Va un dato. En los tres meses que van de legislatura en la Comunidad Valenciana, Compromís lleva 416 iniciativas presentadas en las Corts. El PSOE, 248. El PP, 48. Vox lleva 3. No es un error: lleva 3. Tres. Hay más dedos en una mano que las iniciativas que Vox lleva presentadas en lo que va de legislatura en las Corts valencianas. Una por mes; una por cada 3,25 de los diputados que Vox tiene en las Corts valencianas. En el partido de los nombres con más guiones que el Quijote en morse y los apellidos prusianos de subsecretario del NSDAP ahorcado en Núremberg, hay diputados y senadores con más apellidos que iniciativas lleva Vox presentadas en lo que va de legislatura en las Corts valencianas. Tiene que ser un récord.
Hemos conocido, en estos años, otras evidencias que nos hablan de una gandulería con poco parangón como rasgo definitorio de la ultraderecha española. He ahí, por ejemplo, el insólito copia y pega efectuado por el partido verde en las pasadas elecciones municipales; un programa único para todos los municipios de España, redundando en el ridículo de llamar a proteger las playas de Madrid o ampliar el metro de Almería. No se trata de que sean el chiste vivo e inverosímil —como lo son, tantas veces, tróspidas realidades que una editorial de ficción rechazaría en una novela— de unos fundamentalistas del centralismo. Tampoco de aquello de Mussolini: «No tenemos programa, no lo queremos, nuestro programa es la acción». Se trata de que hablamos de tipos más vagos que el sastre de Tarzán, que el cuñado de Rocky, que el fotógrafo del BOE; del abracadabrante espectáculo de una holgazanería olímpica, homérica, resonante de tonos ajenos a este mundo. Dirían si acaso: «No tenemos programa, no lo queremos, nuestro programa es la inacción».
Hay históricamente en el fascismo español una condición inépica que nadie señaló mejor que uno de los suyos: el jonsista Montero Díaz, admirador de Ramiro Ledesma que no de José Antonio, que rechazó la unión con Falange porque consideraba a esta un fascismo de señoritos, a los que le planchaba la chacha la camisa azul. Siempre han sido eso las ultraderechas españolas: una cosa de rentistas, de parásitos, una ensoñación de haraganes, que hoy toma la forma de un fantasear con razzias de vikingos y escaramuzas espartanas mientras se duerme la siesta con una mano en cada testículo y el Tour de Francia puesto.
El pasado junio, se presentaba en Extremadura el acuerdo marco de PP y Vox para el sádico gobierno autonómico que, ahora, elimina la gratuidad de los comedores escolares o permite la caza en el parque nacional de Monfragüe. Era revelador fijarse en el punto 1, que era el uno y no el tres, ni el diez, ni el veinte: «Rebaja integral de impuestos. En los primeros 100 días de gobierno, incluyendo ITP, IRPF en todos sus tramos, especialmente las rentas bajas, y la eliminación de Sucesiones y donaciones, y Patrimonio».
Por debajo de toda la faramalla de batallas culturales que son la propaganda cotidiana de Vox, por debajo de don Pelayo y de Blas de Lezo y del pin parental y de los menas y de los rojos que quieren enseñar a nuestros niños el fetichismo de pies, está el tuétano auténtico de un proyecto que va de lo mismo de lo que iba en julio del treinta y seis: que una aristocracia inmemorial e inquebrantable, que lleva sin doblar el lomo desde que el primer Trastámara jugaba a los tazos, siga preservando el edén de su folganza. Saqueadores que ni saquean, sino que viven de preservar el saqueo originario de sus tatarabuelos, su clase radicícola supo atravesar intacta, cambiándolo todo para que todo siguiera igual, el siglo de las revoluciones liberales. No es que estas no se hicieran, no es que estas no triunfaran, pero triunfaron con truco, en versión pícara: tras el abrazo de Vergara, amable final de la primera guerra carlista, se edificó un régimen donde había, sí, una potable Constitución y un parlamento que parlamentaba, pero en el que la práctica cotidiana «se asemejaba más al autoritarismo preconizado por Balmes —y luego por Donoso Cortés— que a los cánones establecidos en la Constitución de 1845». Lo escribe Pedro Carlos González Cuevas, poco sospechoso de izquierdismo, en Historia de la derecha española. En ese iliberal birlibirloque, en ese camuflar con lana de Jovellanos la piel lobuna de Calomarde, sigue hoy nuestra regresía.
«A las derechas españolas», tuitea Jónatham F. Moriche, «se les atragantó España el 19 de marzo de 1812 y desde entonces todo su empeño —por medios más o menos solemnes o grotescos, taimados o bestiales, según ocasión— es retrotraerla a su estado previo a dicha fecha. Esa es la sustancia, lo demás es incidente». Matarían a media España para evitar dar un palo al agua. No sería la primera vez. Son vagos pero violentos, como un marido maltratador. Como él ama a su mujer aman a España. La matan porque es suya; la aman a golpes, le exigen lo que Luis Tosar a Laia Marull en Te doy mis ojos: «Dame tus pies, tus piernas, tus brazos, tus rodillas, tus pechos, tus labios, dame tus ojos». Aman un ideal necrófilo, el sueño de la quietud sumisa que solo tienen los muertos; detestan la realidad indómita que no cumple sus órdenes incumplibles; detestan, incluso, el cumplimiento de mala gana que es lo máximo que pueden conseguir, como el secuestrador debe de detestar la piel que no miente y no se eriza de amor al paso de sus caricias.
La anti-España son ellos y siempre fueron ellos; son ellos quienes tratan de romper España y lo tratan cada día; se puede romper algo apretándolo muy fuerte no menos que tirando de sus dos bordes.
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