Dominio público

La raíz económica de la corrupción

Fernando Scornik Gerstein

FERNANDO SCORNIK GERSTEIN

05-14.jpgFred Harrison, el gran economista británico, quizás el más distinguido think tank del grupo de Fulham, en Londres, nos cuenta en su último libro, La bala de Plata, una historia real e interesante que, dice, permite percibir la anatomía de la corrupción en nuestro quehacer diario. Harrison fue asesor de la Duma federal en Rusia en los tiempos de Yeltsin. Fue escuchado, pero finalmente se siguieron los dictados del Fondo Monetario Internacional y otros asesores del establishment occidental que terminaron con la entrega de los recursos naturales a los oligarcas y el hundimiento de la economía rusa.
La historia que nos cuenta comienza en la Perspectiva Nevsky, que es lo que podríamos llamar la Quinta Avenida de San Petersburgo. Allí, surgidos de las cenizas del comunismo, aparecieron comerciantes de toda Rusia deseosos de vender sus productos. Como no había tiempo –ni dinero– para instalar verdaderos establecimientos comerciales, los gobiernos municipales, incluyendo el de San Petersburgo, dieron licencias –en este último caso en la Perspectiva Nevsky– para instalar quioscos pagando unos pocos rublos de renta. Pero sucedió que unos estaban mucho mejor ubicados que otros. Los que estaban en las bocas del Metro producían un giro comercial mucho más importante que los otros. Ese exceso sobre la ganancia media, fruto de la ubicación, era lo que económicamente se denomina, renta del suelo y debería haberla cobrado el Ayuntamiento, pues no era fruto de la habilidad del comerciante, sino de la ubicación privilegiada. Pero el Ayuntamiento no cumplió con esta obligación, manteniendo los pocos rublos por el alquiler. Entonces apareció la mafia y con el argumento de la "protección" comenzó a cobrar cifras extraordinarias a los quioscos mejor ubicados y menos, como era lógico, a los más alejados. Lo cierto es que los improvisados comerciantes podían pagar y pagaron, pero no a las arcas públicas sino a las bandas de delincuentes organizadas que privatizaron la renta a su favor.
La conclusión de Harrison es obvia: si el Estado no cumple con su obligación de gravar las plusvalías del suelo –es decir, la renta– siempre habrá alguien dispuesto a apropiarse de ellas, sea como sea.
Volvamos ahora los ojos hacía nuestro país. Hay muchos casos, pero tomaremos uno notable por su magnitud: la operación Malaya, en Marbella.
Alrededor de este caso se han movido cifras de fábula. Están en todos los periódicos, no es necesario repetirlas. Sorprenden por su volumen, por el lujo en que permitía vivir a sus beneficiarios, por la impunidad con que se actuó durante muchos años.
Lo que interesa es determinar de donde salían esa sumas que percibían los "presuntos" –digo "presuntos" porque los juicios están todavía en marcha– corruptos. ¿Por qué los urbanizadores, constructores y especuladores podían pagar y pagaron cifras fabulosas por obtener licencias, permisos y cambios de destino, para parcelas originariamente no urbanizables? ¿De dónde provenía ese dinero? La respuesta es también obvia: del mismo origen que el dinero que pagaron los quiosqueros de San Petersburgo a la mafia, es decir de la renta del suelo. Cualquier cambio de destino, licencias obtenidas donde no era posible darlas, generaban para el beneficiario una plusvalía extraordinaria. Esa ganancia extra no provenía de los ladrillos sino de la ubicación, y era tanta que alcanzaba para pagar a los corruptos y embolsarse por los beneficiarios otra buena parte.

El Estado, al no cumplir con su obligación de gravar las plusvalías –es decir, devolver a la comunidad lo que la comunidad ha creado, pues la plusvalía es una creación social–, permite que los grupos de corruptos, asentados generalmente en los ayuntamientos, se apropien de ellas.
Y no es que en España no se haya previsto el problema. En los Pactos de la Moncloa –uno de los momentos de más sinceramiento de la vida política española– se dice expresamente: "La política de suelo y urbanismo propuesta se basa en tres principios: primero, en que la actuación pública debe reflejar el deseo social de ocupación y uso del suelo urbano; segundo, en que el plusvalor sobre el suelo urbano es fundamentalmente de la colectividad y, finalmente, que el sector público debe asumir un papel principal en lo referente a garantizar la entrada en uso del suelo urbano".
En los Pactos se proponen medidas, algunas se instrumentan tibiamente. El principio de que el plusvalor del suelo urbano pertenece a la colectividad, jamás se llevó a la práctica.
La Constitución española es menos clara. En su artículo 47 dice que "La Comunidad participa en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos". No dice en qué medida. La realidad es que ha participado en muy poco.
Lo notable es que el Partido Popular, que se ha cansado de batir el parche sobre la "ruptura de los acuerdos de la transición" sobre este acuerdo, el de la plusvalía, no dice nada. Lo penoso es que los economistas del PSOE tampoco mencionan los acuerdos preconstitucionales, ni siquiera el contenido del artículo 47 de nuestra Carta Magna. Para la gran mayoría de nuestros economistas –educados en los postulados neoliberales– la tierra es sólo una forma más de capital y, al parecer, poco importante. Que es distinta, ya que no es producto del trabajo como el capital, la realidad cotidiana lo demuestra, pero como dijera León Walras, los intereses que defienden el privilegio territorial han deformado la enseñanza de la economía en no pocas universidades. La tierra está detrás de muchas cosas: de la especulación, de la corrupción, de la crisis de la vivienda, de las debacles que siguen matemáticamente a los booms inmobiliarios, de las economías familiares ahogadas por las hipotecas, etc... Como decían los antiguos brahamanes –según cita Henry George–: "A quien quiera que en cualquier tiempo pertenezca el suelo, le pertenecen los frutos de éste. Parasoles blancos y elefantes locos de orgullo son las flores de una concesión de tierra".
La solución no es mirar para otro lado, sino atacar el problema y no esperar –como sucede ahora– que el valor de la tierra caiga no por políticas acertadas sino como consecuencia de la crisis económica o "desaceleración", como gustan llamarla. Tierra accesible y barata significa bienestar y prosperidad, tierra cara implica, para la gran mayoría, estrechez y dificultades económicas. A muchos de nuestros economistas –no a todos, gracias a Dios– se les puede decir aquello que Winston Churchill dijera en los Comunes a un parlamentario laborista: "El honorable miembro nunca tiene suerte en que los hechos que expone coincidan con la realidad".

Fernando Scornik Gerstein es abogado y presidente de la Internacional Union for Land Taxation and Free Trade

Ilustración de Mikel Jaso 

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