En su excelente Los nuevos odres del nacionalismo español, el asturiano Pablo Batalla dedica un capítulo a la relación entre el deporte y la religión y, más concretamente, entre el fútbol y el nacionalismo. Recuerda, por ejemplo, el caso de Mussolini, que italianizó el nombre (calcio), ordenó construir más de mil estadios y utilizó el soborno y la amenaza para que la Azzurra obtuviese la copa del Mundo de 1934. En el caso español, basta pensar en el uso propagandístico que hizo el régimen franquista del gol de Zarra contra Inglaterra en 1950 o del de Marcelino contra la URRS, derrotada ante España en la final de la Eurocopa de 1966. El gol de Iniesta en 2010, ya en democracia, es engañoso y al mismo tiempo muy verdadero: como dice Batalla, como explico yo en mi libro España, es el primer momento realmente "nacional" desde la guerra de Independencia, pero lo es en un mundo en el que el fútbol ha sido largamente desnacionalizado. En los años de la globalización, cuando las Ligas se abrieron en canal ante el mercado, la filiación nacional, reducida ahora a las canchas deportivas, obstaculizó quizás otros procesos identitarios mucho más siniestros y reveló además el poder "religioso" de este deporte: el capitalismo, digamos, solo puede parasitar con tanto éxito una emoción auténtica, antropológicamente decisiva, ligada a esa inteligencia danzarina de los pies en un espacio grande y limitado.
En un famoso libro de 1957, el historiador Kantorowicz recordaba que el rey medieval estaba dotado de dos cuerpos, uno mortal, sujeto a los rigores del tiempo, y otro inmortal, como miembro que era de una dinastía instalada, de algún modo, en la eternidad: "el rey ha muerto, viva el rey". El cuerpo mortal debía exhibirse en público; el filósofo Pascal recuerda, por ejemplo, la costumbre de los monarcas franceses de comer a la vista del pueblo, porque de ese modo, paradójicamente, la imaginación se representaba mejor, al mismo tiempo, la cercanía humana y la majestad divina de una figura, como la de Cristo, investida de una doble naturaleza: el rey moría, la monarquía no. Extrapolando abusivamente la compleja reflexión de Kantorowicz, podemos decir que esta duplicidad corporal ha funcionado también, desde el siglo XIX, con los héroes nacionales y, desde luego, con los campeones deportivos, ensalzados a menudo mediante títulos mitológicos o nobiliarios; pensemos, por ejemplo, en "o rei Pelé". Pelé tenía un cuerpo mortal, expuesto a lesiones y desfallecimientos, y un cuerpo místico en el que comulgaban todos los brasileiros: un cuerpo del que Pelé no era dueño porque le había sido confiscado por la imaginación colectiva; y cuyas imágenes, repetidas ad libitum, siguen conformando hoy ese otro cuerpo inmortal paralelo cuya dinastía -Maradona, Cruyff, Messi- sobrevivirá a todos los avatares mundanos.
Ahora bien, el proceso de globalización que, a partir de los años 80 del siglo pasado, desnacionaliza el consumo y transforma las costumbres en franquicias, desnacionaliza igualmente el fútbol: desnacionaliza, es decir, el cuerpo del jugador. No estoy afirmando -lo que podría tener una vertiente buena- que libere el cuerpo del jugador de su identidad local, racial o de género para atender solo a la belleza de su juego. Tampoco que el juego mismo se democratice o se deselitice. Todo lo contrario. "Desnacionalizar" quiere decir básicamente financiarizar. Esto se traduce, como sabemos, en una explosión del precio de los fichajes, con el consiguiente triaje jerárquico de los clubs; en la compra de equipos por parte de la oligarquía internacional (rusa, qatarí o saudí); en la multiplicación de los partidos y en la saturación inhumana del calendario; en la concesión de eventos deportivos a satrapías feudales, como es el caso del Mundial de Qatar, en cuya preparación han muerto hasta 6500 trabajadores inmigrantes; o en la deslocalización de los torneos nacionales, como ocurre con la Supercopa de España, celebrada en territorio de Arabia Saudí. La desnacionalización del fútbol es inseparable de ese neoliberalismo planetario que ha privatizado nuestra sanidad, entregado nuestras viviendas a fondos buitre y proletarizado nuestros placeres; un neoliberalismo contra el que hoy se solivianta, de modo inquietante, una nueva contracción identitaria: una renacionalización tribal, si se quiere, de nuestros malestares.
