Dominio público

Grotescomaquias

Alana S. Portero

Historiadora, escritora y directora de teatro

Grotescomaquias
La vicepresidenta tercera y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz (i), y Pablo Iglesias (d), durante el acto de inicio de campaña de Unidas Podemos para las pasadas elecciones a la Asamblea de Madrid, a 18 de abril de 2021, en el barrio de Lavapiés, Madrid (España). Europa Press
(Foto de ARCHIVO)

Arranca Tolstoi su Anna Karenina diciendo que todas las familias felices se parecen y que las desgraciadas lo son cada una a su manera. Esto sirve como profecía autocumplida para nuestra izquierda, siempre a la contra en un país controlado por poderes que en los últimos 85 años nunca han estado dispuestos a aflojar la desmesura de su dominación. La izquierda española, la de base, heredera de las consecuencias de la guerra, humillada y orgullosa, se ve a sí misma abocada al desastre entre pequeños ataques de furia y lucha que sirven más para recordar más quiénes fuimos que quienes vamos a ser.

Estos días de Sumas, presencias y ausencias, de declaraciones veladas, de alusiones que se hacen jirones en el viento, mi mirada se desplaza justo al lado contrario, al de la derecha, que con sus torpezas, suele mantener el paso marcial al ritmo de siempre y da la impresión de ser un ente de fácil entendimiento e inquebrantable. Es fácil pactar entre estómagos llenos y rascadores de espaldas. Sabiendo que, pase lo que pase, su lugar en el mundo no va a desplazarse un milímetro, se acude a la mesa de negociación con mucha tranquilidad.

Esa visión de una derecha firme y una izquierda cojitranca, en perpetuo estado de sanación, es parte del relato que mantiene las cosas como están y también una pequeña trampa de este texto.

Hace dos semanas vivimos una grotescomaquia en el Congreso de los Diputados, a cuenta de la moción de censura armada por Vox con Ramón Tamames como estrella invitada, quizá, que yo recuerde, uno de los momentos más decadentes de la historia de nuestra democracia. La derecha institucional, vista de cerca, es tal y como la describía Romero Esteo en sus obras de teatro, atrapada en la importancia de rituales decadentísimos, populachera como un pasodoble a la hora de la siesta e incapaz de superar su única lógica, la extractiva, así la envuelva en sotanas o en libertades para pijos que brindan al atardecer en el Madrid de los desahucios.

Ver la cámara baja tomada por los padres cucharones enamorados de su propia historia, dejándonos en el umbral de nuestras casas cadáveres políticos de otro tiempo para que los volvamos a vestir con mortajas relucientes no es mi idea de la alta política y cuesta entender que la izquierda, pese al secuestro de medios de comunicación y las mil formas de manipulación a las que se ve sometida, no sea capaz de confrontar semejante narrativa de tapete sucio con efectividad.

Quizá la izquierda, las izquierdas, no sean esa familia desgraciada a la que se le permite algún pataleo que otro, o tocar poder de vez en cuando como si esto fuese el banquete de mendigos de Viridiana. Las narrativas lo construyen todo y permean en la vida material hasta el tuétano y mal hacemos comprando este marco discursivo de la impotencia. Quizá no es más que una familia cualquiera, capaz de lo peor y de lo mejor. No hace falta ser ingenuas, ni ilusionarse porque sea la palabra de moda, ni reírle las gracias a las candidaturas porque son las nuestras.

Tampoco obsesionarse con la unidad, a todas nos seduce la idea de un Frente Popular, aunque esa historia nos ha traído hasta aquí y ha de ser honrada, ya no es del todo la nuestra. Donde hay disenso hay movimiento, donde hay ramas, rupturas y escisiones al menos hay vida y ambición, donde hay orgullo por las siglas y por un proyecto, hay principios, nada de esto nos sobra. No seamos infantiles. Quienes no estamos en política institucional pero dependemos de ella, la ciudadanía, necesitamos un golpe de madurez, entender que de nada sirve forzar a darse la manita a quien no quiere dársela sin que eso signifique que, llegado el momento, no sabrán trabajar juntas. Los proyectos políticos no pueden, ni deben, ser a la carta de nuestras ternuras. Tienen que funcionar. Y si los números no dan, está en nuestra mano que den. Nada significan las pasiones, los afectos, las ilusiones y los fetiches de unidad si tenemos que comernos una olla podrida los próximos cuatro años. A veces conviene cierta desafección para despejar la mente y encontrar soluciones.

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