Dominio público

La izquierda y la pulsión kamikaze

Elizabeth Duval

La izquierda y la pulsión kamikaze
Personas se lamentan tras el triunfo del rechazo en el plebiscito constitucional chileno, en la Plaza Italia en Santiago (Chile).- EFE

Hay una parte de la izquierda que vive la derrota como una experiencia cómoda: casi como aquello que le es natural. Hay casos en los que se prepara para perder incluso cuando gana, como si perder fuera el fundamento de su preciadísima cultura política: como si hasta ganar fuera otra manifestación del perder. Ganamos, pero la aplicación del programa será necesariamente decepcionante. Ganamos, pero nunca ganaremos lo suficiente. Ganamos, pero la política es compleja y...

Su estilo al ganar se parece extrañamente a desear haber perdido. El problema no aparece sólo cuando se trata de prever las derrotas: se explicita de forma un poco más perversa a la hora de encararlas. En Chile, el plebiscito sobre la propuesta constitucional ha traído una mayoría abrumadora para el Rechazo. No faltan quienes han visto en esto una extraña resurrección pinochetista... por más que, en 2020 y legando un mandato que sigue vigente, el pueblo chileno votara abrumadoramente por la necesidad de una nueva Constitución.

Resulta aún peor ver en esos resultados a un vulgo tonto que no ha sabido interpretar el grandísimo paso adelante que se le ofrecía, plenamente engañado por unos medios de comunicación —que habrán, sin duda, manipulado, ¿pero en serio vamos a afirmar, con una distancia de más de veinte puntos entre el Apruebo y el Rechazo, que con eso basta y negar lo demás?—, como si todas las discrepancias con el texto constitucional fueran malentendidos tergiversados y no fallas reales que subsanar. "Se intentó y no se logró, qué profunda tristeza", dirán algunos, cuando la actitud habría de parecerse más a las de la Coordinadora Feminista: "seguimos, porque no hay forma de detener al río cuando ha encontrado su cauce". "No hay que renunciar ni un milímetro", afirman otros, en una concepción bien curiosa de la política, como si el texto salido de la Convención Constitucional fuera perfecto, refugiándose en el maximalismo retórico para defender cada letra y coma de una propuesta incapaz de ganar en región alguna del país.

Habrá para quien la política parezca cerrarse para siempre en cada votación; también hay para quien cada plebiscito no significa absolutamente nada, no remueve, no cambia, no induce, como si el eslogan de los maoístas de la película La Chinoise fuera un mandamiento: que una minoría con la línea revolucionaria correcta deja de ser una minoría y no puede equivocarse.

La cerrazón es una expresión más de la imposible gestión de la derrota: no asumir la pérdida, permanecer desde el minuto uno en una posición de resistencia. La derecha siempre cree en su capacidad para volver a ganar; si pierde, se reorganiza: la izquierda sufre el shock postraumático de pensar que pierde hasta cuando gana. Los más duros dirán que, más aún desde la caída del muro y lo que simbolizó, lo que ha legado el siglo XX es una cultura política melancólica, de la derrota. Es una tradición que no me interesa y con la que no me identifico; hay quien se aferra a ella como a un trono o un altar.

A nuestro lado del Atlántico se dan todas las condiciones necesarias para una tragedia anunciada. En mi último artículo antes de vacaciones ya lo anunciaba; me guardaba para mí, no obstante, algunas miguitas de optimismo. Hablaba de política y heridas del pasado, rencillas, rencores, hostilidades, interna; el tono era parecido a las declaraciones de Yolanda Díaz en una entrevista muy reciente. Decía la vicepresidenta que será necesaria en 2023, entre las fuerzas políticas progresistas, una "amnistía". No le falta razón y eso debería preocuparnos: ¿qué ha pasado en estos últimos años para que formaciones con aspiraciones parecidas prefieran destruirse mutuamente a entenderse en un tiempo en el que la ultraderecha tiene la posibilidad de sentarse en el Consejo de Ministros?

Todo tendría que cambiar de aquí a unos meses para que el resultado fuera distinto, pero es dudoso que las autonómicas de 2023 vayan a servir para espolear a quienes hoy van por la política con ánimo zombi y particular obcecación: parece más probable que encuentren en sus malos resultados, deserciones, alianzas y traiciones excusas de sobra para afilar un poco más los cuchillos que ansían clavarse los unos a los otros. A mí me cansa infinitamente avisar un día sí y otro también de que el coche va camino de estrellarse; cansa más que todos lo sepan, lo vean y lo acepten.

¿Cuánto tiempo más estamos dispuestos a escuchar la pulsión kamikaze? ¿Cuántos batacazos necesitamos para elaborar un relato que supere el victimismo y dejar de ofrecer para todas las derrotas la misma explicación ingenua y mediocre? ¿Cuándo volverá a levantarse un proyecto para gobernar el país que dé la imagen de estar capacitado para ello, que supere la vergüenza ajena, que posibilite los brotes verdes de un poquito de ilusión?

No hay personalismo que pueda suplir las carencias estructurales de un espacio político que empieza a contar en la última década más traumas que ilusiones. Escribía Unamuno, hablando sobre la acedía, esa disposición de tristeza, pena, desolación, que ese triste tedio era "el fruto desabrido y estéril del deseo sin esperanza". "¡Cuántas esperanzas tronchadas en flor, cuántos ingenios derretidos en un triste ocaso de acedía y de desengaño!". Ese "deseo sin esperanza" define extraordinariamente bien nuestro momento. ¿Y bien? ¿Nos resignaremos por entero a que las cosas sean como son o alguien intentará cultivar fuera del ilusionismo cortoplacista? No he leído contra la derecha ningún comentario tan agresivo como el que nos hemos dedicado en la izquierda los unos a los otros. ¿Hasta cuándo abusaremos de nuestras paciencias, encantados de habernos conocido a nosotros mismos

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