La cuestión, en todo caso, es la de saber qué ha hecho esta desnacionalización con los cuerpos de los futbolistas. Sabemos lo que ha hecho con los cuerpos de los y las inmigrantes, con los cuerpos de los trabajadores, con los cuerpos de los enfermos, con los cuerpos de los ancianos. Si podemos hablar de una "élite de esclavos" -como la hubo entre los gladiadores romanos-, sin duda es para referirnos a la que conforman los futbolistas mejor pagados. El cuerpo del jugador, en efecto, ha sido financiarizado por dos vías. La primera es la imagen. Quiero decir que Pelé vendía sus prestaciones corporales, su talento con los pies, sus goles imposibles. No digo que esto no conserve todavía una importancia fundadora y residual, como pasa con el valor de uso en el recinto de las mercancías, pero no es ya el cuerpo lo que da dinero. Lo que vende el jugador -lo que adquiere el club- son sus "derechos de imagen", núcleo atómico de una explosión de beneficios basada en un desdoblamiento nuevo: digamos que en un mundo el jugador corre, suda, celebra un gol y en otro paralelo su sombra -su reflejo en el espejo- gana dinero sin parar y sin moverse.
La imagen, separada del cuerpo, es una fuente fabulosa, sí, de financiarización. Pero hay otra. Porque el mismo orden neoliberal que separa a Messi o a Cristiano de su propio cuerpo convierte a Gerard Piqué en empresario de éxito. La vida profesional de los futbolistas es corta, lo que ha sido siempre para ellos un lógico motivo de angustia. En otros tiempos, antes de la globalización, los jugadores antiguos ahorraban durante años para abrir un negocio de ropa deportiva o ampliar el taller de recauchutados del padre; o acababan entrenando al equipo de su pueblo (en un mundo en el que los entrenadores, al contrario que hoy, no tenían imagen y no suscitaban, por tanto, ninguna identificación heroica); y se casaban, claro, con la novia de toda la vida y no con una afamada periodista, una modelo admirada o una estrella de la canción. Esta proficua separación entre el cuerpo y la imagen, con su milagroso y obsceno surtidor de beneficios, obliga hoy a los astros del balón a ser inversores y empresarios y, casi por resignada extensión, comisionistas, defraudadores fiscales y visitantes de las islas Caimán. Separados de sus cuerpos, que siguen correteando por ahí, las élites esclavas del fútbol mundial, como los reyes eméritos, acaban integradas en las entrañas financieras de la economía global.
Digo esto para expresar mi inquietud. Lo que más me ha impresionado del caso Rubiales/Piqué -que confieso haber seguido solo de lejos- son las declaraciones del defensa del Barça, por el que sentía hasta ayer algún aprecio. Con un desparpajo bravucón, Piqué ha reivindicado la "legalidad" de la operación con la RFEF y con la teocracia saudí y se ha desprendido olímpicamente de sus dos cuerpos, el mortal y el inmortal, para asumir con desafiante naturalidad la superioridad del dinero: se podrá discutir -dice con chulería- si lo que he hecho es bonito o feo, moral o no, pero nada de eso tiene que ver conmigo. Me he emancipado, viene a decir, de todo vínculo terrestre: el fútbol, como la vivienda, como el agua, como la salud, son solo medios de acumulación de riqueza. Y la moral, como el miriñaque o la máquina de escribir, obstáculos superados en el camino de la gloriosa desvergüenza final.
No ha ocurrido nada inesperado o novedoso. Hace ya tiempo que el fútbol sucumbió a la locura taumatúrgica de una economía sin límites. La degradación de todo lo demás -la sanidad, la vivienda, la democracia- nos ha afectado mucho, pero nos ha importado poco. Quizás el fútbol, que tanto nos compromete, nos haga despertar. No pierdo la esperanza de que la defensa de los dos cuerpos, el mortal y el inmortal, de Pelé, Maradona y Messi nos lleve a tomar conciencia del cambio climático, los peligros de la guerra y el secuestro capitalista de nuestra fragilidad común. O quizás no: quizás la corrupción de ese espacio verde y maravilloso entre dos porterías, y la consecuente nostalgia de la humanidad balompédica, nos arrastre contracorriente a una renacionalización identitaria y tribal de los estadios, los cuarteles y los templos.
Nuestros cuerpos corretean por ahí, con un balón entre los pies, con un amor entre las manos, mientras Piqué, Rubiales, Ayuso, Almeida, el rey emérito -y una larga ristra de oligarcas locales y globales- vuelan en un mundo paralelo bombardeando desde el aire nuestros escudos, nuestros placeres y nuestros valores.
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