Dominio público

¿Negociación o mal radical?

Santiago Alba Rico

Escritor, filósofo y ensayista

¿Negociación o mal radical?
El expresidente del Gobierno, José María Aznar, a su llegada a un encuentro con la alcaldesa de Valencia, en el Ayuntamiento de Valencia, a 21 de junio de 2023, en Valencia, Comunidad Valenciana (España).
Jorge Gil / Europa Press

Lo más preocupante de la derecha es su falta de confianza en España. Ningún sector de la izquierda radical ha tenido jamás una visión tan negativa, tan derrotista, tan nihilista de este país como nuestra derecha españolista. España está siempre "a punto de derrumbarse", amenazada de "destrucción", comprometida en su "continuidad nacional", atrapada en una "coyuntura dramática". España, en fin, nunca ha estado segura y por eso, desde los Reyes Católicos, ha habido que apuntalarla mediante expulsiones, persecuciones, inquisiciones, golpes de Estado y dictaduras. Basta una distracción para que se cuele en el suelo patrio un hereje, un liberal, un comunista, un independentista, un poco de democracia, y para que, en consecuencia, todo se venga abajo. Es imposible concebir de un modo más sombrío la nación ni de un modo más suspicaz a los españoles. El "cuanto peor mejor" de cierta izquierda optimista es apenas una miniatura frente a esta querencia de destrucción, de traición y de ruina de la derecha histórica española. La cuestión es que, a diferencia de la izquierda, la derecha cuenta con un poder performativo muy superior: dispone de recursos económicos, engranajes institucionales y medios de comunicación capaces de materializar su "visión" o de sacar fuera del raíl de la realidad a millones de españoles que acaban viendo España en peligro porque Pedro Sánchez ha cambiado de peluquero.

En su último extraordinario libro, El mal radical de la españolez, José Luis Villacañas aborda los cimientos culturales de la chapuza nacional. Cuando habla del "mal" no está enunciando una tesis escatológica o metafísica sino más bien denunciando una paradoja material que ha recorrido y moldeado toda la historia de España. El "mal radical", en efecto, es la tendencia de sus clases dirigentes a localizar un "mal radical" en el otro, que de este modo no puede ser ni asimilado ni convencido ni rescatado; ni siquiera verdaderamente "convertido".

Esta sombra fundacional, que Villacañas analiza meticulosamente en relación con los judíos hispanos, se proyecta hasta hoy en muchos de nuestros políticos y periodistas, para los cuales una negociación representa ya una "traición" capaz de dinamitar España entera. Villacañas no pretende solo analizar la Historia sino contarnos nuestra historia; su propósito no es únicamente la reconstrucción sino sobre todo la intervención. Es importante. Porque ocurre que allí donde el "mal radical" es el otro, allí donde el que vive, come, ama o habla de otra manera deja de ser compatriota o congénere o conciudadano y comparece como absolutamente otro (cuya maldad amenazadora debe ser erradicada antes de que nos destruya) cualquier forma de comunidad democrática republicana es imposible.

El "mal radical" y la democracia son incompatibles. Pero cuidado. No es que la derecha españolista no quiera la democracia; lo que no quiere es hacerla con estos españoles; y para librarse de estos españoles o para fabricar "españoles nuevos" es necesaria siempre alguna forma de dictadura. Ese fue el proyecto de Franco, plasmado en lo que el propio Villacañas, siguiendo a Gramsci, llama en otra de sus obras "revolución pasiva": a Franco no le interesaba el poder sino como herramienta para "forjar" una nación nueva: una nueva nación vieja en la que todas las diferencias, tras un baño de sangre, quedarían naturalmente fundidas en el regazo de la Unidad. A nuestras derechas ese sueño prometeico franquista les sube de nuevo a la boca, como un regüeldo, cada vez que pierden un poco de poder.


Cuarenta y cinco años de frágil democracia no han secado la fuente de la "españolez". En España sigue habiendo dos Españas, pero no una roja y otra negra, una de izquierdas y otra de derechas. Hay una España vacía y una España llena. La España vacía no es solo la ancha Castilla depredada por Madrid; es también esa España imaginaria en la que la derecha dejaría, si pudiera, muy pocos españoles, y todos hechos a medida; esa España, sí, virtualmente vacía de españoles y, si se me apura, vacía de España; una España plana, simple, abstracta, a medio camino entre la tonsura y el cheque bancario.

La otra España está llena. ¿Llena de qué? Lo escribí tras las elecciones de julio: llena de dificultades. Llena de mujeres, de homosexuales, de catalanes, de vascos, de demócratas y otros bichos raros. Llena de conflictos. Llena incluso de otras derechas posibles. Esos bichos raros constituimos la mayoría difícil que ganó los últimos comicios. La "España difícil" es difícil, sí, pero también es más interesante porque exige ser desenredada con paciencia, porque reclama más democracia y no menos, porque está obligada a reconocer al otro, a hablar y a negociar con él. Paradójicamente, lo más difícil de esa "España difícil" no es la España difícil sino esa otra España simple y hueca que pretende allanar, por cualquier medio, todas las dificultades.

