Dominio público

El cuerpo del líder

Pablo Batalla Cueto

El cuerpo del líder
Vladimir Putin de vacaciones en Siberia, Rusia.- ALEXEY NIKOLSKY/AFP

El pasado 4 de enero, los dos capitostes de la política brasileña en este momento —llamados a una contienda histórica el próximo octubre—, Jair Bolsonaro y Luiz Inácio Lula da Silva, publicaron, consecutivamente, sendas fotografías de sí mismos en sus redes sociales. El actual presidente salía en la suya en cama y desmejorado, convaleciendo en el hospital de una grave obstrucción intestinal. Lula, que la tuiteó inmediatamente después, se mostraba en cambio lozano y sonriente, ejercitándose en el gimnasio. La mecánica acción-reacción era evidente. En el tiempo en que un fantasma recorre el mundo, y ese fantasma es el fantasma del populismo —sea utilizada esta etiqueta sin el menor afán peyorativo, al modo de Jorge Tamames en su espléndido La brecha y los cauces—, la salud del líder, su mera robustez fisiológica, devienen un argumento electoral más.

Hubo un momento, en las últimas décadas, en que todos nos volvimos peronistas (o varguistas, si no queremos ofender a los brasileños con un epíteto albiceleste). Y tiene que ver con cómo nuestras sociedades, el presente general del mundo, se parecen bastante a aquéllas de las que Perón o Vargas emergieron como caudillos hace un siglo: criollas, diversas, con poblaciones que crecían de manera vertiginosa, alimentadas por una inmigración muy variopinta. Dálmatas, genoveses, gallegos, rusos, galeses, afluían en tromba a la llamada del Nuevo Mundo y eso hacía imposible el tejimiento paciente de una politeia (suma de legislación y costumbre) que armonizara aquellos retales; aquellos intereses e identidades dispares, entre los que se contaba también un potente movimiento obrero, adscrito a todas las confesiones de la revolución proletaria. La solución fue la dunasteia (prestigio) del líder populista: un carisma capaz de ligar lo inligable, de coaligar lo líquido, haciendo a todos sentirse representados por una parte de su discurso; discurso contradictorio, equívoco, pero al que el embrujo del líder hacía no parecer un engendro, sino un sueño.

En los sueños, contrarios se armonizan y la lógica sólida, mecánica, de la conciencia se disuelve. Tiene todo el sentido del mundo aquello a lo que despiertos no se lo encontraríamos. Todas las ideologías tienen algo de ello: la ideología —escribía Stuart Hall— funciona «según su propia lógica, capaz de sostener proposiciones que aparentemente se excluyen en una estructura discursiva más cercana a la lógica de los sueños que a las del racionalismo analítico». Hall pensaba en Margaret Thatcher y su capacidad para una armonización de contrarios —mercado libre, Estado fuerte— a la que, sin embargo, nunca se le llegaron a desgarrar las costuras; así como al mecanicismo de cierta izquierda arrellanada en la comodidad de un economicismo pedestre y la convicción de que «la ideología es unitaria, sin contradicciones y coherente»; de que su coherencia «la garantizan los intereses de clase unificados que supuestamente refleja». Las ideologías no son construcciones ingenieriles, sino algo más emparentado con las obras de arte: se construyen menos con frías ecuaciones de arquitecto (o de demóscopo) que con arrebatos de artista (aunque la inspiración, como a Picasso, debe pillar al ideólogo trabajando). Y de ninguna es esto tan cierto como del populismo, sueño de sueños, armonización de contrarios de armonizaciones de contrarios. A unos les seducirá una parte (el orden, la autoridad), a otros otra (el programa social), pero esa lógica onírica conseguirá hacerlo de tal modo que esas dos almas no sean almas enfrentadas.

El líder populista y su perorata se convierten en una especie de esperanto capaz de sobreponerse a la disparidad creciente e inasequible de idiomas políticos y sociales. Y su mismo cuerpo se convierte en la nueva ágora en la que se in-corporan, se dirimen y se resuelven todos los desencuentros, convertidos en una gran cadena de equivalencias. Sus huesos, sus arterias, sus manos, su corazón, devienen los escaños, las bancadas, las urnas, el consejo de ministros, de un momento neomonárquico. Pero, para ello, tiene que estar sano, tiene que ser fuerte. Vladímir Putin nos ofrece la versión más descarnada de esta lógica irradiando una propaganda de sí mismo montando osos, jugando al hockey, disparando un fusil: el zar, como el rey de Logres del mito artúrico, si está enfermo hará enfermar los campos de su reino, que reverdecerán cuando él sane. En España, esta escuela tiene un alumno en Santiago Abascal, un Putin cañí que gusta de exhibirse montando en moto, corriendo por los montes vascos con camiseta del Ejército de Tierra en el que nunca disparó un tiro o bebiendo agua de un río. La España viva que Vox dice liderar procura mostrar que su cabeza es ella misma un cuerpo vivo, atlético, jüngeriano. En el otro confín del espectro político, y aunque de manera más comedida, el cuerpo del líder fue también un asunto no menor del despliegue del primer Podemos, cuya eclosión nos hizo debatir sobre las camisas de Alcampo o la celebérrima coleta de Pablo Iglesias tanto como sobre renta básica o la plurinacionalidad del Estado. Deseoso seguramente de cortarse la coleta desde mucho antes, Iglesias no pudo hacerlo hasta abandonar la política: se había vuelto demasiado simbólico ese corte, que hubiera convocado la imagen de Sansón perdiendo la fuerza al cortarle Dalila la melena.

Cuando una insurrección estalla contra este tipo de líder, esta se ensaña de manera especial contra ese cuerpo divinizado, como en el linchamiento de Mussolini en Giulino di Mezzegra o, décadas más tarde, el de Muamar el Gadafi en Sirte. Y cuando el líder muere de manera natural, el sueño solidifica su flujo y se fragmenta; se hace añicos de los cuales cada cual se apropia de y reverencia uno, como hijos que dividen una herencia o que levantan tabiques dentro de una casa que, en todo caso, sigue siendo una casa: aparecen los peronistas o los gaullistas de izquierda y de derecha, intérpretes enfrentados del legado del Padre.

Deliberar sobre la moralidad o la inmoralidad de estos nuevos usos políticos es perder el tiempo. Con estos bueyes hay que arar, con estos mimbres hay que hacer hoy el cesto de la agitprop, y Lula —cuya victoria es prácticamente un deber de la civilización entera, muy comprometida si un repugnante fascista sigue gobernando el quinto país más grande del planeta y su amazónico pulmón— hace bien en descender a ese barro. Para el viaje de refugiarse en melindres aristocráticos no hacen falta hoy alforjas.

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