Dominio público

Mucho golpe de estado y pocas nueces (ojalá)

Nere Basabe

Jacob Anthony Chansley, con la cara pintada con los colores de la bandera de EEUU, uno de los seguidores de Donald Trump que protagonizó el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, en Washington. REUTERS/Stephanie Keith
Jacob Anthony Chansley, con la cara pintada con los colores de la bandera de EEUU, uno de los seguidores de Donald Trump que protagonizó el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, en Washington. REUTERS/Stephanie Keith

Los préstamos lingüísticos no dejan de ser transferencias culturales que, en el caso del vocabulario político, dejan una herencia cuando menos curiosa: le debemos al euskera, por ejemplo, que las políticas progresistas reciban el nombre de "izquierda" (ezkerra) y no "siniestra" (sinister), como a algunos cenizos diestros les gustaría. El inglés no suele ser muy dado a reconocer que existen otros idiomas en el mundo, pero su literatura política se negó a acuñar términos propios para cierto tipo de desórdenes ajenos a su tradición de tranquila (más o menos) monarquía parlamentaria: "guerrilla" o guerrila es una palabra tan española como internacional, no por culpa del Che Guevara sino por los patriotas que lucharon contra las tropas napoleónicas a principios del siglo diecinueve. Para referirse a un golpe de Estado, en cambio, los refinados ingleses prefirieron el francés, que hace que hasta el Coup d’État suene a anuncio de perfume para la campaña de Navidad.

Y es que los coup d’État fueron una cosa muy napoleónica, del tío al sobrino Bonaparte que, tras consagrarse como el primer presidente de la República francesa elegido democráticamente, decidió darse el primer autogolpe de Estado de la historia, para gobernar más y mejor (sobre todo más) como Emperador, y contra los límites que le imponía el corsé de la Constitución y el miriñaque parlamentario. Tampoco es que, más allá de la familia Bonaparte, Francia tenga una larga historia golpista, por mucho que a Mitterrand le gustara referirse a la Quinta República de Charles de Gaulle como un "golpe de Estado permanente" (curiosamente, al llegar él al poder tampoco varió las enormes atribuciones que aquella constitución presidencialista y personalista le arrogaba).

Desde entonces lo del golpe de Estado suena a países tercermundistas, regímenes africanos y fracasos latinoamericanos. Y a las derechas españolas que, ya sea por las armas o las declaraciones incendiarias, también es muy aficionada al Chanel, el Lacoste y el coup d’État.

Existen innumerables definiciones (tantas como estrategias) para el golpe de Estado. Su mínimo denominador común es la toma del poder, de forma ilegal, de unos poderes públicos en detrimento de los restantes (normalmente, el ejecutivo contra el legislativo), haciéndose con el control de (o neutralizando) los órganos centrales del Estado. Si lo asesta el ejército, franceses e ingleses se refieren a él con el término suizo-alemán de putsch. En España, el golpe militar se llamaba "pronunciamiento", hasta que las fuerzas armadas dejaron de ser de izquierdas. Así que ahora todo es en nuestro idioma golpe de Estado. Como se queja Franco a Mussolini en un meme popular, "ahora todo es un golpe de Estado menos lo mío". Un golpe que, efectivamente, salió tan mal que duró tres sangrientos años –y más allá.

Hace algo más de cuarenta años que en España no tiene lugar un intento de golpe de Estado, y sin embargo el término nos asalta más que nunca antes desde los medios de comunicación y en boca de nuestros políticos. Si esto no es "ruido de sables" (otra expresión política eminentemente española y con derivación chilena), que vengan los padres de la Constitución y lo vean. Cuando desde Podemos denuncian la "violencia política" expresada en el lenguaje parlamentario, tal vez deberían empezar su pedagogía por ejemplos flagrantes como estos.

Es extrañamente curioso que al gobierno de Pedro Sánchez, seguramente el presidente de la España democrática que menos poder concentra (sin olvidarnos del pobre Calvo Sotelo), se le acuse obstinadamente de autoritarismo o golpismo. No gobierna en solitario, sino en coalición con otro grupo fruto, a su vez, de otra opción de coalición. La coalición de gobierno tampoco ostenta la mayoría en el Congreso, depósito de la soberanía nacional donde se ve obligado a pactar para sacar adelante leyes y decretos con grupos políticos variopintos. La aritmética no está siendo fácil, pero está saliendo bien: tres presupuestos generales sacados adelante en tiempo y forma, y unas cuantas leyes para mejorar la vida de la gente; aunque sea gracias a un diputado conservador que no sabe apretar un botón. En un país acostumbrado al bipartidismo y las mayorías absolutas, resulta que el mandato de Sánchez está resultando el más pluralista y democrático de la ya no tan joven historia de la democracia. Y, sin embargo, ningún gobierno ha recibido ataques tan virulentos, ni siquiera el del PSOE del GAL fustigado por el aznarismo.

