Hablemos de Murcia. En 1870, en Francia, Jules Ferry planteaba el desafío de «hacer de [las dos clases presentes en la sociedad francesa] una nación igualitaria, una nación animada por el espíritu de conjunto y la confraternidad de ideas que son la fuerza de las auténticas democracias», con el prerrequisito insoslayable de la «primera fusión que resulta de la mezcla entre ricos y pobres en los pupitres de algún colegio».
La ley francesa sobre la enseñanza primaria obligatoria de 1882 —antes laica y gratuita que obligatoria, pues no se concebía obligar a alguien a pasar por una educación regida según creencias que no fueran necesariamente las suyas— incluirá contenidos como «la instrucción moral y cívica», «la lengua y los elementos de la escritura francesa», «la geografía, particularmente la francesa», o «la historia, particularmente la de Francia hasta nuestros días». La puesta en marcha de una educación nacional, por más que el tal Jules Ferry fuera también un colonialista empedernido, ha hecho de su figura un mito que dura hasta nuestros días, y de la educación nacional un orgullo —incluso con sus actuales defectos, particularmente en materia de segregación— para los franceses.
Quizá se nos antoje un poco injusto comparar a Mabel Campuzano, desde hace poco consejera de Educación y Cultura de la Región de Murcia, con monsieur Ferry; cabe recordar que él también fue vilipendiado y caricaturizado en su época, así que sólo Dios sabe qué futuras glorias puede la historia guardar para madame. En abril circuló un comunicado de la consejera sobre sus líneas generales y posicionamientos: las asociaciones de docentes lo calificaron como «agramatical casi por completo», o, en fin, «suspenso». Pensábamos, tras eso, que Murcia no nos depararía más sorpresas. ¡Nos equivocábamos, aunque lo nuevo venga del Ayuntamiento y no de la Región!
Resulta que la mayoría de derechas del Ayuntamiento de Murcia —que no gobierna tras un pacto entre PSOE y Ciudadanos, pero que para estas cosas sigue poniéndose de acuerdo— ha aprobado una moción de Vox según la cual no puede permitirse que a ningún colegio público del municipio le falte «la instalación de bandera nacional en su entrada». Hay otros dos acuerdos importantes: colocar un retrato del Rey en todas las aulas de todas las escuelas públicas de la ciudad de Murcia y hacer que en los «actos solemnes que la Comunidad Educativa considere» se escuche el Himno Nacional (aunque, por no tener letra, los niños murcianos sean incapaces de cantarlo).
Tenemos una relación muy complicada con los símbolos nacionales. En general, tenemos una relación muy complicada con la palabra nación y con todo lo que pueda derivarse de ella. ¿Desde cuándo y por qué? Las causas son múltiples: ya que estamos hablando de colegios, sigamos por la misma senda. En España, por desgracia, nuestro sistema educativo no fue por el caminito de la educación nacional francesa: uno de nuestros rasgos más característicos, a lo largo del siglo diecinueve, fue que el Estado se encargó de la financiación de la enseñanza superior, delegando la enseñanza secundaria a las provincias y la primaria a las instancias municipales.
No resonaban allí las palabras de Ferry, ni se buscaba mezclar a ricos y pobres en los pupitres de los colegios: a nivel económico, el paradigma educativo español era el de una enseñanza superior hipertrofiada, que beneficiaba a las minorías que podían permitirse tales estudios, y una educación primaria más o menos abandonada, blandengue, dejada a su suerte, incapaz de elevar a sus alumnos a través de ningún ideal meritocrático o fantasía extraña y disparatada de ascensor social.
Ligada a esta debilidad económica aparece una debilidad cultural igual o más importante aún: el poder —¿otra hipertrofia?— de la Iglesia católica y su dominio sobre la educación. Un proyecto más o menos liberal de Estado moderno no podía coexistir con la supremacía de la Iglesia. El sistema francés, buscando construir esa «nación igualitaria», quiso implantarse en todas partes y hacer de sus ciudadanos auténticos franceses; el sistema español, incapaz de lograr algo parecido —por las circunstancias ya examinadas y también por algunas más—, hizo con la labor educativa de la Iglesia algo similar a lo que hoy llamaríamos una subcontrata.
