Ya me lo había advertido un estudiante iraní afincado en España, tan contrario al régimen teocrático de su país como ofendido por los estereotipos exagerados y prejuicios fantasmales con los que los observamos desde Occidente: "En Irán todo está prohibido, pero hay de todo". Y encogiéndose de hombros, cansado de tener que dar siempre la misma explicación, concluía: "No es muy distinto de aquí".
Y, aun así, cuando un tiempo más tarde tuve ocasión yo misma de viajar a Irán para participar en un ciclo de conferencias al que había sido invitada, pesaron más mis aprensiones en torno a cierto exotismo siniestro y el imaginario de ayatolás severos con turbante y barbas largas que las palabras de aquel amigo. El simple hecho de hacer el equipaje resultaba ya de por sí un reto seguramente mayor que para los colegas masculinos que me acompañaban: una rocambolesca mezcla de vestidos veraniegos holgados para ponerme encima de pantalones y camisetas de cuello vuelto, y fulares, cuantos encontré en el armario para servirme de hiyab. Todas prendas negras, oscuras: afortunadamente, era invierno. Ni siquiera me llevé el neceser de maquillaje porque, pensaba, el objetivo era convertirme en poco menos que una sombra.
Cuál no fue mi sorpresa cuando me encontré convertida en el patito feo de Teherán. Ignoraba entonces que Irán es uno de los países del mundo que más gasta en cosmética, tratamientos estéticos y cirugía plástica del mundo y que, haciendo de la necesidad virtud, las mujeres iraníes se las ingeniaban para, apurando los límites de la moral religiosa forzosa, lucir como envidiables referentes estilísticos. Por no hablar de los numerosos escaparates de lencería, de colores a cuál más chillón y cuanto más encaje, más lentejuela y pedrería, mejor. Un escándalo de brillibrilli ante los que nos parábamos sobre todo los turistas, pobres paletos llegados a la gran ciudad.
Lucir el velo es un arte complejo. La sensación que tuve entonces es que, más que una imposición religiosa, se trataba del complemento de moda por antonomasia: a juego con el bolso y los zapatos de tacón, a punto de caerse, pero sostenido en la coronilla de forma milagrosa, y asomando estratégicamente algún que otro mechón sobre el rostro, teñidos de rubio o pelirrojo: un velo que insinúa sin mostrar. A su lado, con mis mil ropajes superpuestos, más que en una sombra sentí que me había convertido en una cucaracha ridícula. Disfrazadas también cual torpes Mortadelos sin ganas de carnaval paseaban muchas mujeres mayores: todas aquellas que aún conservaban, en el fondo del armario, las minifaldas de su juventud.
Lucir el velo es un arte complejo: y aunque fui aprendiendo algunos trucos, se me resbalaba todo el rato hasta los hombros sin darme cuenta, dejando mi cabello a la vista como le sucedió a Ana Pastor en aquella famosa entrevista con Ahmadineyad. Dos indicios me ayudaban a reparar en mi transgresión involuntaria: algunos hombres (pocos) bajaban la mirada tímidos al cruzarse conmigo en la calle; pero los más me sonreían con complicidad alzando su pulgar en señal de aprobación. Un día de especial viento, paseando con un traductor de literatura española que observaba de reojo mis penalidades para mantener el dichoso pañuelo más o menos en su sitio, estalló de risa: "Quítatelo de una vez". Yo pregunté asustada: "¿Y qué podría pasarme?", a lo que él respondió escuetamente: "Nada. Eres extranjera". "¿Y si no lo fuera?". "Entonces te detendrían, te darían unos cuantos latigazos y poco más. Pero tenéis que hacerlo. Es importante".
Unos cuantos latigazos y poco más. Mahsa Amini, de 22 años, detenida por llevar mal colocado el velo, torturada en comisaría hasta quedar en coma y fallecer unos días después. Hadis Najafi, de tan solo 20 años, símbolo de las protestas que sacuden al país desde hace tres semanas con su melena rubia al descubierto, asesinada a perdigonazos por las fuerzas del orden en una manifestación. Y como ella, se calcula que los fallecidos en los disturbios, repartidos por más de 40 ciudades, rozan ya el centenar. Queda por ver si este movimiento abanderado por las mujeres es el comienzo de algo más grande, o quedará sofocado y olvidado en breve. Nuestros medios de comunicación, de momento, y a pesar de las superfluas muestras de solidaridad en las redes de todo el mundo con mujeres cortándose algún mechón ante las cámaras, parecen haber perdido ya buena parte del interés. Pero el régimen de la República islámica de Irán agoniza desde hace tiempo, y por algún lado tenía que reventar: aunque sea por los pelos.