Otra cosa es cuestionar, o criticar, algunas de sus iniciativas legislativas, que en todo caso no puede imponer ahora una mayoría absoluta unicolor como hasta tiempos recientes, sino que tendrán que consensuarse con otras fuerzas políticas (y que otras fuerzas políticas contrarias, cuando lleguen al gobierno, podrán modificar o revertir; spoiler: no lo harán, como no lo hicieron con el divorcio, el matrimonio igualitario o el aborto contra los que tanto escándalo agitaron).

Pese al delicado equilibrio de apoyos, al gobierno parece que le ha entrado un frenesí legislativo en el sprint final de la legislatura. Controvertida fue en su momento la aplicación del delito de sedición, esa antigualla anómala de nuestro ordenamiento jurídico, a los procesados del Procés, así que nada que objetar a su modificación (si acaso, está por ver en qué se convierte, como alertan movimientos sociales como la PAH). En cuanto a la malversación, está claro que el lucro personal debe ser un agravante (agravante jurídico, moral y hasta estético, como el padre de la eurodiputada Kaili tratando de huir con una maleta llena de dinero supuestamente proveniente de sobornos cataríes), del mismo modo que es un agravante si, además de violarte, te dejan medio muerta tirada en una cuneta. Pero eso no significa que si no te rompen una costilla sea menos delito.

Acotarlo al lucro personal rebajando las penas para otras modalidades abre la brecha para demasiados debates bizantinos (y para el poder de discrecionalidad del juez de turno): beneficiar a tu cuñado, tu hermano, o tus amigos constructores, ¿no es lucro personal? ¿Y sufragar la reforme de la sede de tu partido con donaciones ilícitas?

Es un hecho que la corrupción se extendió en Europa como un problema generalizado desde los años noventa. Y es que la política cada vez resultaba más cara: se disparan los gastos de campaña y asesores, mientras la afiliación política y sindical no deja de caer, y en el sector privado abunda el dinero. Nuestros sistemas políticos no permiten las millonarias donaciones de particulares que forman parte natural de la vida política norteamericana, así que la mayoría de las tramas políticas de corrupción están relacionadas con la financiación ilegal de los partidos, y llevan treinta años llevándose gobiernos europeos por delante, de Bettino Craxi a Helmut Kohl o Jacques Chirac. En Bélgica incluso acabaron a tiros.

Con la ley del "Solo sí es sí" entraron en colisión dos principios básicos del Derecho: el de la interpretación de la letra de la ley de acuerdo con el espíritu general de la misma (que desde luego no era ser más tolerante con las agresiones sexuales), contra el principio de retroactividad si la nueva ley y las penas previstas benefician al condenado. Lástima que tengamos los órganos judiciales que podrían dirimir y fijar jurisprudencia (el Tribunal Constitucional, el Consejo del Poder Judicial) secuestrados por aquellos que van llamando golpistas a los demás. En el caso de la posible reforma del delito de malversación, parece clamar escandalosamente otro principio fundamental del Derecho: aquel que dice que no se puede legislar ad hominem. No se trata de punitivismo, pero a la opinión pública no le gustan los violadores en la calle, aunque la ley los ampare, ni los corruptos impunes.

Nos hartamos de repetir que el "problema" de Cataluña (que no es tal, sino parte consustancial de los avatares de un Estado plurinacional) era político y debía resolverse políticamente, no ante los tribunales. No volvamos a caer en ese error ni a darles alas. Porque ese es el verdadero problema de la derecha española: que no tiene proyecto de país, más allá de imponer su españolidad de pulserita rojigualda por la fuerza, en el que hallen encaje las llamadas "nacionalidades históricas" (ya lo reconoció alguien en el PP vasco a micro cerrado: sin ETA se habían quedado sin programa).

No fueron golpistas los líderes del Procés (no vi a Oriol Junqueras entrando en el Congreso pistola en mano, ni a las CUP tomando el Pirulí de Radio Televisión Española; tal vez habría que volver, en cambio, a por qué Cataluña no puede celebrar un referéndum legítimo como ocurre en Escocia, Quebec, o los pueblos de Don Benito y Villanueva de la Serena). Menos aún lo es el gobierno de coalición, que se limita a legislar con mayor o menor acierto y siempre con la condición de contar con los apoyos parlamentarios suficientes.

Por eso mismo tanto "golpe de Estado" y tanto "dictador" en el debate público me ponen los pelos de punta: ¿qué buscan, con tanta mentira grandilocuente y acusaciones infundadas? ¿A quién pretenden azuzar con este nivel de descalificaciones irresponsables? Porque a base de insistir machaconamente en la ilegitimidad de este gobierno salido de las urnas, podrían estar dando aliento al puñado de perturbados que nunca falta para tratar de deponerlo. Lo hemos visto en el asalto al Capitolio o en la macroperación contra los "Ciudadanos del Reich" de la semana pasada, no hay que irse hasta el Perú.

Sabemos que, a algunos, cuarenta años de dictadura les supo a poco, pero quiero pensar que la ciudadanía, entre la inflación y las compras navideñas, está a otra cosa. Nos salvará su desafección política. Así que poca broma con los petits coups d’État, que luego nos hacemos pupa. Y la sangre nunca es retórica.

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