Dominio público

La posibilidad de un programa

Carlos Fernández Liria

Profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid

La posibilidad de un programa
Aniversario del 15-M, en 2016. (EFE)

De cara al próximo proceso electoral, en la izquierda quizás tenemos muchas discrepancias, lo que no es necesariamente malo, pero tenemos la posibilidad de un programa común, y eso sí que es una gran ventaja, si logramos clarificarlo. Y no es difícil, a mi entender, sus principios siguen siendo los mismos que unieron a tanta gente allá por el 15M y que inspiraron al primer Podemos. Lo condensó hace ya quince años Santiago Alba Rico en una fórmula afortunada que ha tenido mucho éxito: tenemos que ser revolucionarios en lo económico, reformistas en los institucional y conservadores en lo antropológico. Muchos se han apropiado de esta fórmula, pero no siempre se ha entendido bien.

Se trata de un programa republicano que intenta, ante todo, civilizar a los poderes económicos, que siguen aún en estado salvaje, sin someterse a ningún poder legislativo. Es un programa republicano que es reformista porque el ius reformandi es precisamente lo que define a las instituciones republicanas: que se fundamentan en el derecho a cambiarlas con arreglo a la ley. Y es conservador porque tenemos ya la convicción de que el ser humano no es viable más que conservando ciertas condiciones existenciales.

Hay que conservar, como es obvio, un planeta tierra habitable, hay que conservar un mínimo antropológico compatible con los derechos humanos y hay que conservar, por encima de todo, la dignidad, porque los seres humanos no nos conformamos con vivir, también queremos que la vida nos merezca la pena. Si la izquierda, que en otros tiempos pedía lo imposible, se ha vuelto ahora reformista y conservadora no es por una traición a sus principios revolucionarios. Es porque ahora tiene que luchar contra una revolución neoliberal que, para dar libertad al dinero, es capaz de demoler todas las catedrales de la civilización. El turbocapitalismo actual es antisistema y terrorista, es una fuerza salvaje capaz de deslocalizarse respecto a cualquier poder legislativo que pretenda civilizarlo. Son ellos, los que desde el PP y Vox, defienden ahora la revolución permanente. Y somos ahora nosotros los que, desde la izquierda, defendemos que el orden constitucional pueda llegar a ser viable.

Como había anunciado Marx, el capitalismo "todo lo ha disuelto en el aire". Unos echan de menos los sindicatos, otros, el derecho laboral y los convenios colectivos; otros echan de menos las patrias y las naciones; otros, la familia y la religión. Cada uno elige a su gusto lo que echa de menos. Por eso no tiene mucho misterio que haya aflorado una tentación que podríamos resumir en la gran jugada "rojiparda": cómo el capitalismo ha destruido la familia, la religión, los vínculos tribales y comunitarios, la identidad nacional, los valores antropológicos de la tradición, lo que hay que hacer es defender todo eso contra el capitalismo. Es un grave error. Para empezar, porque hay cosas peores que el capitalismo. El patriarcado, aliado con el catolicismo o el islam, o ahora, masivamente a nivel popular, con el evangelismo, ha producido y produce infiernos humanos irrespirables. Comparado con eso, el mundo ideal que, por ejemplo, un anarcocapitalista como Juan Ramón Rallo tiene en la cabeza, podría parecernos un mal menor. Los que siempre nos hemos considerado marxistas estamos curados de espanto. Marx, en efecto, tal y como solía reprocharle Hannah Arendt, jamás disimuló "un cierto entusiasmo por el capitalismo". Contemplando la inconmensurable devastación antropológica del capitalismo, siempre vio ahí el anuncio de una posible "fuente de desarrollo humano", la cual, bajo otras condiciones económicas, podría muy bien ser el punto de partida para un progreso moral de la humanidad.

Ahora que el capitalismo ha hecho migas la consistencia antropológica de la humanidad hasta escandalizar incluso a sus aliados más de derechas, lo que se impone es, sin duda, un programa conservador. Pero lo que queremos conservar son las instituciones republicanas que las clases trabajadoras lograron incrustar en legislaciones estatales. Queremos conservar la escuela y la sanidad públicas, el derecho laboral, las garantías jurídicas y la soberanía del poder legislativo. No es poca cosa, porque, es un programa imposible sin una verdadera revolución económica. Lo que queremos conservar no es ni mucho menos todo aquello que el capitalismo ha destruido. Lo que queremos conservar son las instituciones que garantizan nuestro derecho a la reforma. Queremos conservar las instituciones republicanas que tanto nos costó conquistar y por las que aún queda tanto por hacer.