Cuando yo viajé a Irán en 2016, superada ya la presidencia fundamentalista de Ahmadineyad y bajo mandato entonces del más moderado Rohaní, vigente al fin el acuerdo internacional sobre el programa nuclear iraní, se respiraba cierto aire de apertura y esperanza. Tal y como había pronosticado aquel amigo, todo estaba formalmente prohibido, pero había de todo. Me había mentalizado, contraviniendo las directrices libérrimas de Ayuso, a no probar ni una caña en dos semanas, pero lo cierto es que logré emborracharme casi todas las noches en embajadas o fiestas en casas particulares, aunque para ello tuviese que hacer un acto de fe al tragarme algún brebaje turbio que me ofrecían como vino; la destilería casera es lo que tiene. Me preocupaba más el tabaco, porque la adicción a la nicotina no perdona quince días ni quince horas. Fue una de mis primeras preguntas nada más llegar, y tuvieron que pensárselo un poco antes de responderme que sin problema. Es cierto que nunca vi a ninguna otra mujer fumar, pero tampoco nadie parecía mirarme con extremada extrañeza, ni me llevé regañina alguna. En mis paseos interminables, jamás me topé con la temida policía de la moral.
Todo estaba prohibido, pero había de todo. El acceso a internet estaba muy restringido (nada de Facebook o Twitter, ni acceso a periódicos españoles), pero cuando lo comentaba, alguien me cogía el móvil, y en tres o cuatro movimientos rápidos ya me habían instalado una aplicación para esquivar todas las censuras. Las mujeres iban y venían, solas o acompañadas por otras mujeres, estudiaban en una universidad sin segregación por sexos, trabajaban, ocupaban altos cargos, eran candidatas en los inminentes comicios legislativos y los carteles con sus rostros inundaban las paredes. La llamada a la oración desde los minaretes de las mezquitas no interrumpía el trajín diario. Vi a jóvenes ligar los fines de semana, de coche a coche en los semáforos. Oí que las drogas circulaban con más facilidad que en la noche madrileña. Conocí a homosexuales, que no parecían sentirse particularmente amenazados por su condición: había parques famosos por ser lugares de cruising, y aunque en el pasado sí habían estado infiltrados por policía secreta, en la época en que yo estuve les dejaban tranquilos siempre que, eso sí, permaneciera en el ámbito privado y no se hiciera de ello bandera política. Estuve en cafeterías de diseño nórdico donde servían capuchinos, en el hilo musical sonaba Bob Dylan y de las paredes colgaban carteles teatrales de obras de Ibsen, Tennessee Williams o Federico García Lorca. Librerías con todo el boom latinoamericano y toda la filmografía de Woody Allen en DVD, decoradas con retratos de García Lorca, Albert Camus o Buero Vallejo. En mi vida creo haber visto un poster de Buero Vallejo en España, pero el pueblo persa adora el teatro y adora sobre todo a García Lorca; no deja de ser una extraña paradoja que triunfe tanto allí La Casa de Bernarda Alba, esa historia de cuatro jóvenes mujeres obligadas a permanecer enclaustradas en casa, los postigos cerrados y los vestidos teñidos de negro: ¡Silencio, silencio he dicho! O acaso su fama se deba a que explica las raíces de esta nueva revolución.
Casi nadie, de los jóvenes contestatarios que se tomaban casi todo a broma al último de los taxistas con los que recitabas, como única lengua común, la alineación del Real Madrid, parecía apoyar o creer ya en el régimen. Mi impresión general fue la de una gigantesca disonancia entre una sociedad que avanzaba por un lado y un régimen político anacrónico y desconectado de toda aquella realidad; algo así como lo que imagino que ocurría en las postrimerías del franquismo. Así que la pregunta parecía obvia: ¿por qué aún se mantenía en pie? En aquel año de 2016, con la guerra de Siria en su apogeo, con el terrorismo y la anarquía campando en la vecina y enemiga histórica Irak, el miedo al caos parecía apelar a la prudencia, por aquello de lo malo conocido. Como en el chiste de Tip y Coll, del gobierno ya hablaríamos la próxima semana.
