El pasado miércoles 25 de mayo el presidente del Gobierno compareció, obligado por una mayoría de grupos, ante el Congreso de los Diputados para dar explicaciones sobre la crisis del espionaje político por medio del software Pegasus. Aquel día Sánchez no satisfizo a nadie con sus declaraciones. La respuesta del Gobierno durante todo este escándalo ha sido errática y todo el tiempo arrastrada y por detrás de los acontecimientos. ¿Por qué? Una hipótesis es que el Gobierno mismo ha ido por detrás porque no estaba muy seguro de las actuaciones de algunos aparatos del Estado, aunque debiese simular que sí lo estaba y poner la mano en el fuego por ellos. Esto no es en absoluto un problema nuevo, pero sí reviste características nuevas en una dinámica preocupante que debe ser analizada para ser corregida.
Estamos inmersos en una ola reaccionaria que no es el resultado de los éxitos de los impulsos democratizantes del pasado ciclo sino de sus insuficiencias y pérdidas de iniciativa. La reacción, históricamente, nunca sale a combatir a las fuerzas transformadoras en campo abierto, cuando estas están en auge, sino que persigue su retirada cuando estas muestran agotamiento, desorientación o fallan en sus objetivos iniciales. Fundamentalmente, cuando frenan su despliegue hegemónico. Ese es entonces el momento de los reaccionarios. "Las revoluciones hechas a medias cavan su propia tumba", decía Saint Just. La ola reaccionaria en España es así el movimiento de péndulo o contra-movimiento que se nutre del resentimiento (no sólo en la derecha, por cierto) con los tres vectores que mas han amenazado el status quo en los últimos 40 años: el 15M y su primera traducción electoral e institucional, el proceso soberanista catalán y el movimiento feminista. Es posible que se esté larvando también un resentimiento contra la creciente presencia del ecologismo, que intenta cercarlo y estigmatizarlo al separarlo de la lucha por el reparto de la riqueza, como un lujo para cosmopolitas.
La ola reaccionaria sólo puede desplegarse en un terreno social marcado por la generalización del desencanto, el cinismo y el resentimiento. No es sólo un movimiento restaurador: quiere retrotraer las cosas varios pasos más allá y restablecer las jerarquías (territoriales, socioeconómicas, de género) "naturales" con un ímpetu tal que un cuestionamiento como el que sufrieron no vuelva a ser posible. Como si se hubiese producido un abuso de la democracia y el campo de lo discutible tuviese que ser de nuevo estrechado: "Bueno, hasta aquí hemos llegado, a ver qué os habéis creído que es esto". Doblar la vara por el otro lado para enderezarla. Desdemocratizar el país para devolvérselo a los poderes privados de siempre.
Esta ola, que merece una atención que excede los límites de este artículo, se despliega cultural e ideológicamente conformando una dirección general de la sociedad, un clima de época y un horizonte de lo que es previsible e imaginable. Uno de los terrenos en los que se despliega es, sin duda alguna, el Estado, entendido como un campo ampliado de relaciones de fuerzas que se solidifican en instituciones (algunas reconocidamente políticas y otras, las más poderosas, no) cuyo sentido y orientación, aunque tiene inercias, no están determinados "en última instancia", ni fijados de una vez por todas sino sometidos a una disputa política permanente.
Pues bien, el sentido de esta disputa no es en absoluto ajeno al momento político en España y por tanto se ha agudizado una preocupante tendencia a la autonomización de aparatos e instituciones del Estado que se sustraen o se sitúan más allá de la autoridad del Gobierno y de la soberanía popular. No se trata en modo alguno sólo de "las cloacas" existentes en todo Estado, sino de territorios enteros del Estado y su personal (son evidentes los ejemplos de cuerpos profesionales, de un enorme poder político en el Estado) que han desarrollado un fuerte esprit de corps, hoy reforzado por la ola cultual e ideológica restauradora, por el cual se siente portadores de una función de guardianes de unas esencias y un orden que debe ser preservado incluso de las preferencias democráticas de la población.
Que esta dinámica no está motivada por una sana preocupación liberal para incrementar la separación de poderes y los contrapesos que aseguren el pluralismo se comprueba fácilmente por su comportamiento cíclico: cuando es la derecha la que está en el Gobierno, tiene de su lado prácticamente todo el poder del Estado, de la economía privada y de la sociedad civil. En cambio, cuando hay un gobierno de centro izquierda, se encuentra más bien como un inquilino en casa ajena, que intenta no provocar demasiadas molestias para no tener demasiados problemas.
La concepción patrimonialista que sobre el Estado tienen en España las fuerzas conservadoras les lleva a pensar que este les pertenece por derecho de nacimiento (en realidad, de conquista). Pero no es sólo un hecho retórico, se concreta a través de una continua y perseverante guerra de posiciones en el Estado que lo inclina peligrosamente siempre en el mismo sentido.
Por supuesto que la alternancia electoral se sigue produciendo, pero opera sobre un terreno que se mueve, sobre un desplazamiento que opera bajo los pies de los partidos políticos, sin alterar el cual las fuerzas progresistas pueden seguir ganando elecciones, pero cada vez pueden dirigir menos el rumbo del país, puesto que el desequilibrio de fuerzas en el Estado obliga a mirar cada vez más a menudo hacia otro lado, a aceptar límites cada vez mayores, a transigir con inercias que no se controlan y, finalmente, a gobernar de manera parecida a como lo haría el adversario.