Quienes primero pusieron este programa sobre la mesa, antes incluso del 15M, fueron los creadores de Juventud Sin Futuro, unos muchachos que apenas habían cumplido veinte años, entre ellos Rita Maestre y Eduardo Fernández Rubiño. Fueron los primeros que se definieron como conservadores porque querían conservar la sanidad y la escuela pública, el derecho laboral y el derecho a tener una pensión, esto último algo que hacía reír a los periodistas, viendo a muchachos tan jóvenes defender el derecho a tener un techo y un trabajo, su derecho a tener hijos y su derecho a hacerse viejos. Fue un momento decisivo que no podemos olvidar, menos aún ahora, cuando nos enfrentamos a una batalla por conquistar la alcaldía de Madrid. Ante todo, es preciso tener muy claro lo que hay que conservar y lo que hay que tener derecho a reformar. Lo que hay que revolucionar ya nos lo van a decir nuestros enemigos.

No podemos confundirnos. No podemos olvidar, frente a todas las tentaciones rojipardas de derechas y de izquierdas  que las instituciones que queremos defender eran, ante todo, un antídoto civilizatorio frente a las pretensiones totalitarias de la familia y la religión fundamentadas en la tradición. La escuela pública, por poner solo un ejemplo, se inventó para salvaguardar a los niños del totalitarismo ideológico al que podían someterles sus padres, porque no hay por qué pagar hasta los dieciocho años la desgracia de haber nacido en una familia del OPUS o del Frente Obrero. Por eso no queremos ni una derecha anticapitalista, como la que podrían defender Diego Fusaro o Juan Manuel de Prada, ni una izquierda "estalibana" enemiga de la diversidad y de toda esa experimentación queer que es ya es imparable e imprevisible. Bienvenido sea el futuro, con tal de que sea republicano, es decir, con tal de que pueda resistir el debate sostenido en un verdadero espacio público.

Si lo que hemos logrado en la actual legislatura pudiera convertirse en el comienzo de algo que hay que continuar, tendríamos que felicitarnos por lo que hemos conseguido. Viendo el éxito económico con el que se ha logrado gestionar situaciones tan insólitamente difíciles, uno se estremece pensando en lo que podría haber ocurrido si, por ejemplo, hubiese sido la derecha la que hubiera tenido que lidiar con la pandemia, al modo en que lo hizo Bolsonaro en Brasil o Ayuso en la Comunidad de Madrid. Fuimos capaces de nacionalizar los salarios, de sacar adelante una reforma laboral, de subir las pensiones y el salario mínimo, logrando mantener la inflación más baja de Europa. Hemos logrado discutir públicamente la ley del sólo sí es sí y el derecho de los trans a decidir sobre su identidad sexual. Tenemos ahora sobre la mesa el problema de la vivienda. No vamos por mal camino, sólo se trata de perseverar en él y anunciar que todo esto no ha hecho más que comenzar.

No es un programa muy novedoso, porque ya lo defendió Marx en su momento: ser revolucionarios (en lo económico) para poder ser reformistas, para salvaguardar el derecho a la reforma que define a las instituciones republicanas. Es el programa que defendió el primer Podemos, cuando todavía estábamos ahí todos y todas los que hoy estamos en Sumar. Nadie explicó este programa mejor que Pablo Iglesias e Iñigo Errejón en aquellos días del 2014, por eso les debemos muchísimo. Hoy parece que tuviéramos que volver a empezar, pero no es así. Hay cosas buenas que hay que repetir mil veces para que salgan adelante. Lo que no tenemos que repetir son los errores, los que nos hicieron en su momento dejar de sumar y empezar a restar. Cuando ahora rememoro esos años y pienso en la actual soledad de Pablo Iglesias, solo puedo decirme que nadie ha trabajado tanto para estar solo como él. Se le sigue esperando, si quiere sumarse.

El problema nunca fue el programa, que estaba muy bien pensado y muy bien explicado. El problema fuimos nosotros, demasiado narcisistas para estar a la altura de los cielos que queríamos asaltar. Si nos deshacemos de nosotros mismos, quizás podamos ganar.

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