Dominio público

Hay que polarizar bien

María Corrales

Hay que polarizar bien
La presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, durante una sesión plenaria en el Congreso de los Diputados, a 30 de noviembre de 2022, en Madrid (España).- EUROPA PRESS

Nueva York, fecha indeterminada. Un superhéore llamado el Patriota baja del cielo y se presenta en una manifestación trumpista de apoyo a su figura. En la concentración se ha colado un detractor que le lanza una botella. El Patriota, que ya hace tiempo que dejó de controlar sus impulsos, le lanza uno de sus rayos láser y le asesina frente al público y las cámaras. Sus simpatizantes se quedan helados por un momento, pero a los pocos segundos empiezan a aplaudir. Algo ha cambiado. Ya no le adora el conjunto del pueblo americano, pero hoy el héroe americano cuenta con un séquito capaz de justificar cualquier cosa por él. El espectador se pregunta: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Este es el final, sin spoilers, de la tercera temporada de The Boys cuya visualización recomiendo encarecidamente en estos tiempos en que el debate de la polarización vuelve a estar tan a la orden del día. Un retrato crudo, con guiños a Tarantino, Trainspotting o Taxi Driver que humaniza y caricaturiza la figura del superhéroe como el gran símbolo de los valores mercadotécnicos del mito americano para adentrarse, a su vez, en los principales conflictos instalados en los Estados Unidos. Desde el feminismo hasta el Black Lives Matter, pasando por la apropiación de las reclamaciones LGTBI por parte de unas élites económicas fundadas por los nazis. Nadie se salva, tampoco los buenos, los The Boys, que lejos de ser moralmente superiores al enemigo que combaten, viven atravesados por las mismas adicciones, conflictos interiores y un debate interesantísimo en torno a la utilización de los métodos del adversario.

El planteamiento de la serie desarrollada por Eric Kripke nos da algunos elementos interesantes para medir nuestro presente. En primer lugar, plantea el trumpismo no solamente como una escisión de las élites, sino como una radicalización de las mismas en un momento de debilidad. Esto es, después de haber visto cómo los consensos que anclaban su hegemonía total se van resquebrajando gracias a los golpes que han recibido desde dentro y desde fuera. En este sentido, la analogía con la extrema derecha de nuestro país es clara: la parte de las élites que ha abrazado a Vox preferiría no haber tenido que hacerlo, estaban mucho más tranquilas en sus alianzas de bloque que desde el anonimato y la cara amable les permitían mandar sin tener que hacerse cargo de las "tensiones" innecesarias que su nueva pata autoritaria acaba provocando.

Y es que vamos a ser claros, el consenso, y más en un país marcado por la cultura de la Transición que escondió bajo la alfombra al conflicto obrero como el verdadero artífice de la democracia, es siempre el terreno fértil para los que mandan. El problema no es la polarización entendida como la irrupción de las pasiones y los bandos en política frente a una suerte de arquetipo liberal en el que todos somos individuos racionales que transferimos nuestros intereses objetivos a una cámara de representantes de la que no esperamos que nada más que buenas palabras y entendimiento. Tampoco la dureza de las palabras o el tono empleado aunque esto escandalice a los salones de té inglés en los que se han convertido algunas tertulias. El conflicto es intrínseco de las sociedades democráticas y negarlo no te hace más demócrata. Defender la democracia en este contexto es exigir que se acoten los límites de lo políticamente posible en la deshumanización del adversario que puede acabar provocando escenas como la que inicia este artículo. Y el relato de la "polarización" lo único que hace es darle una coartada a la extrema derecha para poner la diana, ya no sólo en los demás representantes de la cámara, sino en opciones políticas concretas o en colectivos determinados como el de los migrantes a quien vinculan sistemáticamente con la delincuencia desde la Tribuna sin que la Mesa del Congreso levante un dedo.

Del mismo modo, tampoco se trata de escandalizarse y situarse al margen de la crispación, sino de ir un paso más allá y de poder debatir sobre qué ejes debe pivotar la mal llamada "polarización" en un contexto en el que son muchas las tensiones que recorren el campo social. Lo decía el propio BCE hace pocos días, en 2022 los beneficios de las empresas han crecido siete veces más que los salarios. Mientras tanto, la mayor parte de la cámara del Congreso sigue negándose a topar los precios del alquiler y la patronal bloquea la actualización de salarios. ¿Dónde está el consenso que los políticos no respetan? ¿Dónde está esa sociedad madura, moderada y reconciliada de la que tanto se habla para oponerla a la arena política?

Comparto, y lo hago encarecidamente, que una de las cuestiones que ha alejado más a la ciudadanía de sus representantes es que en múltiples ocasiones la bronca parlamentaria se dirime entre los problemas de los políticos, ejes ideológicos alejados del sentir general, la solidaridad entre sí mismos o cortinas de humo que pretenden desplazar las verdaderas tensiones que dividen el campo social. Sin embargo, este es el debate que, a mi entender, debe interesarnos. A quién engloba y a quién no el cuerpo político y ciudadano al que se apela cuando se abren las tensiones. Quiénes son ellos y quiénes somos nosotros. A quiénes son útiles y a quiénes no las tensiones ideológicas dentro y fuera del hemiciclo. Qué anticipan y que no ciertas batallas políticas aunque, en un primer momento, haya que darlas en un terreno absolutamente desfavorable.

En este sentido, tengo claro que aceptar el marco de la polarización es pan para hoy y hambre para mañana. Porque cualquier apuesta política que aspire a transformar su sociedad debe ser consciente de que eso pasa necesariamente por hacer aflorar aquellos conflictos que existen y que sólo quién tenga mucho que perder en el campo de lo establecido podría desestimar. La única bronca que hay que negar es, por un lado, la bronca estéril, la que por muy elevada que sea en el tono, busca poco menos que un titular en prensa y cuyos efectos sociales acaban siendo mucho más moderados de lo que parece a simple vista; y, por el otro, la que deshumaniza. Y es que como ocurre en The Boys, no hay que temerle a la confrontación que divide siempre y cuando el objetivo sea el de buscar la unidad entre los desposeídos.

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