La desigualdad entre ricos y pobres continuó perpetuándose y reproduciéndose, y no germinó ningún tipo de identidad nacional similar a la francesa: ser español se convierte así, de facto, en ser católico, y esta concepción del catolicismo, por oposición a los liberales estatólatras, en una concepción conservadora. Ni rastro de esa educación francesa, tan bonita, laica, obligatoria y gratuita: si nuestros vecinos educaban a sus infantes para ser buenos franceses, nosotros educábamos a los nuestros para que le rezaran a Dios. La nacionalización española era una nacionalización débil; de aquellos polvos, comprenderá el lector atento, estos lodos y otros cuantos más.
Introduzcamos algunos matices. Se equivocaría quien, después de estos párrafos, ardiera en deseos de convertirse en un afrancesado jacobino, como si así fuera a esquivar el rompecabezas español de la nación, las naciones, el país o el país de países: los franceses, por exitoso que sea su proceso de nacionalización en lo educativo, no hacen una exhibición neurótica de sus símbolos en todas sus aulas... o no la hacían hasta hace bien poco: de hecho, su regulación de la presencia de banderas nacionales en los centros docentes es, sorpresa, posterior a la española.
En julio de 2013, tras una reforma legal dirigida por el ministro de la Educación Nacional, perteneciente al Partido Socialista, repito, al Partido Socialista, se implantó que «el lema de la República, la bandera tricolor y la bandera europea se fijarán sobre la fachada de las escuelas y establecimientos de enseñanza secundaria públicos y concertados». La derecha estándar francesa se atrevió en 2019 a plantear el debate con unas dimensiones que Vox, derechita cobarde, no se atreve a tratar en 2021: el diputado Eric Ciotti propuso una enmienda que obligaba a las escuelas a colocar una bandera tricolor en cada aula de cada centro.
Examinando estos casos y completando el examen con el tercero, el de la Ciudad de Murcia, podemos llegar a algunas conclusiones: el problema no son las banderas en sí mismas; no todas las banderas son excesivamente problemáticas, nacionalistas o iracundas. Pero incluso en un territorio aparentemente «civilizado» y bien construido nacionalmente, como es el francés, la derecha puede apropiarse de manera excesiva de los símbolos, insistiendo en un macartismo identitario según el cual toda presencia de lo nacional, en cualquier lado y en las proporciones más exageradas que sea posible, es buena y deseable.
A la propuesta de Eric Ciotti de colocar una bandera en cada aula respondió la izquierda: críticas a un exceso de fervor nacionalista, argumentos sobre cómo «las escuelas no pueden parecerse a las casernas»... y, sobre todo, una cierta conciencia del clima de desconfianza elaborado minuciosamente por la derecha francesa contra el equipo docente, siempre sospechoso de estar demasiado cerca de quienes quieren dividir la república, de no estar lo suficientemente comprometido con los valores republicanos que en principio habría de encarnar; en definitiva, de no amar Francia lo suficiente, es decir, con exaltado fervor patriótico.
La respuesta de izquierdas en España ante la propuesta de Vox podría parecerse a estos comentarios: una crítica que no fuera dirigida a la visibilización de los colegios como una emanación o implantación concreta de un principio igualador del Estado, sino a los excesos a partir de los cuales es posible confundir «la nación igualitaria», el «espíritu de conjunto» y la «confraternidad de ideas» con el nacionalismo excluyente y la separación entre españoles y antiespañoles; la izquierda podría señalar que meterse en astracanadas similares mientras la Región de Murcia lidera el fracaso escolar y el absentismo no tiene mucho interés al mismo tiempo que reconoce que colocar una bandera no implica necesariamente ser franquista. ¿Lo hace, lo está haciendo? ¿Es esta la respuesta —más o menos compleja, con matices, sosegada y reposada— de la izquierda?
