Dominio público

El fin de Twitter

Santiago Alba Rico

El edificio de la sede corporativa de Twitter en el centro de San Francisco, California, EE. UU. -REUTERS / Carlos Barria
El edificio de la sede corporativa de Twitter en el centro de San Francisco, California, EE. UU. -REUTERS / Carlos Barria

Lo que he escrito a menudo de las nuevas tecnologías y de las redes sociales se puede aplicar con igual o mayor motivo a Twitter: no sabemos si es un territorio, una herramienta, una técnica o un órgano. Probablemente es las cuatro cosas al mismo tiempo y de un modo pugnaz y conflictivo. La red implica sin duda una técnica, una especie de escritura matemática que solo conocen los programadores informáticos que, entre bastidores, hacen posible su existencia. Para los usuarios, en cambio, es a veces una herramienta, más o menos útil o redundante, y es, sobre todo, un territorio. En mi caso, por ejemplo, entré a regañadientes en Twitter en 2015 y, una vez dentro, he procurado limitarme a parasitar la información que seleccionan para mí, con poca reciprocidad, las noventa y cinco personas a las que sigo. No sé si lo he conseguido del todo. Tengo la impresión de que la mayor parte de los usuarios habitamos en realidad allí, como en un nuevo continente o en un patio de vecinos, y que casi toda nuestra actividad está dedicada a disputar, marcar y ganar territorio. Esa dimensión "territorial" es la que a veces convierte Twitter en un lodazal, la que lo hace apetecible para los políticos, los periodistas y las instituciones y la que, más raramente, da la ocasión a un puñado de genios (pienso, por ejemplo, en Pedro Vallín o en Jonatham Moriche) para proporcionarnos felicísimos momentos de esgrima intelectual. Por encima de todo, esta territorialidad virtual es la que genera la experiencia (iba a decir la ilusión) de una comunidad vinculante cuya posible desaparición viven ahora de manera trágica sus usuarios. En ese territorio nos encontramos con nuestra pandilla, nuestra secta o nuestro club; y en ese territorio afirmamos nuestra identidad frente a las otras pandillas, las otras sectas y los otros clubes.

Se nos olvida, sin embargo, lo verdaderamente decisivo, en el sentido de que ilumina una decisión anterior y radical. Me refiero al hecho muy evidente de que, si en ese territorio nos movemos con más o menos libertad, nos es muy difícil salir de él. Las nuevas tecnologías son, por eso mismo, "orgánicas", pues de alguna manera subrogan la inmanencia espontánea de las funciones biológicas. Quiero decir muy simplemente que las redes están en nosotros más de lo que nosotros estamos en las redes, como está en nosotros nuestro hígado o nuestro riñón. ¿Qué consecuencias tiene esto? Un martillo lo podemos dejar a un lado cuando hemos terminado de colgar cuadros y nada nos obliga a seguir en el bar si tenemos sueño y queremos retirarnos, pero no tenemos la libertad, en cambio, de usar a voluntad -hoy sí, mañana no- nuestro riñón derecho. Las nuevas tecnologías no están fuera de nosotros, por mucho que sigamos utilizando metáforas espaciales (entrar y salir, bajar y subir) para describirlas; y por eso el término "desconexión" evoca un gesto de una violencia inaudita: desconectarse de la red, que está siempre viva, que es ya la vida misma, entraña una decisión tan radical -implica un "no" tan crudamente "moral"- como la eutanasia. Es demasiado difícil salir de ella como para poder afirmar que estamos libremente allí: somos libres, más bien, cuando nos "salimos". Cuando, de algún modo, "nos matamos" para volver al trabajoso mundo analógico con sus lentos residuos materiales. Por eso casi nadie es capaz de hacerlo.

