El otro día, durante el debate de Atresmedia, Sánchez y Feijóo desplegaron un exasperante toma y daca en el que los moderadores fueron protagonistas por incomparecencia. Los candidatos a la presidencia no hicieron otra cosa que arrojarse datos y pisarse el uno al otro el turno de palabra con estribillos manidos y consignas tan simples y pegadizas que podrían corearse en un estadio de fútbol. No es que los encuentros entre González y Aznar o entre Zapatero y Rajoy fueran un dechado de oratoria, pero basta una rápida comparación para verificar que el debate de ideas, al menos en su vertiente electoral, ha quedado reducido a su expresión más pueril y vulgarizada.
Las inercias tóxicas de Twitter contaminan ya el espacio público. En un paisaje televisivo dominado por las prisas y el hambre de audiencias, se ha impuesto la cultura del eslogan, la réplica hiriente, el bulo elevado a evidencia. El ruido nos ensordece y la mejor forma de no escuchar al otro es no dejar de escucharnos a nosotros mismos. Por eso, cuando en el duelo de Atresmedia salió a relucir la muletilla del "que te vote Txapote", era fácil darse cuenta de sus implicaciones. Cualquier descerebrado, ebrio de mil vinos, puede gritárselo a un reportero en plenos sanfermines y algunos gobernantes lo celebrarán como si fuera una hazaña encomiable.
No conviene olvidar de dónde procede la gracieta. El pasado mes de enero, durante un directo de TVE, un tal Chema interrumpía una entrevista para berrear ante la cámara. "Que te vote Txapote" era solo el prólogo de lo que nos espera. "¡Sánchez, socialista, hijo de puta! ¡Rojos de mierda! ¡Que os follen! ¡No te acerques a mí, hijo de puta de la tele! ¡Te mato a hostias! ¡Fuera de mi puto pueblo!". El tal Chema es hijo del historiador franquista Ricardo de la Cierva. Convertido ya en vedette de la derecha, nuestro héroe se desahogaba en las páginas de El Mundo: "Con Franco no había libertad para los etarras. Con Franco no había IVA". Estos son los ingenieros de la batalla cultural conservadora.
En los últimos días, Consuelo Ordóñez recriminaba al PP que haya divulgado de esta forma el alias del miembro de ETA que mató a su hermano. Isabel Díaz Ayuso repetía el pareado en la Asamblea de Madrid. Lo escupía Esperanza Aguirre ante los micrófonos mientras la Audiencia Nacional reunía indicios para tratar de confirmar que el ex secretario general de su partido, Francisco Granados, "manipuló y falseó" las cuentas electorales en el contexto de la trama Púnica. El espantajo de ETA no solo sirve para rascar réditos electorales a costa de despreciar el dolor de las víctimas, como sostiene Ordóñez, sino que también corre un oportuno velo sobre la ciénaga de la corrupción.
A las demandas de Ordóñez se ha unido un nutrido plantel de firmantes. La presidenta de Covite, arropada por una veintena de víctimas de ETA y los Comandos Autónomos, exige al PP y a VOX que dejen de difundir un lema que "banaliza el terrorismo". La respuesta ha llegado en forma de contracomunicado. No son una veintena sino un centenar las víctimas que defienden el lema de marras, entre ellas Marimar Blanco y Daniel Portero. Es una expresión, sostienen, que "ha nacido del pueblo". Para la derecha española, el pueblo es un franquista acalorado que amenaza a los trabajadores de la televisión pública mientras reparte exabruptos con la boca llena de espumarajos.
En España reina el desconcierto ante esta guerra de facciones. Durante muchos años, los gobernantes y los medios de comunicación han sostenido la entelequia de "las víctimas", como si todas las personas que han padecido la violencia fueran un cuerpo único e indivisible, guiado por los mismos afectos y unido por una misma voluntad política. Apelar a "las víctimas" se convertía así en un argumento definitivo que nadie se atrevía a contrariar bajo el riesgo de terminar acusado de insensible, o peor aún, de antipatriota. Los deseos de "las víctimas", visualizadas como lobby, han constituido muchas veces un pretexto para llevar la política española hacia posiciones reaccionarias.
La categoría de víctima no es ninguna garantía de integridad moral o ideológica. Quien haya padecido los estragos de ETA o de los GAL o del franquismo debe tener derecho al reconocimiento. Pero si una víctima interviene en la vida pública como actor político, sus palabras están sujetas a la crítica. Y si Feijóo utiliza la memoria de Miguel Ángel Blanco para arremeter contra el Gobierno de Sánchez, la sociedad tiene derecho a recordarle que su partido utilizó la fundación del concejal asesinado para desviar dinero a las empresas de la trama Gürtel. O que Esperanza Aguirre fraccionó contratos para conceder a dedo la organización de un homenaje.
Pero la crítica puede tomar muchas direcciones. En diciembre de 2013, la semana antes del nacimiento de Vox, la fundación Denaes de Santiago Abascal organizó un acto en Madrid que iba a servir para impulsar las nuevas siglas. La ultraderecha llamaba a protestar contra una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que amonestaba a España por haber aplicado la cadena perpetua de facto bajo la excusa de la suma de penas. Aquel día, Consuelo Ordóñez compartía cabeza de cartel con los mismos que hoy ofenden la memoria de su hermano: Abascal, Ortega Lara, Francisco José Alcaraz y Daniel Portero.
Es posible criticar también que el Gobierno de Zapatero concediera en 2010 la Cruz del Mérito Militar con Distintivo Blanco a un agente doble del franquismo como Mikel Lejarza. La leyenda de El lobo, cuya intervención encubierta se saldó con cuatro ejecuciones extrajudiciales, aparece siempre teñida de una mitología heroica. La memoria oficial ha honrado con más ahínco a Lejarza que a Jon Paredes Manot, uno de los cinco últimos fusilados por Franco gracias al chivatazo lobuno. Lejarza firma ahora el manifiesto que grita con orgullo el nombre de Txapote. La historia no escatima en moralejas: los monstruos que alimentes hoy acabarán por devorarte mañana.
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