Noviembre ha sido un mes en el que hemos vuelto a ver fuertes movilizaciones a lo largo del país en el sector industrial. La huelga general en A Mariña, Lugo, el conflicto de la valenciana Pilkington, la lucha del metal en la Bahía de Cádiz... movilizaciones todas que han contado con un importante apoyo popular. Y no es casual. Hablamos de sectores que dan trabajo, directo e indirecto, a un porcentaje muy elevado de habitantes de estas comarcas, sectores cuya desaparición supondría condenar el futuro de muchos de sus municipios. Con solo una simple revisión de estos casos y de aquellos que los precedieron es sencillo entender y explicar la importancia de la soberanía industrial y por qué es tan importante reflexionar sobre ello para construir el futuro del país.
En los años 80, la industria española representaba el 27% del valor total de la economía, generando el 23% del empleo del país. Unas cifras que llaman la atención cuando las comparamos con las actuales. Las zonas más industrializadas se ubicaban en lugares que coinciden, parcialmente, con las movilizaciones que hemos visto recientemente: los astilleros de Cádiz, Ferrol y Cartagena, la minería y el acero de Asturias pero también, con gran peso de la industria del metal, Bilbao y Sagunto. Estos sectores, a pesar de los positivos datos que arrojaban, sufrieron un paulatino proceso de desmantelamiento y vieron reducido su peso en la economía nacional hasta representar poco más que el 10% del total del empleo en 2016. Una caída de más de 10 puntos. La mal llamada reconversión desató en la década de los 90 una de las olas de movilizaciones más duras que ha vivido nuestro país, con episodios de alta conflictividad, como la quema del parlamento regional de Murcia, evento que habría pasado al olvido de no ser por el documental El año del descubrimiento de Luis López Carrasco.
Esta transición de modelo productivo estaba marcada, fundamentalmente, por dos factores estrechamente relacionados entre sí. El primero se refiere a la ortodoxia o ideología económica hegemónica del momento, que tendía a ver lo industrial como algo arcaico, sin futuro y de poco valor añadido, que debía ser expulsado del centro del sistema-mundo hacia la periferia. ¿El fin? Lograr una especialización mundial del trabajo que permitiese una mayor integración económica entre las regiones para reforzar la posición de dominio del centro sobre las periferias: el diseño de la producción debía establecerse a través de la inversión en I+D+i en los países ricos y la ejecución –la manufactura– deslocalizarla en las regiones subalternas. El segundo factor, de índole económico, obedecía a la estructura de oportunidad asiática. Durante las décadas de 1960-1990 la región del sudeste asiático experimentó una rápida industrialización –liderada por los llamados "tigres asiáticos"– que, a través de un proceso de planificación estatal sin parangón, permitió que la región se convirtiese en el destino internacional favorito de la deslocalización por su mano de obra barata y su posición privilegiada en el tránsito marítimo.
A España, en este contexto y como periferia del centro, se nos relegó a una posición subalterna dentro del sistema productivo europeo –las etapas finales de ensamblaje– y se optó por iniciar una reconversión cortoplacista hacia el turismo: fabricar algunos retrovisores o hélices pero sobre todo vender sol, terrazas y verano. Conviene recordar que esto no fue fruto de ningún proceso "natural" e inevitable, sino un diseño pilotado políticamente que supondría a nuestro país la renuncia a su sector industrial a cambio de ser aceptados en el esquema globalista de la economía.
En muy poco tiempo nuestra economía pasó a depender casi completamente del exterior. Hoy prácticamente nada de lo que necesitamos en nuestra vida cotidiana se produce aquí, sino que debe importarse desde miles de kilómetros. La balanza comercial de nuestra economía, un indicador que mide la diferencia entre exportaciones e importaciones, arrojó un déficit de más de 16000 millones de euros en 2020. Aunque este dato mejoró mínimamente con respecto al año anterior, muy posiblemente por una reducción del consumo ligada a la crisis sanitaria, su saldo negativo es una constante que nos señala la dependencia del exterior que sufre nuestra economía de manera estructural.
