La Unidad Friedman es un espacio temporal de seis meses. El concepto se acuñó en honor a Thomas Friedman, columnista sempiterno de The New York Times. Friedman (que no guarda relación con el famoso economista neoclásico) es conocido por las nociones de geopolítica que extrae de conversaciones con taxistas y su fascinación por la globalización, que acostumbra a describir recurriendo a metáforas calamitosas. Pero la unidad que lleva su nombre se gestó durante la guerra de Irak. Durante dos años y medio (siendo precisos: del 30 de noviembre de 2003 al 16 de mayo de 2006) el periodista afirmó un total de 14 veces que "los siguientes seis meses" serían cruciales para determinar la dirección definitiva que tomaba el conflicto.
La Unidad Friedman es un cliché risible. Pero sigue siendo muy socorrida a la hora de hacer predicciones. Prueba de ello es el caso de la Unión Europea. Desde hace también dos años y medio, tanto Bruselas como los Estados miembros están insertos en un bucle en el que "los siguientes seis meses" (de confinamientos, de campaña de vacunación, de recuperación económica, de transcurso de la guerra en Ucrania, de gestión de la crisis energética) son cruciales para determinar su futuro. Mientras se escriben estas líneas, por ejemplo, "los siguientes seis meses" son clave para garantizar la viabilidad de nuestro suministro energético; descubrir si se erosiona o no el apoyo de la opinión pública a Ucrania ante la agresión rusa; evaluar qué dirección tomará la reforma de las reglas fiscales europeas; y comprobar si aparecen o no nuevas variantes del covid-19. Europa atraviesa más momentos definitorios de los que es capaz de digerir.
La mayoría de estos problemas no son existenciales para potencias como China o Estados Unidos. La razón es que nadie duda de su integridad como Estados. En la UE, sin embargo, una respuesta fallida –como la que se dio a la crisis financiera de 2008– amenazaría con hacer descarrilar el proceso de integración europeo. Así que cabe plantearse qué necesita Europa para resolver esta concatenación de crisis –o policrisis, siguiendo la expresión que ha popularizado el historiador Adam Tooze–. Pero también, y sobre todo, qué reformas harían posible salir del bucle actual y no enfrentarse a un momento definitorio cada medio año.
No existe una solución definitiva a este problema, que en cierta medida es consustancial a la UE. Pero un primer paso muy útil pasaría por tomarse en serio la provisión de bienes públicos a escala europea. Hasta ahora la mayor los principales responsables de proveer bienes públicos en la UE son sus Estados miembros. En el contexto actual, no obstante, los países de la UE atraviesan dificultades de tal magnitud que no tendría sentido hacerles frente con 27 estrategias diferentes, sino aunando recursos en un plan consensuado.
El primero de ellos es la sanidad. En este ámbito la UE avanzó de forma nítida en 2020. La pandemia se interpretó –correctamente– como una amenaza para el conjunto de la Unión, que exigía una respuesta mutualizada. Las iniciativas de compra de vacunas lanzados por la Comisión, la suspensión de las reglas fiscales europeas y las medidas anticrisis (tanto nacionales como europeas) facilitaron una recuperación económica más pronunciada que en 2008. La reacción europea fue imperfecta y en ocasiones irritantemente lenta. El funcionamiento de la sanidad pública no depende de la UE y su infrafinanciación es un problema de primer orden, como se ha mostrado recientemente en Madrid. Pero nada de eso altera lo fundamental: en este apartado, la UE logró estar a la altura de las circunstancias.
En el ámbito energético, la situación es menos alentadora. Que la energía es un bien público estratégico quedó patente en febrero de 2022. El estallido de la guerra en Ucrania hizo saltar las costuras del modelo energético alemán, demasiado dependiente del gas ruso. Un verano de sequía y problemas de mantenimiento en varias centrales han puesto en duda la viabilidad del modelo francés, diseñado en torno a la energía nuclear. Estos problemas –unidos a una dependencia exacerbada de fuentes de energía sucias, como el carbón o incluso madera– muestran que la UE llega tarde y mal al reto de la transformación energética. En el lado positivo de la balanza, los fondos NextGeneration identifican la transición energética como un área prioritaria para la inversión pública. Representan una oportunidad sin precedentes para apostar, a escala europea, por un modelo más funcional y sostenible. Por otra parte, la guerra en Ucrania debería haber promovido una reconsideración más ambiciosa del papel de las políticas energéticas comunes. Y las consideraciones nacionales siguen pesando de forma desproporcionada a la hora de formular proyectos energéticos alternativos.
Un tercer bien público clave es la seguridad. Aunque sea recurrente anunciar el "despertar geopolítico" de una UE malacostumbrada al pacifismo, no es cierto que el gasto militar europeo sea insignificante. En 2019, el gasto en defensa del conjunto de los 27 ascendió a 168.500 millones de euros. Eso representa más de 2,5 veces el gasto militar ruso en defensa aquel año, y ni siquiera tiene en cuenta la contribución de otros socios europeos de la OTAN, como Reino Unido. El problema de la UE es en parte técnico: la fragmentación de sus industrias de defensa impide desarrollar economías de escala que vuelvan el gasto en defensa más eficiente. Pero sobre todo es político: los Estados miembros son reacios a ceder soberanía en este apartado, y muchos de ellos (especialmente los de Europa del este) conciben la cooperación de seguridad en el marco de la OTAN, pero no el de una UE que consideran poco resolutiva.
Una vía para reformar estos tres ámbitos al mismo tiempo pasaría por modificar sustancialmente las reglas fiscales europeas, actualmente pendientes de reforma. Establecer una capacidad fiscal permanente (inspirada en los fondos NextGeneration) para reconducir la crisis energética y facilitar la inversión en defensa sería una apuesta más realista que volver al modelo de la austeridad presupuestaria. Siendo más exigentes –o, sencillamente, reconociendo que nos encontramos ante varias emergencias simultáneas–, se podría exigir una reforma de los tratados de la UE. O extender el enfoque de bienes públicos europeos a ámbitos como el de la infraestructura digital y el diseño de políticas industriales. En los últimos años, al fin y al cabo, se han realizado avances que hasta 2020 parecían inasumibles. El endeudamiento conjunto para hacer frente al covid-19, el debate sobre el tope a los precios energéticos, y la firmeza en las sanciones conjuntas a Rusia dan buena cuenta de los avances logrados.
El riesgo ahora es que en la UE se instaure la fatiga tras un periodo de avances e hiperactividad. En el ámbito intergubernamental, las tiranteces entre Francia y Alemania son una mala noticia. En el comunitario, la propuesta de reforma de las reglas fiscales de la Comisión peca de tímida. Estas reticencias se deberían acallar con una frase lúcida de John Maynard Keynes: "nos podemos permitir todo lo que seamos capaces de hacer". La UE es capaz de resolver las crisis actuales pensando más allá de los siguientes seis meses vista. Lo que no puede permitirse, llegados a este punto, es ser menos ambiciosa.
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