En una reciente rueda de prensa cuyo cometido era imposible -reconducir el relato de la debacle afgana, contrarrestar las feroces críticas que ha suscitado la caída de Kabul-, Joe Biden anunció el fin de un ciclo para la política exterior norteamericana. A partir de ahora, anunció, se acabaron las misiones grandilocuentes y abstractas: la política exterior de los EE. UU. perseguirá solo metas claras, concretas y alcanzables. Esas metas, además, se definirán exclusivamente por el "interés y las necesidades de los EE. UU". Las grandes ambiciones, las fórmulas vagas sobre "reconstruir países" o "exportar democracias" por el planeta, serán aparcadas para centrarse en la defensa del bienestar y la seguridad del pueblo norteamericano.
El propósito de Biden era, como digo, imposible. Ningún atajo discursivo puede paliar el desastre que ha supuesto el cierre de la guerra más larga en la historia de los EE. UU. para la Casa Blanca. Su principal línea de defensa -según la cual Biden no ha hecho otra cosa que cumplir lo prometido, sin que hubiera muchas otras alternativas sobre la mesa- palidece ante las dimensiones de la debacle afgana. En ese contexto, la única opción posible para el presidente era insistir en el mensaje de fondo. Estas son las consecuencias de esa política exterior para la clase media que Biden había prometido y anunciado en su campaña: el repliegue geopolítico, ya iniciado por Trump, de un país cuya prioridad debe ser ocuparse de sus propios problemas, sanar sus propias heridas, y cerrar por tanto esta fase de guerras perpetuas, las forever wars como las llaman allí, que ha llevado a Washington a desatender las necesidades del país mientras ejercía como justiciero del planeta.
No faltará quien denuncie en este razonamiento una disyuntiva hipócrita. ¿Qué hacía, qué hace la maquinaria de guerra norteamericana en el mundo (cuya financiación Biden ha mantenido e incluso incrementado) sino defender y garantizar los intereses de los EE. UU. sobre cualquier otra cosa? ¿Acaso la permanente espiral de guerras de los últimos 20 años perseguía algo distinto de las prioridades de Washington, pasando despiadadamente por encima, cada vez que ha sido necesario, de un orden internacional que los EE. UU. defienden solo cuando les conviene? Si hoy la Casa Blanca repliega las velas de su máquina imperial, cabría pensar, no es porque hayan cambiado sus prioridades: lo que refleja esta retirada no es otra cosa que una derrota, la impotencia de un superpoder que se ve incapaz de seguir imponiendo sus intereses por la fuerza. De hecho, el paisaje que deja esa derrota no hace más que desnudar toda la retórica (de nuevo: el nation-building, la exportación de democracias, los derechos humanos) con que EE. UU. ha cubierto durante décadas la obscenidad de su potencia imperial.
Esta denuncia de la hipocresía de la política exterior de los EE. UU., para la que tenemos un resorte instintivo, tal vez simplifique tanto como aclara. Perry Anderson explicó hace años, en una investigación magnífica, que la tensión entre el interés nacional de los EE. UU. (al que alude hoy el presidente) y su poder geopolítico (que representa la capacidad de imponerse fuera de sus fronteras) es algo más que una oposición entre el ‘dentro’ y el ‘fuera’ del país: los dos polos son más bien vasos comunicantes, que se retroalimentan o se contrarrestan formando distintos equilibrios históricos. La formidable acumulación de fuerza que vivieron los EE. UU. tras ganar la Segunda Guerra Mundial, primero, y la Guerra Fría, después, decantaron ese equilibrio decisivamente hacia el polo del poder. Eso es para Anderson el imperio norteamericano: el sueño de un orden de dominación universal donde el interés general del sistema es asegurado por los EE. UU., y el interés de los EE. UU. consiste en la reproducción del sistema. En eso consiste su hegemonía global.
Si la idea de un imperio norteamericano tiene sentido, es bajo esa hibridación de lo particular y lo universal, de un orden en el que los Estados Unidos son a la vez la parte y el todo, a la vez centro y guardián del sistema. Ese era el esqueleto ideológico de la globalización entendida como un espacio político unificado bajo el mando militar norteamericano, y como un sistema de producción sin fronteras (las fronteras, más bien, servían como mecanismo de gestión y filtrado: cuanto más liso e integrado el espacio para la circulación del capital, más muros y estrías para fijar los movimientos de las personas). Esa era también la condición del régimen de guerra global que la acompañaba, una guerra preventiva, sin lugar ni tiempo concreto, sin inicio y sin final, sin declaraciones ni reglas; una guerra policial, cuyo objetivo no es la victoria o la derrota del enemigo, sino el mantenimiento del orden político y económico del conjunto.