Una respuesta seria por parte de la izquierda habría de dar cuenta de que, según la Ley 39/1981, «la bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado», junto a la bandera de cada una de las Comunidades Autónomas. No veo a nadie que se fije, en lo que a la cuestión murciana atañe, en la luna y no en el dedo: no veo a nadie que apunte con tal de saber qué dice todo esto de nosotros, más allá de reírse de las ocurrencias que puedan tener los señoritos de Vox, tan sumamente necesarias para que no se aburran (como se aburrirían si intentaran llevar a cabo medidas políticas serias, sosas, parlamentarias). Hay gente que, al imaginarse institutos españoles con banderas españolas en la entrada, como si no fuera esta ya la situación que se presupone legalmente, directamente ha clasificado la susodicha imagen en el cajón de ideaciones franquistas y de desvaríos propios del nacionalcatolicismo.
Uno de nuestros problemas como país, al cual ya hacía referencia un poco antes, es que cuando la derecha jura por Dios y por España cae en una tautología no evidente a primera vista: se han apropiado tan bien de la nación, que nunca ha podido florecer en territorios que no fueran los suyos, que lo católico y lo español son prácticamente uno y lo mismo. Somos incapaces —y esto quizá no es tan normal— de imaginar que los institutos españoles ofrezcan una educación nacional, porque lo nacional nos sabe a rancio y asqueroso; no podemos concebir, aunque lo haga, que ondeen sin desgana una banderita, porque nuestra educación siempre ha funcionado por delegaciones y subcontratas: hemos reducido ser español a un sentimiento con fervor cuasi religioso en lugar de arrancar lo español de las manos de quienes lo ensucian y convertir a los españoles en ciudadanos de un cierto Estado con ciertas instituciones comunes.
Quizá, si Francia pudo permitirse hasta 2013 no ondear obligatoriamente una o varias banderas en las puertas de sus institutos, es porque on le hizo falta ese juego de sobrecompensación que desde España ejercitamos. La exhibición bien reglada y fundamentada en el ordenamiento jurídico de la bandera española en los centros educativos españoles habría en parte de comprenderse como la visibilización de una ausencia: necesitamos colocar ahí la bandera, por ley, porque la construcción nacional exitosa que permitiría que se identificara el colegio con su nación, tuviera bandera o no, ha fracasado. La comparación con Francia nos ofrece esta curiosa perspectiva gracias a la cual podemos leer cada bandera española como un gran fracaso histórico y colectivo... y la neurosis propiamente francesa de la última década como la germinación de un fracaso suyo ligado a otras causas y determinaciones.
Lo español, en definitiva, es de derechas —y de orden, y católico, y fracasado, y ausente—, y que unos colegios de unos municipios insistan en llevar una bandera española se interpreta de inmediato como que ese municipio es de derechas: ¡es territorio nacional! Pero la lección que este asunto de las escuelas puede transmitirnos es más bien triste. Podremos ganar elecciones, en un presente y en un futuro... pero, si la izquierda sigue resignándose a que España nunca sea suya, ganar las elecciones será como ser victorioso en un país que ni le ha pertenecido ni le pertenecerá nunca. Lo importante de la propuesta de Vox no es analizar cuidadosamente la última ocurrencia de los bufones de la corte, más aún cuando la utilización del himno y de las banderas ya está regulada, por más que a Almeida la idea de reproducir cancioncitas por las mañanas también le seduzca: es ponernos a pensar, nosotros, en cuál es nuestra relación —y casi en cuáles son nuestros traumas— con el país que acaso pretendemos transformar. Y no se puede pretender transformar un país al cual, en todas sus manifestaciones, se le tiene algo de asquito. Resuena un diálogo entre Antígona y Creonte: ¿no se dice que la ciudad es del que manda? Pues muy bien reinarás tú sola, izquierda, en tierra despoblada.
Comentarios
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