Dominio público

Una defensa del reformismo

Santiago Alba Rico

Una defensa del reformismo
Las manos de Biden y Putin estrechándose.- AFP

Hace ya veinte años, en el prólogo a una novela de Chesterton, traté de resumir en una fórmula resultona lo que a mi juicio debía ser un programa de gobierno de izquierdas. Desarrollada luego en detalle en un libro de 2011 que pocos leyeron (¿Podemos seguir siendo de izquierdas? 2011), su enunciado invitaba a ser "revolucionarios en lo económico, reformistas en lo político y conservadores en lo antropológico". Siempre me llamó la atención que, de entre los que la citaban para elogiarla o criticarla, casi nadie prestaba atención al segundo punto. Los revolucionarios concentraban su mirada en el ardor anticapitalista; los conservadores en la pasión tradicionalista. Pero ocurre que estos dos extremos, emancipados del "reformismo político", se vuelven inmediatamente peligrosos; y uncidos en santo matrimonio por encima de las banales reglas democráticas, peligrosísimos. "Reformistas en lo político" quiere decir, en efecto, defensores de la democracia y el Estado de Derecho, como árbitros que son de lo que nos podemos permitir o no en nuestras instituciones y en nuestras costumbres. Es decir, como límites insuperables de toda revolución y de toda conservación.

En la tradición de izquierdas de los dos pasados siglos se hizo en general poco caso a esta bisagra arbitral. Las revoluciones se lo podían permitir todo porque de la violencia fundadora iba a surgir un mundo superior que justificaba todos los desmanes y todos los crímenes. Era una lógica puntuada de excepciones en la que la democracia, como la igualdad de género, quedaban aplazadas para el día siguiente de la victoria sobre el capitalismo. Como sabemos, ninguna de estas revoluciones consiguió derrotar al capitalismo y las que lograron al menos la victoria política sólo pudieron sobrevivir convirtiendo las excepciones en regla: la experiencia estalinista, por ejemplo, pivota sobre la concepción del "enemigo del pueblo" como eje de una penalidad estructural, arbitraria y furiosamente represiva, cuando no exterminadora. Buena parte de la izquierda revolucionaria europea, entre la que hubo muchos héroes animados de la más hermosa fe en la humanidad, se desentendió siempre de la democracia y del Derecho como si fueran obstáculos "burgueses" o, en el mejor de los casos, desiderata aplazables en el calor de la batalla. Esa izquierda europea, una vez terminada la "era de las revoluciones", pasó a parasitar las revoluciones del llamado Tercer Mundo, donde se combinaban la lucha anticolonial y la lucha anticapitalista, de manera que acabó y -ahí sigue- confundiendo la revolución económica pendiente con el antiamericanismo y, por lo tanto, con el antieuropeísmo. Eso llevó, por ejemplo, a que el sector que yo llamo "estalibán" desconfiara primero de las revoluciones árabes (como del 15M) y luego pasara a apoyar abiertamente, al modo de hinchas futbolísticos, a dictadores sangrientos como Gadafi o Bachar Al-Asad, que no eran, por lo demás, ni revolucionarios ni anticapitalistas ni anti-imperialistas. Hoy se repite la historia con Rusia y Ucrania.

Los que, por su parte, desde la derecha tradicionalista, apuestan por la conservación antropológica olvidan también el "reformismo político" (los límites democráticos de las "costumbres en común") y acaban defendiendo, en lugar del conservadurismo, la reacción y el fascismo. Nadie puede decir: "En mi pueblo solemos torturar y quemar a las mujeres solteras de más de cincuenta años. Somos muy conservadores". La Inquisición, la homofobia, la ablación del clítoris, el maltrato animal no son ni tradiciones ni costumbres: son crímenes. La democracia (y su termostato, el Derecho) sirven justamente para diferenciar unos de otras e impedir que, en nombre de las generaciones muertas, se impida ser felices a las generaciones vivas. En este sentido, me declaro conservador de izquierdas y no rechazo como  motor de cambio (o de simple deleite inmediato) la nostalgia: toda la nostalgia, eso sí, que sea compatible con los DDHH, incluidos los de los trabajadores y los del colectivo LGTBI. La nostalgia conservadora es conservadora de los derechos que estamos perdiendo o nos están quitando: también el derecho a la tierra y a la Tierra, a la vivienda, al descanso, a la lentitud, a la cama y la mesa compartidas, a la infelicidad libremente decidida.

Así que entre la revolución económica pendiente y la conservación de "nuestro" mundo está la política democrática, que debe guiar nuestros pasos cuando luchamos en una trinchera y cuando recordamos a los antepasados. Ahora bien, allí donde la única revolución realmente existente es la neoliberal, que se vuelve políticamente iliberal, y donde el conservadurismo antropológico se vuelve reaccionario y neofascista, es más imperativo que nunca defender el "reformismo político" o, lo que es lo mismo, la democracia y los DDHH. Si algo está mal en Europa, es el hecho de que se cede cada vez más a la tentación iliberal; si algo está mal en EEUU es que la alternativa a Biden es Trump; si algo está mal en Chile es que se ha perdido de momento la batalla por la constitución; si algo está mal en Colombia es que Petro ganó por los pelos. Los pocos y menguantes islotes "reformistas" se mantienen a duras penas, apretados entre falsas revoluciones y falsos conservadurismos, y están seriamente amenazados. Amenazados, ¿por quién? Por multinacionales y bancos, como siempre, pero también ahora por un cardumen promiscuo de izquierdistas "revolucionarios", derechistas reaccionarios y "antisistemas" paranoicos, mezclados en la penumbra con antivacunas, terraplanistas y tránsfobos.

No renuncio a discutir con los reaccionarios, porque comparten la incertidumbre general, pero me preocupan más los izquierdistas que, en medio de la oscuridad, consideran que Europa es el peligro y apuestan por entregársela a los que, desde dentro y desde fuera, la amenazan. Putin no consiguió su objetivo de tomar Kiev y derrocar el gobierno de Zelinski y a duras penas avanza en el frente del Donbass. Rusia no está ganando en Ucrania, pero sí en el resto de Europa. Va ganando en Hungría, en Italia, en su enemiga Polonia y va ganando en ese creciente y aceitoso marasmo en el que de pronto cierta izquierda y cierta derecha juegan juntos al fútbol sin árbitro y en un campo de minas. Y aplauden cada vez que oyen una explosión.

La solución no está en que Europa se parezca cada vez más a Rusia o a China sino en que se parezca más a sí misma, al menos a los valores que enuncia y traiciona sin parar. O al Chile de Boric; o a la Colombia de Petro; o incluso a los EEU de Biden de los que, en cualquier caso, debería emanciparse. El peligro para Europa no es Rusia ni la crisis energética ni la pandemia; es el retroceso de ese "reformismo político" que nunca fue del todo una realidad; el retroceso, es decir, de los DDHH, de la democracia y el Estado de Derecho frente al neoliberalismo iliberal y al tradicionalismo reaccionario. Ninguno de esos dos campos -no lo olvidemos- es el "nuestro". Anticapitalistas siempre; conservadores sin duda; reformistas más que nunca.

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