En este momento en España el centroizquierda está en el gobierno pero a la defensiva, y las fuerzas reaccionarias en la oposición pero a la ofensiva. Así, ellos dan la batalla en términos explícita y directamente ideológicos, desplazando más y más el umbral de lo planteable hasta extremos que nos habrían parecido insólitos hace tan sólo unos años, mientras los progresistas le oponen apenas metodologías o relatos defensivos ("juntarse para que no ganen"). Que los intelectuales progresistas le llaman "polarización" al despliegue hegemónico de los reaccionarios es quizás la mejor manifestación de desarme ideológico y debilidad política.
El Gobierno, si quiere recuperar autoridad en el Estado y pulso en la sociedad, debería emprender al menos las siguientes tareas.
En primer lugar, el Gobierno debe prestarle atención a la guerra de posiciones en el Estado, que tiene mucho que ver con el aumento de la desigualdad. La izquierda habla a menudo del Estado mientras abandona sus posiciones, a muchas de las cuales no se accede por votación popular sino por oposiciones. La guerra de posiciones de Gramsci es, en buena medida, una guerra de oposiciones. La derecha clama contra esto de manera hipócrita, denigrando lo público al mismo tiempo que esforzándose por copar el Estado e imprimiendo a altos cuerpos del mismo una lógica corporativa enormemente reacia a los cambios de signo igualitarista. Un gobierno progresista que se tome en serio el equilibrio de poderes en el Estado debe procurar canales y recursos para que el acceso al mismo y por tanto su composición se parezcan más al país real, en términos sociales y territoriales.
La reciente publicación de los porcentajes de inversiones públicas presupuestadas y ejecutadas por Comunidades Autónomas no es exclusivamente un asunto que deba soliviantar a las Comunidades Autónomas peor tratadas. Es también un reflejo de una geografía política y económica que se va consolidando en España, que es la geografía de la derrota. El Gobierno progresista, como estrechando el cerco sobre sí mismo, maltrata a los territorios de los que más apoyos recibe. Hoy por hoy sin otra geografía política es muy difícil otro resultado en la balanza de poder. Por supuesto, las fuerzas reaccionarias no le recompensarán esta actitud sino que solo se sentirán más estimuladas a redoblar su ofensiva sobre un gobierno que perciben asustadizo. Sin revertir esta tendencia, siempre será inquilino en el Estado.
En segundo lugar, el Gobierno debe elegir las batallas políticas que libra. No tiene fuerzas infinitas, pero desde luego las tiene para dos o tres iniciativas decisivas. Tiene muchos recursos europeos, tiene comprensión en la UE y tiene apoyos parlamentarios para hacerlo. Hasta hace no mucho disponía además de una cierta comprensión social derivada de la centralidad simbólica de lo público recuperada durante la pandemia. En las batallas elegidas tiene que demostrar autoridad e ir hasta el final. ¿En qué asuntos debería concentrarse? Tres criterios: En aquellos que se puedan ganar, en los que pueda intervenir gozando de una amplia comprensión social y en los que las reformas realizadas modifiquen de forma rotunda el (des)equiIibrio de poderes en favor de la gente trabajadora y reduciendo el desmedido poder de intervención del que gozan las oligarquías. La disputa contra el oligopolio eléctrico, por ejemplo, es factible, perfectamente entendible como justa y modifica la distribución del poder y la riqueza en España en un sentido democrático. La intervención del mercado inmobiliario es otra. La transición ecológica como palanca de descentralización económica y justicia social es sin duda la vía de más futuro y recorrido, en un campo cultural donde los demócratas jugamos claramente a la ofensiva. No hacerlo no garantiza más tranquilidad ni estabilidad, sino más envalentonamiento del adversario que le cobra al Gobierno un doble precio: por ladrar sin morder. Se sigue así gobernando mientras todo alrededor va fraguando la subjetividad de la nueva mayoría de la reacción.
Por último, el gobierno debe elegir a quién enfada. Es posible que las situaciones de vacas gordas permitan gobernar temporalmente a gusto de todos, pero es seguro que en tiempos de vacas flacas eso ya no es posible. El Gobierno no tiene la culpa del COVID ni de la guerra en Ucrania, pero sí es responsable de cómo se distribuyan las cargas y los esfuerzos. La vida se ha hecho muy difícil y muy insegura para la inmensa mayoría de los españoles y sabemos que el normal funcionamiento del mercado será desplazar hacia abajo los sacrificios. El Gobierno debe garantizar que, si la manta es corta, se protege por abajo aún a costa de exigir más por arriba.
Esto no es un "pacto de rentas", sino una ambiciosa política redistributiva que garantice el derecho a vivir tranquilos a los sectores más golpeados y precarizados. Una política que conquiste derechos nuevos y active así un ciclo virtuoso por el que cada conquista da fuerzas morales y materiales para ir por la siguiente. Sólo así se sale de este clima envilecido en el que los reaccionarios instalan que los dolores compiten entre sí y las conquistas se restan (lo "material" contra lo "cultural", generaciones jóvenes contra mayores, etc).
No se trata de que el Gobierno nos contente, como en una subasta, a los grupos parlamentarios de los que depende su supervivencia. No se trata de si a nosotros nos parecen suficientes. Se trata de si son supervivientes en la vida cotidiana, que se ha hecho cada vez más dura e insegura. Si no son suficientes y el Gobierno no postula otro responsable, las culpas, por injusto que sea, caerán sobre él.
La tarea más urgente es derrotar a la ola reaccionaria y para eso, lo más importante, es el rearme moral e intelectual y la recuperación de la iniciativa política. "Parar a la derecha" es saltar al campo a empatar. Y eso siempre equivale a perder.
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