Esta integración económica y su correspondiente especialización mundial del trabajo han generado una cadena global de suministros que, además de contribuir drásticamente a la crisis climática (al depender casi en exclusiva del combustible fósil), han dado lugar a unas cadenas de distribución tan saturadas que en cuanto existe el mínimo desajuste en algún punto de la misma se produce una cascada de consecuencias impredecibles. Para encontrar un ejemplo de ello no hace falta irse muy atrás en el tiempo, basta recordar lo que ocurrió con las mascarillas durante los primeros meses de la pandemia. Su elaboración no es en absoluto compleja, ni los materiales necesarios para su fabricación son escasos, pero al haber concentrado y delegado su producción, la altísima y repentina demanda mundial generó una ruptura de stock que ha mostrado con crueldad los límites de la globalización: los más fuertes se quedaron con lo que había y el resto se las vieron y desearon para abastecerse.
Cuidar las industrias estratégicas de nuestro país, como así hicieron los países que desconfiaron de las supuestas bondades de la globalización y la especialización global de la producción, nos habría permitido planificar una producción nacional que solucionara de manera urgente los problemas de desabastecimiento provocados por una situación así, inesperada. Este sencillo ejemplo nos lleva a la cuestión de fondo de las movilizaciones que hemos vivido el mes pasado: ¿es posible mantener un sector industrial en condiciones de competición globalista?
La ideología económica globalista plantea dos posibles soluciones: competir, a la alta, en valor añadido a través de la I+D+i o, a la baja, con una mano de obra barata. Si tenemos en cuenta que siempre habrá un país que tenga la capacidad de producir más barato vulnerando derechos humanos, laborales, de seguridad, etc., la única solución debería llevarnos al mantra de la investigación. Por contra, lo que vemos en un análisis de sectores como el del metal es que España es un país de subcontratas, precariedad y temporalidad, el medio preferido de la patronal para competir en el mercado internacional. Pero ningún sector puede sobrevivir con solo un 4,61% de contratos indefinidos. Ninguna población puede crecer, avanzar social y económicamente si está atrapada en convenios injustos, cuando no indignos. Una fe casi religiosa en la I+D+i solo pospone la solución sine die. Y no dudamos de que la investigación, básica o aplicada, son necesarias pero no revertirán por sí mismas esta situación, necesitamos mucho más.
Las principales economías del mundo, como Estados Unidos o Francia, que compiten por arriba invirtiendo en investigación no tienen completamente abiertos todos sus sectores estratégicos al libre comercio mundial. No en vano, el plan estratégico vigente del Departamento de Comercio estadounidense establece la seguridad económica como una cuestión de seguridad nacional. Y no son economías precisamente autárquicas, nada más lejos, de lo que se trata es de encontrar un equilibrio entre la apertura comercial al exterior y la protección de los sectores más vulnerables a la globalización. Sí, hay que invertir intensivamente para potenciar el valor añadido de un sector a través de la investigación, es totalmente necesario. Pero además hemos de generar un ecosistema industrial al margen de la competencia del libre mercado para que los proyectos puedan desarrollarse, para que el país pueda beneficiarse de su propia fuerza de trabajo.
En los próximos años hemos de decidir, con la cabeza fría y la vista puesta en el futuro inmediato, cuál queremos que sea la columna vertebral de nuestra economía. Tenemos la obligación de dotar a todos nuestros territorios de un tejido industrial que funcione como elemento fundamental de redistribución de la riqueza, basado en el potencial productivo y en la fuerza de trabajo de que dispone nuestro país. Que nos convirtieran en un resort vacacional, en un país entregado en cuerpo y alma al turismo y al sector servicios fue una decisión política, que lo dejemos de ser, también.
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