Dominio público

Un Estado fuerte

Santiago Alba Rico

Filósofo, ensayista y escritor

Un Estado fuerte
Antidisturbios arrestan a un manifestante.- Glòria Sánchez / Europa Press

Lo he dicho otras veces: el capitalismo ha acabado por invertir el esquema liberal clásico en virtud del cual se establecía como base del Derecho la opacidad de la esfera privada y la transparencia de la esfera pública. El Estado -es decir- no podía penetrar en nuestra alcoba ni regular nuestra vida sexual, afectiva o ideológica; y estaba obligado, al mismo tiempo, a abrir sus salas de máquinas a la vista de los ciudadanos: luz y taquígrafos, según el célebre adagio, lo que significaba que los tres poderes debían mantener su independencia recíproca y al mismo tiempo rendir cuentas a los votantes. Se dirá con razón que siempre se violó ese principio, pero lo que define a la democracia, en cualquier caso, es esta separación tajante de ámbitos y de luces.

Hoy ocurre exactamente lo contrario. La esfera privada se ha vuelto cada vez más transparente y la vida pública cada vez más opaca. No hace falta ningún Pegasus para apoderarse de la vida privada del consumidor medio: nosotros mismos estamos saliendo constantemente del armario y sacando de él nuestra ropa interior. La colgamos en el tendedero de las redes, donde nuestra autoestima y hasta nuestra supervivencia laboral dependen de que nos nos reservemos ningún secreto: de que todo el mundo conozca nuestros gustos, nuestras ambiciones, nuestras convicciones políticas, nuestras inclinaciones sexuales. Al exhibir nuestro ropero y entregárselo a las grandes corporaciones comerciales, olvidamos que la democracia consiste también, o sobre todo, en un conjunto de derechos negativos: el derecho a callar, a ocultarse, a escapar, a ser tímido, a estar vestido. "Volver al armario" es una de las consignas más revolucionarias que se me ocurren en estos momentos.

En cuanto a la esfera pública, sería un error pensar que su opacidad creciente está asociada al bulto de la burocracia del Estado. Es todo lo contrario. Mi admirada amiga María Eugenia Rodríguez Palop me hacía el otro día una reflexión muy interesante: me decía que si hay algo que puede ser llamado "republicano" son los procedimientos o, más exactamente, que la idea misma de procedimiento es republicana. Es el cuerpo del funcionariado, que da estabilidad a los Estados y funda y reproduce un tiempo más denso que el de los ciclos electorales, el que garantiza la distinción entre Estado y gobierno e impide recurrir a atajos fraudulentos en el largo itinerario de filtros y mediaciones inseparable de la división de poderes y la gestión democrática. Escribía en una ocasión José Luis Villacañas que hay que dividir el poder tantas veces como haga falta para que lo acepte un anarquista; tantas veces como sea necesario, añadiría yo, para que nada pueda ser decidido de una sola vez por una sola instancia soberana. Eso implica, claro, multiplicar los órganos de deliberación,  las comisiones de control, las posibilidades de recurso y revisión. E implica, desde luego, que no se pueda legislar al margen del Parlamento, que no se pueda dictar sentencia al margen de los tribunales y que no se pueda conceder un cargo o un contrato público en la mesa de un restaurante o en el palco de un estadio de fútbol. En ese sentido la oscuridad, donde anida la corrupción, es siempre un atajo. O al revés: los atajos, que sólo pueden ser corruptos, se toman necesariamente en la oscuridad. La claridad es siempre larga y trabajosa; las sombras, al contrario, directas y vertiginosas.

María Eugenia, jurista y eurodiputada, me recordaba la diferencia entre democracia de origen y democracia de ejercicio. En realidad, me explicaba, pocas instituciones son en origen democráticas, pero muchas, con independencia de su nacimiento, a menudo violento o clasista, adquieren legitimidad democrática en el ejercicio de su poder. Así ocurre, por ejemplo, con la institución judicial, cuyos miembros no son elegidos por los ciudadanos y cuyo origen histórico y de clase invita a pocas ilusiones, pero que funciona -más en los asuntos pequeños que en los grandes- porque la discrecionalidad de los jueces está limitada no solo por el código penal y por la posibilidad de recurrir a una instancia superior sino, sobre todo, por la exigencia de argumentación. Desde la izquierda insistimos a veces demasiado en el origen espurio de nuestra democracia, olvidándonos de que, cuarenta años después, tenemos más bien un problema de ejercicio. España es sin duda una democracia en ejercicio, pero si ese ejercicio es incompleto o defectuoso, si parece a menudo regresar a sus orígenes, no se debe a que sea una prolongación pecaminosa del franquismo sino a que comparte con el franquismo una debilidad mucho más antigua.


