en solitario o en coalición. Por un lado, el carácter continuista y normalizador del proyecto socialista y su concepción prepotente del poder. Por otro lado, los objetivos mínimos de Unidas Podemos que no puede renunciar: implementar un avance social significativo, con un refuerzo de una mínima dinámica de cambio real para la mayoría social y su representación institucional. Su prioridad, tal como se ha demostrado, no son los sillones, sino su utilización para esos dos objetivos: mejoras para la gente y refuerzo del cambio, con los reequilibrios simbólicos y de poder correspondientes. Parece que en gran parte de la ciudadanía va quedando claro a pesar de la campaña gubernamental. El Partido Socialista tiene un problema de credibilidad ciudadana al haber bloqueado un gobierno de progreso plural.

La pugna estratégica

En definitiva, el trasfondo de la pugna estratégica ha estado subsumido, lo que ha impedido un debate público, mediatizado por la propaganda de parte. No hay un bloque progresista (de izquierda o centroizquierda). Entre la ciudadanía sí hay una mayoría progresista, más o menos firme, diferenciada de las corrientes conservadoras. Pero en la representación política no; aparte de las derechas (y los nacionalismos periféricos) hay dos tendencias: una, centrista o continuista, aun con componentes y retórica progresista junto con elementos prepotentes; otra, transformadora y de cambio de progreso, de talante democrático e igualitario, aun con sus errores analíticos y políticos. Las dos posiciones ya estaban presentes el 29 de abril, cuando se planteó la dicotomía entre gobierno socialista en solitario o en coalición con UP. Pero el debate entre esas fórmulas lo ha acaparado prácticamente todo y solo a partir de la investidura fallida ha ido aflorando la distancia de ambos proyectos.

O sea, como ha expresado posteriormente el propio Sánchez, el motivo principal para su rechazo al Gobierno de coalición propuesto por Unidas Podemos no era una dirección general más o menos (dentro de las menores), sino la no garantía de la subordinación a su estrategia:  una línea política centrista con algunos componentes progresistas y un control del poder definido e impuesto unilateralmente. Es lo que apenas se discutió y que explotó con el asunto de las competencias ministeriales y el veto a Iglesias.

El plan de Sánchez tiene dos características. Por una parte, un sentido continuista vinculado al modelo socioeconómico e institucional dominante, en el marco del eje europeo liberal conservador. Por otra parte, su concepción monopólica del poder y su ejercicio antipluralista, como freno a las dinámicas y expresiones transformadoras y democráticas. Este aspecto es el que el propio Iglesias reconoce ahora que tenía Sánchez y no advirtió. Y es el tema de fondo que debía de haber sido objeto de negociación y acuerdo. El no hacerlo ha dado ventaja al Partido Socialista en su relato de justificación de su prepotencia y su responsabilidad en el bloqueo institucional y la nueva convocatoria electoral, antes que girar a la izquierda y acordar con Unidas Podemos.

Y es el asunto para tratar tras el 10-N, con la hipótesis de unos equilibrios representativos similares, aunque con algunas variaciones respecto de los posibles acuerdos y estrategias. La triple opción básica es entre avance social y democrático, continuismo socioeconómico e institucional e involución política y regresiva. El ciclo de pugna por el cambio sustantivo de progreso no ha terminado. Hay tendencias cívicas que lo siguen defendiendo más allá del propio electorado del espacio del cambio. El gobierno de coalición es difícil pero no imposible. Su utilidad como emplazamiento creíble es dudosa. Lo principal es la ampliación del contrato sociopolítico de un proyecto de progreso entre el espacio del cambio y una amplia corriente progresiva que condicione al Partido Socialista. Veremos lo que dictamina el conjunto de la ciudadanía.

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