Somos rehenes de Twitter, digamos, como somos rehenes de nuestra vejiga y de nuestros pulmones. Lo que explica en parte que ahí dentro seamos siempre tan "viscerales". Personalmente, una vez empujado a su interior, he querido utilizarlo solo como herramienta, pero enseguida he quedado atrapado, lo confieso, en su dimensión orgánica, y ello hasta el punto de que, puesto que estoy viejo para mudarme, agradecería mucho que, contra mi débil voluntad, se cumpliesen los apocalípticos vaticinios de estos días y desapareciese para siempre. Creo, de hecho, que esta alarma apocalíptica, formulada en términos territoriales, está relacionada, en realidad, con la inmanencia orgánica mencionada. Mi amigo vaticanista Gorka Larrabeiti, un poco perplejo por "la hiperreacción global ante el supuesto fin de Twitter", la interpretaba como "el enganche de una banda de yonkis". Tiene razón, como lo indica el exultante relincho del dueño de Tesla el 18 de noviembre: "acabamos de alcanzar otro record histórico en el uso de Twitter". También el novelista Isaac Rosa apuntaba en esa dirección en un reciente tuit: "entiendo cómo os habéis sentido ante un posible cierre de Twitter, pero me imagino a Elon Musk frotándose las manos mientras lee en el sofá miles de tuits de gente ansiosa por perder amigos, visibilidad o dopamina". Y otro escritor, Xandru Fernandez, resumía el solipsismo elegíaco de Twitter de estos días en la siguiente sentencia: "una red social para hablar todo el rato de una red social es la utopía de alguien, pero no la mía". Basta la amenaza del colapso para que la dimensión herramienta y la dimensión territorio desaparezcan de pronto y nos encontremos con la inquietante distopía de un órgano que retransmite desde dentro su propia destrucción.

La prueba de la raíz orgánica de nuestra integración en las redes es que, aunque lo sabíamos, sólo ahora, tras el batacazo de Musk, hemos tomado conciencia de que Twitter es una propiedad privada. Nuestras metáforas, en cualquier caso, siguen siendo territoriales porque, con independencia de que no podamos salir, nos movemos ahí en un espacio virtual generador, como lo son todos los espacios (incluidas las cárceles y los cuarteles), de vínculos comunitarios. Así que, ante el improbable cierre (o apagón) de Twitter, hablamos de "mudarnos" y nos dejamos llevar por una nostalgia anticipada, como si se estuviese acabando el verano o tuviésemos que despedirnos de los compañeros intensos y volátiles de un viaje organizado. Pero no hacemos nada. Es mucho más fácil, insisto, renunciar a la bebida o al sexo que dejar Twitter y, sin embargo, ninguno de sus usuarios parece dispuesto a ningún gesto para defender la inesperada "esfera pública" que nosotros mismos hemos creado activamente -orgánicamente- a través de millones de intervenciones privadas cotidianas.

¿Y qué podríamos hacer? Hemos sabido que -según las versiones- cientos o miles de trabajadores han abandonado la empresa en protesta por las condiciones laborales que quería imponerles Elon Musk después de comprar por 44.000 millones de dólares la red social. No parece que se haya tratado de una acción coordinada, puesto que, hasta donde yo sé, no ha habido ningún comunicado ni ninguna explicación colectiva. Algunos se han despedido paradójicamente en la propia red social y algunos han celebrado su gesto con un tuit. Es realmente bonito y esperanzador que cientos o miles de trabajadores sean capaces de renunciar así a sus medios de vida por pura dignidad humana, revelando además, mediante ese gesto, la dependencia del omnipotente Musk del trabajo ajeno. Pero no debemos olvidar que, en realidad, todos trabajamos para Twitter, cuyos beneficios dependen de la publicidad y de las licencias de datos; es decir, de la metabolización "orgánica" de los datos personales que activa e inconscientemente ("orgánicamente") incorporamos al sistema. En el mundo virtual, la frontera entre un usuario y un trabajador es cada vez más borrosa. Como medida de presión y, si se quiere, por pura dignidad humana, ¿no deberíamos abandonar Twitter en masa tras una campaña viral, facilitada por la propia inmanencia celular del medio? Que nadie lo haya propuesto, que muchos (incluido yo mismo) consideren esta sugerencia un disparate, sólo demuestra que la red social parece pero no es un territorio; parece pero no es una comunidad. Es un riñón. Nadie "se sale" de su riñón. Aguardamos resignadamente a que nos falle para buscar un trasplante o una diálisis.

Los rebeldes que han dejado de trabajar en Twitter, ¿habrán salido también de la red social? Eso, me temo, es mucho más difícil.

Cuidado. Mientras existan las redes y funcionen territorialmente, parte de nuestra vida y de nuestras políticas se jugarán ahí. Habrá que disputar, por tanto, la hegemonía en su interior, como lo hacemos en los parlamentos y en las calles. Habrá que intentar asimismo tratarlas como a herramientas orientadas a promocionar o moldear acciones en el exterior. Pero no nos engañemos: tenemos que luchar en ellas y al mismo tiempo contra ellas. No han venido a liberarnos sino a darnos más trabajo: el de disputar su propiedad y su contenido, como bien señalaba Íñigo Errejón en un tuit, y el de evitar que nos parasiten del todo. La eutanasia intermitente es también ya una obligación militante en favor del mundo analógico material que queremos conservar y transformar.

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