Una noticia reciente nos advierte de un nuevo vandalismo político perpetrado, en esta ocasión, en el campo de concentración de Buchenwald, en los árboles conmemorativos plantados en Ettersberg en memoria de los prisioneros, aquellos árboles que hace tan sólo unos meses se alzaron en memoria de los comunistas alemanes Emil Carlebach, Otto Kipp, Erich Loch, Reinhold Lochmann y August Stötzel, al diseñador de aviones y empresario francés Marcel Dassault y a los 1.600 niños y jóvenes que no sobrevivieron a su encarcelamiento.
Esta iniciativa forma parte del proyecto "1000 Buchen", ideado por la asociación Lebenshilfe-Werk Weimar/Apolda e.V. de la ciudad de Weimar en 1999 para recordar las marchas de la muerte desde Buchenwald y las víctimas del programa de eutanasia de los nacionalsocialistas, con la señalización de un camino, simbolizado con árboles plantados por personas y entidades diversas y financiados a través de distintos patrocinios. Desde entonces 72 campañas de plantación han culminado la cifra de 168 árboles, y el día 4 de abril de 2020, con el apoyo del Comité Internacional de Buchenwald-Dora, con motivo del 75 aniversario de la liberación de dicho campo y el fin de la 2ª Guerra mundial, estaba prevista su continuación solemne en el marco de los actos conmemorativos que la epidemia forzó a suspender. Sin embargo, la Amical de Mauthausen y otros campos sumó otros tres árboles en memoria de los deportados republicanos José Mª Villegas, Edmon Gimeno y Marcel·lí Garriga.
La reciente agresión mencionada al principio no ha sido la primera. Son ya varias las ocasiones en que grupos de extrema derecha dañan no tan sólo la memoria de los deportados, sus familiares, amigos y compañeros, sino que manifiestan abiertamente su oposición a un proyecto integrador, exponente de una sociedad tolerante, de mentalidad abierta y diversa, sin exclusiones ni racismo.
Cabe, sin duda, una restauración de dichos monumentos conmemorativos, pero también una repulsa contundente de los ciudadanos de los alrededores del campo de Buchenwald, entre ellos los de la ciudad de Weimar, que ha de seguir ostentando su título de Ciudad de la Cultura. Una cultura artística y literaria que ilumine las zonas de penumbra de su pasado como un imperativo moral, cívico y político.
No ha sido esta la única criminal aportación de la ultraderecha al recuerdo del dolor y el sufrimiento de centenares de miles de hombres y mujeres. Gigantescas pintadas en los muros de los campos e incluso agresiones físicas a antiguos deportados, de manera clandestina o abiertamente en las mismas jornadas conmemorativas. Si en los años ominosos del nacionalsocialismo, las tinieblas que envolvían los campos de concentración y exterminio no lograron la invisibilidad de los crímenes allí perpetrados y no impidieron aislar el universo concentracionario del mundo exterior, hoy, el recuerdo y la lucha en favor de los derechos de las víctimas deben alzarse frente a quienes atentan contra su dignidad.
La memoria se inscribe también en los espacios, mancillados en el pasado por la indiferencia de quienes vieron transitar a los internados en caminos y lugares de residencia, y ahora por la agresividad de los que, escondidos en el anonimato, rezuman odio y sinrazón. No se puede eludir la propia historia, aún a costa de mostrar realidades desagradables o indecentes; es hora de abordar nuevas perspectivas, sin omitir encubrimientos, pues el recurso político a la superación del pasado casi siempre va acompañado de ofensas a la verdad histórica y de tergiversaciones.
Desmontar lugares comunes y abordar las fundamentales preguntas sobre los comportamientos brutales y crueles de los seres humanos, sobre la naturaleza de los regímenes tiránicos y criminales, adquiere un sentido especial en los escenarios de la historia, haciendo de ellos un lugar privilegiado para impartir sus lecciones. Transitar por los caminos que se vieron obligados a recorrer, cuando el Reich milenario estaba al borde de la derrota militar, unos 28.000 deportados de Buchenwald y sus comandos, a principios de abril de 1945, en un viaje de más de 300 kilómetros hasta Dachau, Flossenbürg y Theresienstadt, es una lección a la indiferencia, la pasividad, el miedo o la complicidad personal e institucional. Como también lo es el recogimiento y la indagación ante un árbol que simboliza la matanza sistemática de discapacitados mentales y físicos internados en instituciones especiales, con el balance final del asesinato de 275.000 vidas humanas.
La memoria también está inscrita en el espacio. Los paisajes del crimen, la esclavitud y el sufrimiento de millones de personas se convierten en templos de la memoria, en escenarios de reflexión y actitudes respetuosas que actúen como un antídoto contra el resurgimiento de nuevos fascismos, encarnados hoy en insensatas y perturbadoras actitudes racistas y xenófobas.
A nuestro particular desagravio, a la vez es necesario hacer recaer la ley con toda su fuerza contra aquellos que subvierten no tan sólo los derechos de las víctimas sino la propia historia. En nuestro país, durante largas décadas, miles y miles de españoles del exilio republicano, al regresar ocasionalmente o definitivamente a sus lugares de origen, tropezaban todavía con enseñas, lápidas callejeras e incluso monumentos que significaban agravio en sus tragedias, mientras a la par algunos grupos se regodeaban en mancillar monumentos que, por iniciativa pública o individual, se habían erigido en su memoria. Afortunadamente el tiempo y los cuerpos legislativos han avanzado para poner fin a aquellos agravios, pero actuaciones de extraordinaria gravedad siguen produciéndose para acallar o negar los hechos históricos.
Y también los paisajes del dolor de nuestras calles deben inserirse en los ejercicios de la memoria reflexiva, incómoda para muchos, pero indispensable para la construcción y asunción de los valores democráticos.
Comentarios
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