Dominio público

Todos los periodistas son iguales

Jonathan Martínez

Pixabay
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Hace unos días, en un establecimiento público, escuché sin querer a un funcionario que hacía algunos comentarios casuales sobre la mala salud del periodismo. Le gustaba Iñaki Gabilondo, decía, pero ya está jubilado. Le gustaba Jesús Cintora, decía, pero cancelaron su programa. Le gustaba Antonio García Ferreras, decía, y de hecho había visto siempre Al rojo vivo hasta que se descubrió el pastel de Inda y Villarejo. A estas alturas uno ya no se puede fiar de nada ni de nadie.

Si la intuición no me traiciona, veo a este buen hombre como un progresista moderado de nobles intenciones, tal vez un poco ingenuo, y lo imagino buscando respuestas en un túnel a la luz de una cerilla que ya empieza a quemarle los dedos. Le gusta estar informado. Necesita estar informado y cada vez resulta una tarea más heroica. Pero vamos a olvidarnos por un momento de sus inclinaciones ideológicas. Porque lo importante del caso que nos ocupa es que nuestro buen amigo ha dejado de creer y se ha vuelto un nihilista.

Dice el diccionario de la RAE que el nihilismo es la negación de todo principio religioso, político y social. No obstante, soy consciente de que el término responde a matices más precisos en el ámbito de la filosofía. De modo que acudo al viejo diccionario de José Ferrater Mora y busco la entrada. El nihilismo, se dice, es el escepticismo convertido en dogma. O en palabras de Nietzsche, "la desvalorización de los valores superiores".

Por lo visto, descreer es un signo de nuestro tiempo. Lo dice Jean-François Lyotard: la posmodernidad ha traído la incredulidad hacia los grandes relatos que legitimaban las instituciones. Donde antes había un Dios o un tirano, ahora hay un sinfín de supersticiones privadas y cada cual se aferra a lo que buenamente puede, al CrossFit, al macramé o a las homilías de un youtuber. Esta suerte de politeísmo profano no es necesariamente una desgracia. En el bufet libre de las ideologías hay cabida tanto para lo óptimo como para lo nefasto.

Pero estábamos hablando de un buen tipo que se lamentaba de la crisis del periodismo. Recapitulemos. En los años cincuenta, la televisión se instaló en los hogares españoles como una extensión natural de la propaganda franquista. La matraca obligatoria del No-Do, que hasta entonces había retumbado en todas las salas de cine, penetró en el ámbito doméstico. TVE aprovechó el aniversario de la fundación de la Falange para ofrecer su primer menú del día: un sermón gubernamental de primer plato, un baile de la Sección Femenina de segundo y una misa de postre.

La televisión pública ha cambiado mucho desde entonces, pero hay una continuidad entre regímenes. Basta recordar que el primer presidente electo de la democracia, Adolfo Suárez, fue uno de los últimos directores generales de la televisión franquista. A día de hoy, parece un tanto aventurado llamar "primeras elecciones libres" a unos comicios celebrados en ausencia de pluralidad mediática. El director de la televisión única en aquel entonces, Rafael Anson, dirigió a la vez la campaña electoral de Suárez y se convirtió después en asesor de la Presidencia.

La televisión, también en democracia, ha sido siempre ese púlpito sagrado donde se legitimaba el discurso dominante. Los servicios informativos eran y son el puntal de ese discurso. Por algo nuestros abuelos, con un vocabulario de reminiscencias bélicas, siguieron llamando "el parte" al telediario. El parte de guerra del bando nacional, para ser más precisos. En los telediarios democráticos vimos la gloria de los nuevos tiempos, la familia real en la pista olímpica de Barcelona, el centenario de la conquista del descubrimiento de América, Cobi, Curro y los mensajes navideños de Su Majestad el Rey don Juan Carlos I, el dignatario más campechano que ha conocido el mundo.

Luego llegaron las cadenas privadas, Jesús Gil hundido en las burbujas de un jacuzzi, las Mama Chicho, el tupé de Andoni Ferreño, La ruleta de la fortuna y Farmacia de guardia. Uno podía llegar a pensar que la pluralidad informativa era eso, disponer de un amplio surtido de canales al alcance del mando, como si de un día para otro ya no tuviéramos la obligación de rezar todos al mismo dios. El caso es que las televisiones ya no iban a estar en manos de burócratas sino en manos de millonarios, aunque los burócratas y los millonarios han terminado comiendo siempre alrededor de la misma mesa.

No sé cómo ocurrió, pero con el tiempo las televisiones públicas perdieron fuste y dos grandes empresas se adueñaron de la bicoca publicitaria. La diversidad mediática ha resultado ser un espejismo tan inverosímil que el espectador puede cambiar de canal sin cambiar de contenidos. En todos los lugares, a todas horas, uno escucha las múltiples declinaciones del discurso hegemónico. La pleitesía a la Corona. La rendida admiración a los prohombres de empresa y chequera. La criminalización de la clase trabajadora. La demonización de la pobreza.

Leo por ahí que La Sexta Noche ha tenido que someterse a una operación de maquillaje y cambio de nombre después de haber dejado un rastro pestilente durante diez años de indas, rojos y marhuendas. Cadenas de televisión de apariencia respetable han elevado a la fama a charlatanes disfrazados de periodistas, traficantes de bulos, gritones de tertulia tumultuosa, personajes fácilmente reemplazables cuando han cumplido su servicio y han embarrado el terreno del debate público hasta los límites del desencanto.

El desencanto es el fermento donde germina el fascismo. Y lo hace a golpe de mantras tan penetrantes como reaccionarios. "Todos los políticos son iguales", suena al fondo de la sala. Hay algo de eso en la crisis de credibilidad que padecen los grandes medios, un plan para apuntalar el orden establecido aun a costa de la reputación del periodismo. "Eduardo, es muy burdo, pero voy con ello", dice Ferreras antes de ofrecer un bulo en La Sexta. "Nos van a dar pero bien", dice Sandra Golpe antes de ofrecer un bulo en Antena 3.

A río revuelto, ganancia de espectadores. El incrédulo buscará noticias o fake news en otros mares mientras una legión de convencidos seguirá tragándose el menú con gusto. Entretanto, en algún establecimiento público, un funcionario bien intencionado, dolido y cabizbajo, se refugiará en el nihilismo. Qué le vamos a hacer. Uno ya no se puede fiar de nada ni de nadie.

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