Dominio público

No somos víctimas

Elizabeth Duval

No somos víctimas
Concentración por los Derechos Humanos de la Infancia y Juventud Trans, frente al Congreso de los Diputados, a 29 de enero 2022, en Madrid (España).- EUROPA PRESS

Es muy difícil decir cualquier cosa sobre el Día Internacional contra la LGTBIfobia que no entre automáticamente en el repertorio de clichés y frases comodín; es extraordinariamente complicado escribir a propósito del día de hoy un artículo que me interese mínimamente. Desde luego que hay agresiones e incluso un clima de mayor violencia en comparación con lo que teníamos hace no tanto tiempo; desde luego que los progresos no son del todo lineales, que se avanza unos pasitos y luego se retrocede; todas las agresiones me entristecen, suscitan automáticos mensajes de condena y compasión, no se piensa, no se hace nada, no surge de la violencia contra el colectivo nada interesante.

Entiendo lo que el día celebra, la eliminación de la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales de la OMS, y me parece una celebración necesaria, por más que hoy haya en España quien considere la experiencia trans en esos mismos términos de enajenación y delirio e incluso acabe siendo aplaudido por personas que tendrán que mirarse en el espejo de aquí a unos años; entiendo que toda minoría esté en parte definida o consiga hermanarse a raíz de las múltiples violencias que sufre y ha sufrido, comprendo esos mecanismos, pero no me interesan ni tengo yo cada día intenciones de dirigirme al mundo para reivindicar que no me griten o acosen; en casos peores, pero reales, que me quedan más lejos, que son los de otras experiencias del colectivo, reivindicar que no "nos" peguen, violen, maltraten.

En un debate reciente reflexionaba sobre el papel del resentimiento en la construcción de nuestras identidades. Yo aceptaba el matiz planteado —que hay un componente de resentimiento importante en gran parte de lo que hoy catalogamos como identidades—, pero negaba la mayor de que toda identidad tuviera que construirse con ese resentimiento o ese agravio, que sólo pudiéramos imaginarnos como resultado de la violencia que alguien nos ha impuesto, como si no fuéramos nada más.

Hace poco fui invitada al Ministerio de Igualdad para el acto en conmemoración del Día de la Visibilidad Lésbica, el 26 de abril. En aquel acto no hubo drama mayor con mi presencia; en cuanto a las setenta lesbianas en carne y hueso que llenábamos la sala, por ninguna me sentí violentada ni violenté yo, sino que en todo caso compartimos complicidades, amistades de largo recorrido, historias e incluso batallitas comunes. Es el mundo, insisto, de carne y hueso.

Si entras a Twitter y buscas mi usuario, en cambio, lo que encontrarás es una avalancha de odio. Se me acusa de ocupar espacios que me son ajenos, de fomentar narrativas horripilantes sobre un supuesto techo de algodón que nunca han salido de mi boca o se me llama, directamente, "depredador sexual"; se montan hashtags contra mí y hasta una antigua diputada centra su discurso en que "las lesbianas no tienen pene", montando un hashtag; como yo, para ella, soy un hombre empelucado con falda, el ataque de todas contra mí es legítimo.

A mí, al contrario que a la mayoría de anónimos empeñados en el ataque, sí me han gritado por la calle por estar con otra mujer; a mí se me han acercado hombres, estando yo con otra mujer, por considerarnos como un objeto excitante de su deseo; he mentido sobre mi relación con otra chica para hacer más fáciles cuestiones administrativas, o he mentido al viajar para que no nos importunaran. La última vez que un hombre por la calle hizo un comentario asqueroso por estar yo con otra chica fue hace tres días.

Pero si me interesa la identidad lesbiana, o cualquier identidad, no es porque me la hayan gritado, aunque también: denota un modo de vivir, relacionarse y estar en el mundo con el que me identifico; desde hace años, que vivo como tal, nunca pensé que acabarían violentándome por redes de igual manera por no considerarme legítima para serlo como me han violentado en la calle al percibir que lo era. Y no considero que esa violencia recibida deba definirnos, o que nuestras identidades tengan que ser la imagen en el espejo de su odio y de sus fobias.

Me gustaría que lo que me hermanara con el colectivo tuviera mucho más que ver con la sensación de pasar el día con amigas que con la experiencia compartida de que nos griten por la calle. Desde una posición de privilegio llega a alienarme que no me hayan gritado ciertas cosas, pero es asqueroso llamar privilegio a que de noche no te griten travelo, a que la violencia a la que una se expone tenga más que ver con ser mujer y lesbiana que con ser trans. Y es tremendo que a ello se añada el incomprensible delirio del odio twittero.

Entre los "días oficiales" que tiene la comunidad LGTBI están: el Día de la Conciencia para la Comunidad Intersexual, el de la Visibilidad Trans, el de la Memoria Trans. Entiendo la necesidad de todos ellos, pero me repatea que la manera en que las instituciones nos reconocen sea a través de conceptos como conciencia, visibilidad o memoria; si no es a través de nuestras derrotas, al menos sí con cierta pena o mirada misericordiosa. No quiero que nos definamos más a la contra o como si fuéramos seres necesitados de cierta protección especial cuya acción política se reduce a inscribir artículos nuevos en el Código Penal. No somos víctimas y yo hoy no puedo celebrar nada, ni quiero recuerdo, visibilidad o memoria: si aspiramos a un mundo depurado de esa violencia, tendremos que conseguir antes que lo que nos defina sea otra cosa.

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