En la conferencia de Davos de la semana pasada tuvo lugar un debate extraño. El tema de la discusión era Desglobalización o reglobalización, y los organizadores juntaron para dirimirlo a intelectuales británicos y estadounidenses, analistas internacionales de renombre y también al ministro de Asuntos Exteriores de Hungría (que llegó tarde y se limitó a reproducir el argumentario nativista del gobierno de Orban). La charla resultó más plana de lo que podía esperarse, pero dejó pistas sobre cómo se está imaginando el Estado venidero del mundo desde los centros del pensamiento atlántico, y cómo se anticipan las maneras para actuar en él.
En el centro de la discusión estuvo el concepto de "desglobalización", y para analizarlo se señalaron tres motores que supuestamente empujan hacia el desmantelamiento del orden que ha regido los destinos del planeta desde, al menos, la caída de la URSS. El primero de ellos es la policrisis, un término popularizado recientemente por el historiador Adam Tooze. Crisis energéticas, calentamiento global, sequías, guerras, pandemias, inflación: la policrisis describe un mundo en el que se acumulan las disrupciones masivas, superponiéndose las unas con las otras, interactuando todas entre sí de maneras imprevistas e inesperadas. Previsiblemente, el primer efecto de un mundo en policrisis es la desorientación de quienes viven en él. No hay una sola causa o una explicación lineal que sirva para atajar las crisis; no se ve un horizonte ni una solución que ofrezca garantías de estabilidad. Más bien al contrario: el mundo actual nos invita a asumir que la disrupción continua es el modo de estar en él.
El segundo motor de la desglobalización es lo que el analista Ian Bremmer definió como una recesión geopolítica, es decir, un momento en que las instituciones globales han dejado de reflejar los equilibrios de poder realmente existentes, y carecen por tanto de la legitimidad y la capacidad efectiva para mediar o proponer soluciones a los conflictos. Bremmer señaló tres dinámicas estatales que agravan hoy esos desequilibrios del poder global: las contradicciones internas del modelo chino, agigantadas por la gestión doméstica de la pandemia; unos Estados Unidos fracturados social y políticamente, y por tanto replegados sobre sí mismos; y el desencadenamiento de Rusia como poder rebelde, decidido a dinamitar la correlación de fuerzas global. A su vez, esta inestabilidad hace los conflictos más imprevisibles y multiplica los incentivos para competir o para ignorar los consensos previamente establecidos.
El tercero de los motores señalados es el factor tecnológico. Por una parte, el desarrollo técnico y económico de las economías emergentes les estaría haciendo perder la ventaja competitiva derivada de los menores costes de su fuerza de trabajo; el capital globalizado se quedaría progresivamente sin espacio para valorizarse. Por otra, la tecnología misma se ha convertido en campo de batalla fundamental para la lucha por la hegemonía global. Prueba de ello son las guerras de los chips: Washington lanza una movilización sin precedentes para reorientar las cadenas productivas e impedir que China culmine su gran salto tecnológico hacia delante. En el centro de todo ello Taiwán, donde el choque frontal de las dos potencias corre el riesgo de estallar en cualquier momento.
¿Quiere decir todo esto que la crisis de la globalización es irreversible? Es indudable que la acumulación de crisis y tensiones geopolíticas están interfiriendo con la lógica del sistema económico mundial tal como ha venido funcionando en los últimos 30 años. Pero procesos como el friend-shoring, la reordenación de cadenas de valor según criterios de seguridad y geopolíticos, no implican necesariamente menos interdependencia o una integración menor de las economías. Tooze dibujaba la imagen de una "globalización policéntrica": un mundo más inestable y conflictivo, con varias esferas separadas compitiendo por reordenarlo bajo distintos paraguas regionales de seguridad. Dicho de otra manera, lo que habría entrado en crisis no es solo la globalización per se sino también una de sus fases históricas: su fase universal, la que coincide con la vocación hegemónica de su gobierno.
En realidad el diagnóstico no es muy diferente del que dejó pronunciado el filósofo francés Bruno Latour: "El sueño global de la modernidad, o el sueño moderno de lo global, ha dejado de ser un horizonte político realista". Claro que Latour no se refería exactamente al mando de los Estados Unidos sobre el planeta o a la salud del sistema económico global. Se refería al gran elefante en la habitación de la discusión de Davos: lo que ha entrado en una crisis irreparable no es el sistema económico mundial tal como lo conocemos, sino la idea de que ese sistema pueda tener un futuro, es decir que los desafíos a los que nos enfrentamos tengan una solución y puedan ser asumidos por la lógica del mercado y las formas de ‘gobernanza global’ construidas a partir de ella.
Si la cumbre de Davos ha enviado un mensaje al mundo, de hecho, es que quienes gobiernan no disponen de las herramientas ni de la voluntad política para resolver el tipo de problemas que van a definir nuestra época. Puede que las luchas por el poder global que se avecinan acaben generando pequeñas bolsas de crecimiento y nuevas oportunidades de acumulación a corto plazo. Puede que las guerras tecnológicas acaben modificando los principios económicos de la globalización tal como la hemos conocido. Pero como ha escrito la analista británica Grace Blakeley en un artículo reciente, es evidente que el tipo de coordinación, el tipo de transformación económica y política que serían necesarias para afrontar las sacudidas de este maltrecho orden global, están hoy por hoy fuera del alcance de las instituciones y de la élite global reunida en Suiza.
El mismo día en que los intelectuales de Davos debatían sobre el futuro de la globalización, Oxfam denunció en su último informe que el 1% de la población se ha apropiado de dos tercios de la riqueza creada en el mundo desde 2020. Esta forma de desigualdad y de hiperconcentración de la propiedad ya no es una mera cuestión de política económica o social. Es, como dijo también Latour, la expresión de una cuestión geo-social en la que se dirime la suerte del planeta entero. Davos también nos obliga a reconocer que la democracia tiene un problema de escala: para reordenar la economía global se necesitan capacidades, herramientas e instituciones que hoy son inexistentes. Una nueva visión del mundo, un horizonte alternativo al desorden global que se avecina, debe empezar a construirse a partir de esa carencia.
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