Dominio público

Feijóo contra la Constitución

Jonathan Martínez

Periodista

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, junto a la presidenta del PP de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, el pasado 24 de octubre en Madrid. JUAN CARLOS HIDALGO (EFE)
El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, junto a la presidenta del PP de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, el pasado 24 de octubre en Madrid.
JUAN CARLOS HIDALGO (EFE)

Con el grueso de la prensa de su parte, Alberto Núñez Feijóo camina de plató en plató igual que un alpinista entre ochomiles, arrastrándose con respiración asistida, titubeando y exhibiendo todas sus carencias pero regresando más o menos ileso al campamento base. Los entrevistadores lo agasajan con preguntas dóciles, el ambiente suele ser festivo y casi presidencial porque las encuestas pintan prometedoras aunque Sánchez cabalgue ya con paso firme hacia la remontada. Las chácharas televisivas son tan cordiales que Feijóo tuvo la ocasión de rememorar su infancia en El Hormiguero y Ana Rosa terminó llamándolo presidente.

Sin embargo, incluso los más acérrimos arietes del antisanchismo se sienten en la obligación de preguntar por Vox. ¿Qué hace un hombre sensato como Feijóo, moderado hasta la médula, abriendo las compuertas a la ultraderecha desde el mismo día en que ascendió a los cielos de la calle Génova? ¿Acaso el líder equilibrado y centrista que han dibujado los medios conservadores no era más que una ficción, una túnica a medida, una jabonada a la carta similar a la que recibía Juan Carlos I cuando lo llamaban campechano o Felipe VI cuando lo presentaban como el aspirante mejor preparado de toda su dinastía?

El argumento de Feijóo parece simple y definitivo: Vox es un partido constitucional. Pero aunque pueda parecer un mero pliego de descargo o una muletilla defensiva, esta afirmación encierra todo un programa ideológico hecho de sutiles sobreentendidos. En un debate político contaminado por las simetrías, sostener que tus aliados son constitucionales equivale a decir que los aliados de tu adversario no lo son. Hace muchos años que la derecha española esgrime la Constitución igual que ondea un pendón rojigualda, como una muestra de patriotismo banderizo, como un símbolo vacío que solo sirve para abolir cualquier oportunidad de progreso.

Lo que Feijóo sugiere es que las fuerzas independentistas amenazan la Constitución que Vox defiende. Se refiere a ERC y a EH Bildu, que a sus ojos representan la faz más inaceptable del sanchismo. Pero decir que Vox es un partido constitucional conlleva una absurda redundancia, pues todos los partidos legales son constitucionales. De hecho, es el propio Tribunal Constitucional quien tiene la última palabra sobre la legalidad de una formación política. El Gobierno de Suárez avaló a ERC en 1978. La legalidad de EH Bildu quedó zanjada en 2011. La Constitución ya amparaba a ERC y a EH Bildu —oh, ironía— antes de que existiera Vox.

Para Feijóo, sin embargo, el problema no es la constitucionalidad sino los deseos de modificar la Constitución aunque la propia Constitución garantiza el derecho a la reforma en su Título X. Tanto es así, que el PP ha facilitado las dos únicas reformas constitucionales que han visto nuestros ojos. En 1992, la Carta Magna se amoldó al Tratado de Maastritch. En 2011, el artículo 135 se plegó a las expectativas de la Troika. La soberanía del pueblo, vaya usted a saber por qué, siempre termina subyugada por los cálculos monetarios de los banqueros. La Constitución es intocable hasta que los dueños del capital, que nunca tienen patria, reclaman un apaño.

Dirán que los independentistas nunca comulgaron con las ruedas de molino del abrazo del 78 y es verdad. En la votación parlamentaria de la Constitución, celebrada hace ahora 45 años, Euskadiko Ezkerra ofreció un votó negativo mientras que ERC optó por la abstención. Los representantes del PNV no acudieron al hemiciclo y Herri Batasuna apenas cumplía tres meses de edad. La letra pequeña, sin embargo, siempre olvida mirar a la bancada derechista. La mitad de los cargos de Alianza Popular votaron en contra o se abstuvieron. El diputado popular Silva Muñoz negó la Constitución por su "concepción plurinacional del Estado".

El Partido Popular de Feijóo, por mucha brillantina que espolvoree en sus razonamientos, conserva ese mismo espíritu negacionista de las naciones del Estado. En 2006, el propio Mariano Rajoy lideró una recogida de firmas contra un Estatut de Catalunya que había sido avalado por un 73’90% de votos en las urnas. El PP alegó que nación solo hay una, la española, a pesar de que el artículo 2 de la Constitución contempla los derechos de las diferentes nacionalidades. Sus compañeros de Vox, herederos del blaspiñarismo, continúan despreciando ese mismo artículo cada vez que se refieren a las nacionalidades históricas como "regiones".

Allá por 2019, Pablo Casado acusó a Sánchez de "gobernar contra la Constitución" y sostuvo que Podemos "lleva años fuera de la Constitución". Pedro Sánchez se revolvió contra aquellas insinuaciones con una pulla lapidaria: "Podemos cumple con la Constitución; ustedes, no". Lejos de parecer una hipérbole o una licencia poética, Iñaki Gabilondo recogía el guante y desarrollaba la idea contra la creencia machacona de que el PP y el PSOE son los dos únicos partidos constitucionales. La Constitución, dice Gabilondo, parece haber quedado reducida a dos artículos del Título Preliminar: monarquía y unidad de España.

Lo que hacía Casado entonces es lo mismo que hace Feijóo ahora, es decir, echar una capa de barniz sobre sus extravíos ultraderechistas. En su día, el PP tuvo que dar cobertura al abrazo de Teodoro García Egea y Javier Ortega Smith en la Junta de Andalucía. Había que justificar la consagración de Juan Manuel Moreno y el pacto con Vox para desbancar a la lista más votada. "Lo que está diciendo Vox en Andalucía está dentro de la Constitución", aseguraba Casado. Y es que la Constitución de Casado y Feijóo solo consta de dos artículos. Todo lo demás es en esencia una incómoda carga de derechos, un fastidio, una peligrosa montaña de papel mojado.

El artículo 14 de la Constitución reprueba la discriminación "por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión", pero la derecha española ha emprendido una cruzada sin cuartel contra los menores migrantes, contra las demandas LGTBI, contra las reivindicaciones feministas, contra la clase trabajadora y contra las diversidades nacionales. Las lonas de odio en el centro de Madrid resumen un ideario nefasto que cierra los ojos antes la violencia de género, demoniza la diversidad sexual y desprotege al vulnerable para que la intransigencia campe por sus respetos.

Los fanáticos constitucionalistas insultan el artículo 7 de la Constitución cuando pisotean el derecho a la vivienda. Revientan el artículo 128 cada vez que usurpan el capital colectivo para trasferirlo a unas pocas manos privadas. Ningunean el artículo 3 cada vez que humillan la pluralidad lingüística. Repudian el artículo 35 cada vez que confeccionan reformas laborales a pedir de boca de la patronal. Violan el artículo 20 cada vez que ciñen sus mordazas. Constitucionalistas, sí, pero solo de dos artículos. Legalistas de postín. Patriotas de fin de semana.

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