Es verdad que en las últimas cuatro décadas la lógica del mal radical ha indultado a duras penas, empujada por las presiones sociales y por Europa, a los herejes, a los socialistas y comunistas, a los homosexuales y a las mujeres. Pese a todos los retrocesos recientes, nuestra frágil democracia ha incorporado bastante bien a todos estos bichos raros. Falta incorporar ahora a las clases más desfavorecidas, víctimas de la contradicción entre capitalismo y democracia. Y falta resolver la llamada "cuestión territorial". Porque cuando se trata de la "cuestión territorial" incluso una parte de la izquierda y, desde luego, una parte del PSOE, se vuelve de derechas y sucumbe al regüeldo del mal radical: pensemos, por ejemplo, en las recientes declaraciones de Felipe González, tan en sintonía con las de Aznar.


En una entrevista concedida a La Vanguardia, Yolanda Díaz ha dicho que "España avanza cuando lo territorial y lo social van de la mano". Es un buen diagnóstico y un buen programa. La muerte del procesismo y el atolladero electoral abren de pronto, de forma inesperada, una oportunidad para sanear, si no arreglar, ese conflicto histórico originario que la constitución del 78 apenas remendó y que alimenta el mal radical de nuestras derechas españolistas.

¿Necesita Pedro Sánchez a Junts y a Esquerra para su eventual investidura? ¿Tiene que hacer concesiones y garantizar alguna forma de amnistía legal para mil quinientas personas procesadas por poner urnas de papel? ¿Es acaso malo que las haga? Se denuncia oportunismo en las actuales negociaciones y sin duda lo hay, pero es que una de las paradojas de la democracia es que sus logros no dependen de la moralidad o sinceridad de sus protagonistas.

Hace unos días, mi admirado Jaume Asens, mediador entre Sumar y Junts, declaraba en Vilaweb que "siempre es preferible hacer las cosas por convicción". Tiene razón. Pedro Sánchez y Puigdemont se prestan a negociar obligados por sus respectivas debilidades y Asens, la persona más idealista y más delicadamente pragmática que conozco, desearía pero no les pide esa convicción. Al mismo tiempo no se debe olvidar que a la convicción se puede llegar también por la vía del oportunismo y de la ficción reiterada o, lo que es lo mismo, desde un gesto público asumido por interés y a regañadientes.


La hipocresía también es vinculante. Quiero decir que uno acaba creyendo en su propia ficción cuando la ficción establece sobre el terreno una situación mejor, más justa y más democrática. Para creer, decía Blaise Pascal, basta con ponerse de rodillas: lo que empieza siendo un juego, un instrumento, una pose o una función se convierte en un compromiso real. Eso forma parte también del juego democrático: todos nos democratizamos, de hecho, a fuerza de ejercicio democrático en instituciones surgidas de equilibrios de fuerzas impuestos por las circunstancias. ¿

Es malo, por ejemplo, que en el Parlamento español puedan utilizarse todas las lenguas co-oficiales? Lo malo es que hayamos tenido que esperar 45 años. Dentro de unos meses, cuando sea un derecho adquirido y una práctica normalizada, hasta la propia derecha tendrá que aceptar que se puede discutir una ley en vasco o catalán (o cualquier otra lengua) sin que se hunda España. España tampoco se hundió jamás con los indultos, ni con los de Aznar ni con los de Sánchez, y no se hundirá con una ley de Amnistía bien negociada y aprobada por el Parlamento. No será fácil en esta legislatura revisar el modelo territorial en su conjunto, ni siquiera en los términos que propone Urkullu, y mucho menos acercase a la deseable y democrática república federal que llevamos aplazando desde el siglo XIX. Pero más democracia determina siempre más convicción democrática y, por lo tanto, más demandas democráticas. La condición de arranque, en todo caso, no es la convicción sino la negociación, que implica como principio, en contra de la españolez y su mal radical, el reconocimiento del otro como congénere y cohabitante de un mismo futuro.

Mientras la españolez de derechas y de izquierdas llama a la "rebelión" y Podemos exhibe sus ganas de repetición electoral y de fascismo, un montón de bichos raros intentan salvar, por convicción o por interés, la España difícil, la mayoritaria, esa en la que debería apoyarse -ojalá- un gobierno aún más progresista que "el más progresista de la historia": un gobierno en cuya gestión -ojalá- la cuestión social y -ojalá- la cuestión territorial vayan de la mano. O se entrelacen al menos, por fin, algunos dedos.

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