Se ha señalado con frecuencia y con razón que España es una nación débil y un Estado fuerte. Pero no. En realidad tampoco ha sido nunca un Estado fuerte, salvo en términos represivos. La construcción de una administración independiente, garantía de todo ejercicio democrático, ha sido siempre en nuestro país insuficiente o dudosa. Releyendo por enésima vez los Episodios nacionales de Galdós, me encuentro con que Tito, protagonista de la última serie, recibe un nombramiento a través de Sagasta: "para colmo de ventura", se regocija el minúsculo periodista, "me dijo Llano que  yo no tenía que ir a la oficina más que a cobrar el primero de cada mes". Son muchos los personajes de Galdós, entre el año 1823 y el 1890, que esperan y obtienen un puesto en una covachuela (hoy diríamos "chiringuito"), y ello bajo Calomarde, Mendizábal, O’Donnell, Narváez o  Cánovas. Es la España trágica de los cesantes que aguardan un cambio de gobierno para comer del "pesebre del presupuesto", fenómeno del que Villaamil, su exponente más puro, revela en la novela Miau, ya bien entrada la Restauración, todas las miserias psicológicas y políticas. Esa España se mantiene ahí, en un país que ha sido incapaz de consolidar una administración republicana y que sigue sustituyendo los procedimientos y la argumentación por el amiguismo y el sectarismo, los dos males del siglo XIX.

Tenemos, pues, una nación tan débil que no puede ser compartida y un Estado tan débil que no puede proteger a su administración. Un Estado débil es el que recurre, por ejemplo, a los GAL, a Villarejo y sus secuaces o a Pegasus; un Estado débil es el que entrega sin resistencia los recursos comunes a las grandes oligarquías financieras; un Estado débil es la colusión subterránea entre jueces, políticos y periodistas; un Estado débil son las puertas giratorias, las comisiones y los atajos en la oscuridad entre partidos y empresas; un Estado débil es también el sectarismo de algunos medios de comunicación o el de Macarena Olona, que se burla de las víctimas de tortura en la sede de la soberanía nacional.

Un Estado fuerte, al contrario, es Yolanda Díaz defendiendo la reforma laboral; es Bildu votando en el Parlamento el decreto-ley a favor de los damnificados de la crisis; un Estado fuerte es la libertad de expresión, los servicios públicos, los sindicatos, la sociedad civil, los movimientos sociales, los DDHH; un Estado fuerte es el que -más allá de la forma del régimen- protege una administración republicana independiente capaz de seguir los procedimientos al margen de amiguismos y sectarismos. No hay legitimidad democrática ni ejercicio democrático sin un Estado fuerte.


Vivimos por desgracia un momento de fascinación por el Estado débil; es decir, por la represión, el amiguismo y el sectarismo; es decir, por la corrupción democrática. Lo inquietante no es el "fascismo" sino el medio en el que crece: el de una renuncia colectiva -mental y material- a la democracia, sus divisiones y sus luces. Eso es lo que debería inquietarnos y que no nos inquiete demasiado dice mucho acerca de nuestras dificultades para oponer resistencia a las mafias, las cloacas del Estado, los fakes, los discursos racistas o antifeministas, síntomas todos ellos de esta coyuntura psicológica en la que la democracia, excepción histórica, aparece ante nuestros ojos solo como una mentira o como un obstáculo. No hay millones de fascistas en España y es inútil y hasta contraproducente alzar la voz en esa dirección igualmente sectaria. Pero sí hay millones de españoles -entre ellos muchos políticos, muchos jueces y muchos periodistas- que consideran que la democracia es un freno para sus intereses, que las luchas ya no pueden darse en el marco semitransparente de los procedimientos institucionales, que ahí no hay nada que ganar para su causa, sus familias o sus negocios. En España este marco "republicano" ha sido siempre muy frágil, lo que quiere decir que estamos poco preparados para protegernos de los defensores y beneficiarios -neoliberales y/o ultraderechistas- del Estado débil y sus atajos. Si asumimos la inversión del esquema liberal clásico y nos volvemos transparentes para el poder mientras el poder se vuelve más y más neblinoso, si no logramos que el ejercicio democrático nos salve del origen, entonces lo más natural es que acabe gobernando Vox. De hecho resulta ya casi tan natural que puede ocurrir incluso que finalmente no gobierne. Contra los autoritarismos, los neofascismos y los amiguismos, contra la oscuridad de los atajos y los orígenes que vuelven, necesitamos más que nunca un Estado fuerte.

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