Una metáfora clásica de la filosofía describe a la divinidad como una esfera cuya circunferencia está en todas partes y el centro en ninguna. La imagen sirve para pensar el dilema al que se enfrenta esta concepción del imperio: su capacidad de estar en todas partes, de asegurar la pervivencia del todo, implica difuminar su centro, descuidar todo anclaje particular. De hecho, el optimismo de la pax americana, la euforia de aquel nuevo orden mundial que Bush padre anunció solemnemente a inicios de los 90, aún revestido entonces con la retórica del mundo libre, el multilateralismo y la democracia liberal, apenas duró una década. Después del 11 de septiembre, ya no volvería jamás.
El primer ataque en suelo norteamericano desde Pearl Harbor, y la extraordinaria dificultad para darle respuesta, hicieron que por primera vez los EE. UU. se descubrieran vulnerables por exceso de poder, confrontados brutalmente en su seno con las consecuencias de su nuevo mando imperial. La guerra perpetua contra el terror, y gran parte de los 900.000 muertos y los 37 millones de desplazados en Afganistán, Iraq, Yemen, Libia, Siria, Somalia, Yemen, Pakistán y Filipinas, sin contar los que están por venir, surgen de ese desequilibrio entre centro e imperio, de ese hiato entre el interés nacional de los EE. UU. y su capacidad de mando global. Los 8 billones de dólares que han costado esas guerras no han podido cubrir esa abertura. Al contrario: hoy parece más honda que nunca.
La paradoja no se limita solo al coste de la guerra permanente, que es como suelen arruinarse los imperios. En estos últimos 30 años, la tarea principal de los EE. UU. ha consistido en diseñar, imponer y asegurar la estructura económica de la globalización -del Consenso de Washington a los tratados comerciales se dibujó lo más parecido a una constitución económica que haya tenido el mundo. Esa misma estructura es la que ha permitido a China crecer hasta rivalizar con la potencia central. Por eso creo que yerran quienes creen que la globalización tiene en sí misma algo de trasatlántico u occidental: China es su producto más refinado, y el PCCh, probablemente su gestor más eficiente hasta la fecha. No es extraño que China defienda el orden multilateral, el libre comercio o las instituciones del liberalismo global norteamericano: su alternativa a día de hoy es interna al sistema.
Aquí también, los efectos secundarios de un orden internacional impulsado y sostenido por los EE. UU. golpearon con fuerza en su casa. De nuevo, la primacía global volvió bajo forma de costes: una montaña de deuda y déficits comerciales, la desindustrialización y la deslocalización de empleos, la pérdida de dinamismo económico, la exacerbación de la desigualdad y las fracturas sociales. El diagnóstico de Trump -America First!- tenía muy claro cuál era el origen de todo aquello: el principal problema de los EE. UU. era la globalización norteamericana. Su discurso prometía una retirada abrupta, proteger al país encerrándolo detrás de un muro, servir sus intereses de parte por encima de todas las cosas. Su legado se resume en dos imágenes: los helicópteros militares sobrevolando un Washington sublevado, y sus huestes asaltando el Capitolio. El poder estadounidense salió debilitado; sus intereses nacionales también.
En lo esencial, el discurso de Biden parte del mismo diagnóstico: EE. UU. no puede seguir desempeñando su función imperial, al menos no como lo ha hecho hasta ahora. Su ‘política exterior para la clase media’ impone, si no una abdicación del poder, al menos un repliegue táctico en torno a los intereses nacionales, entendidos esta vez como una enorme reconstrucción de la estructura social del país. Eso no quiere decir necesariamente que los EE. UU. vayan a reducir su beligerancia; de hecho, se teme que la retirada de Afganistán pueda implicar un endurecimiento de la confrontación con China. Pero sí quiere decir que el péndulo gira decisivamente hacia el centro: hacia la restauración del contrato social norteamericano, hacia las causas de la crisis de su institucionalidad democrática, hacia todo aquello de lo que Trump fue síntoma. Cuando Biden anunció solemnemente que los EE. UU. habían vuelto a ser lo que eran (America is back!), su mensaje refería más a las formas que al fondo de la política internacional. Solo los dirigentes europeos le tomaron al pie de la letra.
¿Qué hará Europa en este nuevo escenario de competición y conflicto? La visión geopolítica de la UE se forjó en torno a una apuesta concreta -la relación transatlántica- entendida desde una perspectiva casi freudiana. EE. UU. siempre será el Otro de Europa; bajo el escudo norteamericano, Europa siempre se pensó como depositaria de lo que EE. UU. no tiene, de lo que EE. UU. no es, y por tanto como posibilidad de su superación: un liberalismo con justicia social, una globalización con derechos humanos, un imperio sin muertos ni sangre. Todo esto es, por supuesto, una ensoñación ideológica y civilizatoria, que solo tenía sentido al abrigo de la OTAN y mientras Washington siguiera el juego a su socio menor. Por eso Trump nos traumatizó tanto, y por eso ahora, ante la imaginación de un vacío allá donde estuvo el poder norteamericano, Europa siente desorientación o temor.
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