Dominio público

Una defensa de la nostalgia

Santiago Alba Rico

Una defensa de la nostalgia
Una imagen muestra las ruinas de la antigua ciudad siria de Palmira.- LOUAI BESHARA / AFP

Lo he contado otras veces: a finales del siglo XVIII la palabra "nostalgia", literariamente tan intensa y políticamente tan ambigua, sonaba más o menos como hoy "esclerosis" o "neumonía". Era, en efecto, el neologismo que en 1685, a partir del griego, inventó el médico Sebastián Hoffner para nombrar la enfermedad que devastaba las filas de los ejércitos europeos y que afectaba muy especialmente a los soldados de origen suizo, habitualmente mercenarios en guerras extranjeras. Hoffner catalogó los síntomas -inapetencia, febrícula, marasmo, consunción, muerte- y logró incluir la dolencia, ya oficialmente reconocida, entre los motivos de exención del servicio militar. Al "nostálgico" se lo mandaba a la enfermería, se le prohibía escuchar música y, antes de que muriera, se lo devolvía a su casa.

En los archivos militares europeos de la época se encontrarán registradas, sin duda, junto a las de los heridos y muertos en las trincheras, las bajas por "nostalgia" en las contiendas continentales. Jean Starobinski, en su hermoso libro La tinta de la melancolía, nos cuenta que los síntomas de la enfermedad coincidían con los de la tuberculosis y que, en efecto, cuando a finales del siglo XIX Koch descubrió el bacilo que lleva su nombre, las autopsias revelaron que muchos a los que se había creído víctimas de la nostalgia habían muerto, en realidad, de tisis. Así que los avances médicos acabaron por desplazar el término lejos del campo de la nosología  para inscribirlo en el de las emociones humanas elementales.

La nostalgia no era una enfermedad, pero hizo falta nombrarla como tal para luego poder entender lo que había sentido Jenofonte en la expedición de los 10.000 u Ovidio exiliado en el Mar Negro o Ulises separado de Penélope. No era una enfermedad, pero mataba: los soldados suizos morían como chinches recordando sus quesos horadados, sus montañas nevadas, sus novias con trenzas, sus madres turgentes y regañonas. Lo contrario de la nostalgia, diría yo, es la melancolía, esa "bilis negra" nacida también como enfermedad y cuya versión turística es el spleen o esplín, azote beaudelairiano de las clases medias.

Los pobres sienten nostalgia, el deseo doloroso de regresar a un lugar y un cuerpo concretos; las clases medias aspiracionales -como se las llama ahora- sienten el esplín de una vaga ausencia: la de un futuro que no se sabe dónde está y que nos comparece a veces, como un puñal trapero, por la espalda. Por eso los inmigrantes -y es importante señalarlo- sienten nostalgia y no melancolía. Es importante señalarlo porque si imaginamos a los inmigrantes solo deseosos de venir a vivir a nuestro país "superior", nos acabamos creyendo que nuestro país -que es una mierda- es un paraíso; y nos volvemos chovinistas y excluyentes; y cerramos las fronteras y tratamos al otro como un ladrón, un  invasor o, peor, un insecto. Si los imaginamos, en cambio, deseando volver a su país "inferior", se vuelven iguales a nosotros, no individuos biológicos, aislados y agresivamente supervivientes, sino cuerpos vivos atrapados en redes de afectos que los vinculan sin cesar a su lugar de origen. Su deseo -y derecho- de venir, e incluso de quedarse, es perfectamente compatible y de hecho inseparable de la nostalgia, cuya expresión material son las "remesas" de las que, en Senegal o Pakistán, viven sus padres y sus vecinos. Lo contrario de un inmigrante es un turista.

Porque la nostalgia es así. Ocurría que los soldados suizos aquejados de nostalgia, una vez de vuelta en casa, sentían nostalgia del ejército, gracias al cual se habían liberado un rato de sus quesos, sus montañas, sus novias y sus madres. La generación anterior a la mía, todavía viva, recuerda lo que significaba la mili. Los que salían del campo castellano bajo el franquismo para hacer el servicio militar en Tenerife o en Asturias, salían devorados por la nostalgia, pero luego recordaban con no menos nostalgia esa experiencia como la más decisiva de sus vidas: la de la ruptura adulta con la familia, la de la aventura iniciática bajo otro sol, la de la revisión de los afectos medulares. Personalmente me gusta pensar -pues tengo hijos- que las generaciones posteriores a la mía podrán urdir sus nostalgias en el futuro en torno a otros recuerdos (la beca Erasmus, por ejemplo), al margen, por tanto, de las armas, las disciplinas vacuas y las jerarquías machas.

Es bastante obvio: sentimos nostalgia de cosas que sabemos irrecuperables y que, en realidad, no queremos recuperar. Sentimos nostalgia -digo- de la mili, que no querríamos repetir; sentimos nostalgia de la cárcel, donde descubrimos los lazos sublimes de la militancia y la solidaridad, pero a donde no queremos volver; sentimos nostalgia, claro, de las croquetas de la madre castradora y neurótica a cuya casa preferiríamos no regresar más que de visita. Esta combinación contradictoria de deseo y voluntad (deseamos pero no queremos volver) no es baladí. Nos permite seguir deseando, aunque sea hacia atrás, cuando nos hacemos viejos. Nos permite también proyectar hacia delante lo que queremos para nuestros hijos. La nostalgia va presentando objetos a nuestro deseo y nuestra voluntad va discriminándolos. En la nostalgia se alojan algunas de las "formas" que queremos y debemos conservar, pero asociadas a "contenidos" que solo nuestro deseo subjetivo, enamorado de la propia juventud, puede considerar bellas o sagradas.

