Si hay algún acontecimiento que ha marcado este año, tanto en el plano nacional como en el internacional, es, sin duda la guerra en Ucrania. Si bien no el único conflicto viva en la actualidad, parece que no hay discusión sobre las derivadas que esta guerra lleva aparejadas en el ámbito de la gobernanza global y la arquitectura de seguridad actuales.
Comenzábamos el año con varias incertidumbres que incluían la evolución económica y social de la salida de la pandemia y en cómo se situaría la Unión Europea en el mundo. Se quería poner ya en marcha de manera real la tan traída y llevada autonomía estratégica, un concepto que se iba a materializar durante el primer trimestre del año en la denominada Brújula Estratégica. Había una conciencia clara desde la llegada de la Comisión von der Leyen de la necesidad de que Europa encontrara su lugar en el mundo como potencia geopolítica. Las sucesivas crisis atravesadas en un corto espacio de tiempo mostraban que no era suficiente con esgrimir un poder normativo que pretendía ser transformador, pero cuyos resultados no habían sido los aparentemente esperados por Bruselas. Así, la ampliación se había tornado en una política incómoda que se alargaba en el tiempo sin conseguir un avance real de estabilidad y democracia en la región de lo Balcanes, la política de vecindad había demostrado su fragilidad y ausencia de capacidad transformadora en la periferia inmediata de la UE, la llegada de Trump a la Casa Blanca y las políticas proteccionistas había mostrado la debilidad intrínseca de la apuesta europea por el por un multilateralismo que sólo se apoyaba en marcos regulatorios y de mercado fuertes. Por fin, la pandemia, también dejó al descubierto las costuras de la incapacidad productiva industrial europea y su extrema dependencia de los países asiáticos, en especial de China, lugares de deslocalización de una parte sustantiva del sector productivo europeo. Tres eran los ejes esenciales de la debilidad europea: la dependencia de suministros, la dependencia militar y la dependencia energética. Y los tres debían abordarse con el lanzamiento de la Brújula Estratégica, un plan al medio y largo plazo para situar a Europa en una mejor posición estratégica en relación con China y Estados Unidos enzarzados ya en una suerte de competición por la hegemonía global.
Poco se podía imaginar la UE que durante este año el renacer de la geopolítica iba a acelerar el paso y se iba a dar de bruces contra él, tal y como sucedió el 24 de febrero. La guerra imperial lanzada por Rusia contra Ucrania situaba, de nuevo, una guerra convencional a las puertas de Europa. Y Europa, como en otras ocasiones, no estaba preparada para ello. La necesidad de reaccionar de manera rápida hizo que todo el plan se viniera abajo. Durante estos meses ninguna de las tres dependencias se ha reducido. La dependencia energética se ha desplazado desde Moscú hacia EEUU y los países del Golfo; la dependencia militar en relación con EEUU se ha profundizado y la dependencia de suministros fundamentalmente procedentes de Asia se ha acentuado.
Pero además de en Europa, la guerra en Ucrania, está teniendo efectos globales extremadamente relevantes. Más allá, de la guerra convencional, asistimos a la profundización de una tendencia que ya asomó durante la COVID19, esto es, un proceso de transformación de la gobernanza mundial que todavía no sabemos hacia dónde evolucionará. Por el momento, se observa una configuración del mundo en bloques, de un lado Occidente con la OTAN y EEUU liderando, de otro, China y Rusia aliados estratégicos y, finalmente, un conjunto de países el Sur Global. Estos últimos reivindican desde hace años su propia agencia, sus propios intereses, y que en el marco de esta guerra muestran su no alineamiento en relación con los dos bloques. Ellos son los que llevan tiempo padeciendo la indiferencia de los países del Norte occidental ante graves problemas que arrastran históricamente. El descontento generado por esta dinámica ha provocado que el hueco haya sido ocupado por Rusia y China alternativa o simultáneamente según los casos.
Así las cosas, terminamos un año en el que desde Europa se está volviendo a vivir de manera directa los efectos de la guerra. Guerras que siempre se habían considerado como ajenas y que no se contemplaban como una opción entre los países más ricos y desarrollados del planeta. Una guerra, además, con efectos no previstos en cuestiones que afectan a la seguridad energética, la seguridad alimentaria o a la seguridad humana y que impactan a lo largo y ancho de todo el planeta.
Todo apunta a que el nuevo año no traerá demasiadas novedades en relación con estas cuestiones, pero sería interesante que, al menos, se comenzara una reflexión en torno hacia cuáles han sido las causas que nos han traído hasta esta situación y, una vez en este punto, hacia dónde queremos avanzar y con qué prioridades. ¡Feliz Año Nuevo!
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