Simplificamos a menudo el sentido de la Revolución iraní de 1979, que no fue una revolución islámica tout court, sino un proceso más complejo en el que acabó fraguándose una contrarrevolución, esta vez sí, islámica y teocrática, en el seno de un movimiento popular más amplio y heterogéneo formado por demócratas, comunistas, meapilas o simples hijos del hartazgo. Entonces como ahora, multitudes de ciudadanos se echaron a las calles para protestar contra el régimen del Sha, autoritario y corrupto que había puesto los principales recursos nacionales en manos de compañías privadas extranjeras mientras el pueblo pasaba hambre y veía mermadas sus libertades. El anterior gobierno democrático y social de Mossadeq ya había sido depuesto por un golpe de Estado orquestado por la CIA, y el líder chií Jomeini no regresó del exilio para hacerse con el poder hasta que lo peor de la tormenta hubo pasado para, al igual que su predecesor, perseguir, encarcelar y ejecutar a toda oposición, ensañándose especialmente con los comunistas del Tudeh. Pero esa sociedad civil que se enfrenta a los sátrapas de ayer y hoy aún sigue viva.
El año pasado, sin embargo, el partido fundamentalista Sociedad del Clero Combatiente de Raisi, que ya había perdido en el pasado al enfrentarse con Rohaní, recuperó el poder, y con él regresó la represión: se han ilegalizado las extensiones de pestañas, las uñas acrílicas o la depilación íntima femenina por considerarse contrarias a la Sharía. Superado el boicot de Trump, las negociaciones para recuperar el acuerdo nuclear tropiezan ahora con los propios obstáculos iraníes. Y el pañuelo en la cabeza vuelve a ser una cuestión de vida o muerte.
Toda sociedad tiene sus propios tabúes más o menos arbitrarios acerca de las partes del cuerpo que se pueden o no mostrar. Los tobillos y ombligos femeninos ya no son objeto de escándalo, pero nuestras redes sociales siguen censurando pezones femeninos y no masculinos. No hace un siglo que también aquí en España Las Sinsombrero tuvieron que hacer su propia revolución descubriéndose las cabezas. Y mientras que las residentes de los colegios mayores madrileños disculpan las "bromas" de sus colegas masculinos que les gritan "putas ninfómanas", las jóvenes y valientes bachilleres iraníes se descubren las melenas dedicándole una peineta al retrato del ayatolá Jamenei que preside sus aulas: hay formas y formas de responder a quienes nos quieren sometidas.
Se acusa al feminismo occidental de no ser lo suficientemente vehemente en su apoyo a las mujeres iraníes, y sí demasiado tolerante con hiyabs y burkinis en nuestros países, cuando lo más probable es que, en caso de prohibirlos en territorio europeo, no lográramos más que condenar aún más a las mujeres musulmanas de Marsella o Terrassa al confinamiento de las hijas de Bernarda Alba.
En el islam no existen monjas ni conventos, así que el velo simboliza la consagración a Alá en el mundo seglar, una opción digna y respetable mientras sea voluntaria y no cuestión de vida o muerte. Nosotros también llevamos siglos cubriendo con velos la cara de novias y viudas, por qué será. Pero no se trata de relativismo cultural, porque por supuesto que unos tacones no son lo mismo que un hiyab: ninguna mujer es castigada por la ley por no llevarlos (aunque algunos jefes rijosos los exijan), y además los zapatos de tacón son infinitamente más incómodos y tortuosos que un pañuelo en la cabeza como el que llevaban nuestras abuelas para no despeinarse. Las feministas estadounidenses quemaron sus sostenes en el sesenta y ocho para que 50 años después hayan vuelto con aros, rellenos y estructuras de push-up. Esperemos que los pañuelos orientales dejen pronto también de ser símbolos de opresión para regresar a su función original de secar las lágrimas. Y que esas lágrimas sean siempre cuantas menos, mejor.
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