El problema es que el capitalismo tecnologizado, dislocador y cosmopaleto nos vuelve más melancólicos que nostálgicos. La melancolía sustituye la ausencia concreta de la novia con trenzas y del queso horadado por una tristeza vaga que, rebotando en el muro del futuro, se desparrama, como la niebla de atrezzo, hacia el pasado. Arrastramos nuestro esplín de bar en bar, sumergiéndolo en la "caña alegre" de hoy, que es el "vino triste" de nuestro Baudelaire vencido. Tenemos un enorme lío en la cabeza. Estamos confusos. No sabemos ni siquiera cómo nombrar las cosas. Pero esta confusión no es el resultado de una conspiración o de una alienación descomunal, no es de derechas ni de izquierdas y no es culpa, desde luego, ni del feminismo ni del movimiento trans ni de la diversidad identitaria. Es el resultado de la disolución material irreversible (¡material!) de los lugares donde se han fraguado, durante siglos, las relaciones entre los nombres y las cosas y, de manera subsidiaria, las relaciones entre los propios seres humanos.

No es solo la fábrica fordista; son todas las fábricas de palabras compartidas las que se han desvanecido, a veces como efecto de una necesaria zapa liberadora. Dejemos a un lado ahora, en todo caso, la fricción entre impulsos transformadores y dinámicas de crecimiento y destrucción capitalista. Pensemos solamente en los cambios científicos y tecnológicos introducidos en los últimos cien años, con la configuración concomitante de nuevos sujetos y nuevos derechos, pero también de nuevos dilemas éticos y morales. Yuxtapongo en tropel los primeros que me vienen a la cabeza para que se entienda hasta qué punto producen confusión y requieren, por tanto, un trabajo meticuloso de discriminación.

Pensemos en la aviación, que suspende de hecho todas las garantías del derecho terrestre; pensemos en la píldora anticonceptiva, que ha disociado la sexualidad de la reproducción; pensemos en la fecundación artificial, que separa la reproducción de la maternidad; en la inteligencia artificial, que permite separar la personalidad de los cuerpos; en la bomba atómica y en la energía nuclear, que permiten separar la humanidad de la Tierra; en los tratamientos hormonales, en la clonación, en los trasplantes de órganos, que permiten separar identidad, sexualidad, individualidad; pensemos, en fin, en las llamadas nuevas tecnologías, que permiten separar los cuerpos de las imágenes. Todo ello sin olvidar que, en términos tecnológicos, y más en condiciones neoliberales, la frontera entre "permitir" e "imponer" es muy borrosa.

¿Qué hacer con todo esto? Cuando Dios o la naturaleza nos decían qué significaban las cosas era todo más fácil; y se entiende que muchos seres humanos, abrumados por la melancolía, busquen  respuestas sencillas y tranquilizadoras. Pero ya no puede ser. Hemos superado límites que no se pueden restablecer y eso implica hacerse cargo de las palabras, las cosas y sus enlaces. Decía Pascal en el siglo XVII que "perdido el verdadero bien todo es nuestro verdadero bien" y que "perdida la verdadera naturaleza todo es nuestra verdadera naturaleza". Todo no. No es lo mismo la píldora anticonceptiva que la reproducción subrogada; no es lo mismo el derecho de los homosexuales a casarse que el derecho de los ricos a escapar a Marte. Los límites los tenemos que poner nosotros; y tenemos pocas fuerzas y menos recursos mentales. Pero al menos tenemos que saber esto: que cada problema es mucho más complejo de lo que pretenden tanto nuestras derechas reaccionarias como nuestras izquierdas soliviantadas, ya sean rojipardas, rojinegras o irisadas. Los límites los tenemos que poner nosotros y, en ausencia de Dios y de naturaleza, sólo podemos hacerlo mediante "deliberación" (como recordaba muy bien el brillantísimo libro de Luis Alegre En el lugar de los poetas). No hay condiciones políticas para esa deliberación y por lo tanto el primer objetivo -el más material de todos- debe ser el de crearlas. En Twitter podemos escupir, orinar, acariciar, asentir, rematar, bromear, a veces poetizar, pero no deliberar.

Me declaro sin vergüenza muy confuso. Y me declaro sin vergüenza conservador. Eso quiere decir que creo que la supervivencia de la humanidad sólo es posible si cada generación hereda una serie de "datos", es decir, de "cosas ya dadas"; que solo es antropológicamente viable si ninguna generación -digamos- es dejada a merced, cuando empieza a vivir, de los deseos individuales de sus miembros. Sin "datos" no hay sociedad. ¿Pero qué "datos"? Yo diría: hay que conservar la Tierra, pero no el arado de madera; la comunidad, pero no la mili; la tradición, pero no el machismo; la familia, pero no la de mis padres; la masculinidad, pero no los pechos abombados; la españolidad quizás, pero no el españolismo.

Los datos -las cosas dadas- pertenecen al mismo tiempo al pasado y al presente; son aquello del pasado que perdura en el presente. Si perdura en el presente, no cabe la nostalgia. Si sentimos nostalgia, entonces apremia preguntarse -so pena de entregar el campo a la ultraderecha- cuáles hemos perdido, cuáles nos han robado y de cuáles nos hemos felizmente liberado.

 

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