Fui al cine a ver Benedetta, una película en la cual una monja se cree mártir y santa, tiene visiones de Jesucristo cortando cabezas, delirios de grandeza y relaciones sexuales con otra monja (empleando un dildo de madera fabricado a partir de una estatuilla de la Virgen María). Sobre eso podría escribir otra columna, y del cine salí con muchas ganas de ser yo también mártir y santa lesbiana en una iglesia medieval, pero no viene al caso: fijémonos en lo sucedido inmediatamente antes. Yo vivo en Francia, muy concretamente en París, para el que no lo sepa; acudí, pues, a un pequeño cine parisino. Llegué al mostrador y, como prerrequisito para comprar la entrada, me pidieron que enseñara un código QR que permitía saber si estaba vacunada, me había hecho una PCR, un test de antígenos o nanai. La pantallita se iluminó en verde, supongo que con mi nombre en mayúsculas; las puertas del cine se abrieron para mí.
Es normal que esto —el pass sanitaire, digamos certificado sanitario, necesario ya para ir al cine y dentro de poco para ir a bares, cafés, restaurantes, centros comerciales y otras actividades— nos haga plantearnos algunas dudas sobre el Estado de la vigilancia, el control social y la tecnología en nuestras sociedades democráticas, así como la gestión que puedan hacer las instituciones de nuestra información; nada que objetar a quien se plantea estas preguntas e intenta imaginar mecanismos menos intrusivos para permitir la seguridad y privacidad de todo el mundo, desconfiando en la medida de lo posible.
Lo que no es tan normal son los manifestantes que se colocan en el pecho estrellas amarillas para pretender que los no vacunados son los nuevos judíos, perseguidos, repudiados. Y menos normales son aún, porque ya rozan el terreno de lo vergonzoso, los políticos de la izquierda francesa que han dado pábulo a estas manifestaciones, por representar supuestamente "la cólera del pueblo francés frente al gobierno autoritario de Macron"; hay líneas rojas que no deben cruzarse y que se han cruzado en las Galias. Muchos medios de comunicación difunden teorías de la conspiración o propaganda antivacunas; se insta a los vacunados a deshacerse de sus lazos con la dictadura de Macronistán y a quemar sus certificados de vacunación, se apela a manifestarse —la próxima será el 31 de julio— para bloquear el país... y según sondeos de medios generalistas, un 35% de los franceses apoya las protestas.
Ricemos más el rizo: un influencer francés, el youtuber Léo Grasset, advirtió a finales de mayo de que había recibido una oferta comercial muy bien pagada, por parte de un cliente que prefería permanecer en el anonimato, para realizar un vídeo advirtiendo de una estadística falsa según la cual "Pfizer provocaría tres veces más muertes que AstraZeneca", insistiendo luego en cómo "los medios mainstream ignoran este tema" y preguntándose por qué "los gobiernos compran una vacuna tan peligrosa como la Pfizer". La campaña, una vez desvelada por él y otro influencer alemán, no funcionó... pero es que, semanas atrás, las noticias torticeras sobre la vacuna AstraZeneca y su posibilidad de causar trombos ya corrían como la pólvora. La vacuna más barata de las distribuidas en Europa se convirtió en la más difamada: vayan ustedes a saber por qué.
En España tenemos un 4% de la población que compra a día de hoy los discursos negacionistas o antivacunas, más o menos. Insisto: "tenemos" y "a día de hoy": esos números pueden aumentar. Estamos entre los países que más vacunan en relación con su población, pero esto no quiere decir que nuestra gestión de la covid-19 sea perfecta, y probablemente era imposible que la de ningún país lo fuera. El problema es que la situación actual está permitiendo arbitrariedades y momentos absurdos que mucho no ayudan a la credibilidad de diferentes instituciones. Cataluña prorroga su toque de queda y, mientras tanto, Urkullu propone que el del País Vasco sea un toque de queda "voluntario", de una a seis, presente sólo en nuestras cabezas y en nuestros corazones.
Hay quien pide medidas más estrictas —hasta en territorios como Asturias, que rozan el 70% de vacunados—, esgrimiendo la cantidad de contagios debido a la variante Delta, y diciendo que la variante es capaz de sobrepasar la vacuna —como si la vacuna fuera un escudo frente al contagio y no una manera de preparar al cuerpo, de "inmunizarlo" relativamente—: lo que se cultiva casi sin quererlo es el sentimiento, si las medidas son demasiado desproporcionadas y carecen de sentido y explicación, de que ni lo vivido anteriormente ni la vacunación han sido útiles o servido para nada. Y es este sentimiento lo que es profundamente peligroso.
En Italia, de forma muy sensata, se ha anunciado que las restricciones ya no dependerán del número de contagios, sino de la ocupación de las UCIs y del estrés hospitalario; en Francia, medidas como el certificado sanitario permiten recuperar una normalidad relativa... siempre que se esté seguro, vacunado, o se exhiba una prueba negativa.
Aprendamos un poco más de la gestión de esos vecinos europeos si queremos preservar la excepcionalidad española: menos victimizar a los jóvenes, reconsiderar si realmente hace falta mascarilla en exteriores cuando se va por el campo sin nadie a cinco metros a la redonda, menos toques de queda arbitrarios y sin sentido, más incentivos para la vacunación, más voces que reclamen la derogación de las patentes —porque las cosas irán mal si se desarrollan más y más mutaciones en aquellos países que no tienen aún acceso a las vacunas, ni lo van a tener hasta dentro de mucho... pero también por dignidad—... y mayor habilidad para transmitir a la población que, si todo va bien, las cosas empezarán pronto a ir mejor.
Lo único que conseguiríamos, de hacer lo contrario, sería sembrar resentimiento para cosechar luego la rabia. Y entonces ya tendríamos que enfrentarnos, quizá, a nuestras propias astracanadas negacionistas.
Comentarios
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