Dominio público

Estrategias bunkerianas de los milmillonarios

Douglas Rushkoff

Profesor de Cultura Virtual en la Universidad de Nueva York. Nombrado uno de los diez intelectuales más influyentes del mundo.

Este artículo corresponde al capítulo 1 del libro La supervivencia de los más ricos: Fantasía escapista de los milmillonarios tecnológicos (Capitán Swing)

Portada de la obra 'La supervivencia de los más ricos'
Portada de la obra 'La supervivencia de los más ricos'57436

Cuando embarqué en mi vuelo de regreso a Nueva York, me daba vueltas la cabeza pensando en lo que implicaba eso que he dado en llamar la Mentalidad. ¿De dónde había surgido? ¿Qué la había causado? ¿Cuáles eran sus postulados básicos? ¿Quiénes eran sus verdaderos acólitos? ¿Qué podíamos hacer para resistirnos a ella, si es que se podía hacer algo? Antes de aterrizar, publiqué en línea un artículo sobre mi extraño encuentro, y el efecto resultó sorprendente.

Casi de inmediato, empecé a recibir consultas de empresas especializadas en atender las necesidades de survivalistas milmillonarios, todas con la esperanza de que yo pudiera publicitar sus productos a los cinco hombres sobre los que había escrito. Así, supe de un agente inmobiliario con un catálogo especializado en propiedades a prueba de catástrofes, de una constructora que aceptaba reservas para su tercer proyecto de viviendas subterráneas, y de una empresa de seguridad que ofrecía diversas formas de «gestión de riesgos».

Pero el mensaje que más me llamó la atención fue el que recibí de un expresidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en Letonia llamado J. C. Cole. Este había presenciado la caída del Imperio soviético y constatado lo que entrañaba reconstruir una sociedad capaz de funcionar casi desde cero. También había sido administrador de las  embajadas de Estados Unidos y la Unión Europea en su país y había aprendido mucho sobre sistemas de seguridad y planes de evacuación. «Sin duda ha agitado usted un avispero —empezaba diciendo el primer correo electrónico que me envió—. Me parece bastante acertado: los ricos que se escondan en sus búnkeres tendrán un problema con sus equipos de seguridad... Creo que tiene razón al aconsejarles "tratar muy bien a esa gente aquí y ahora", pero el concepto también puede ampliarse, y creo que hay un sistema mejor que daría mucho mejores resultados».

Luego procedía a exponer los hechos. Él estaba convencido de que el «evento» —ya fuera un «cisne gris» (un suceso posible aunque improbable), una catástrofe previsible provocada por un enemigo o por la madre naturaleza, o simplemente un hecho accidental— era inevitable. Había realizado un «análisis FODA» de la situación (por las siglas de «fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas») y había llegado a la conclusión de que prepararse para una calamidad requiere tomar las mismas medidas que adoptaríamos para tratar de evitarla. «Casualmente —me explicó— estoy montando una serie de granjas refugio en la zona de Nueva York. Están diseñadas para gestionar mejor un "evento" y también para beneficiar a la sociedad como granjas semiecológicas. Ambas se encuentran a menos de tres horas en coche de la ciudad, lo bastante cerca para poder llegar allí cuando suceda».

No pude resistirme. No solo tenía ante mí a lo que habitualmente se conoce como un «preparacionista» o survivalista», sino que además este contaba con acreditación de seguridad, experiencia de campo y conocimientos de sostenibilidad alimentaria. Él creía que la mejor manera de hacer frente a la inminente catástrofe era cambiar aquí y ahora nuestra forma de tratarnos unos a otros, así como de gestionar la economía y el planeta, y a la vez desarrollaba una red de comunidades agrícolas residenciales secretas y totalmente autosuficientes para millonarios, vigiladas por SEAL de la Marina estadounidense armados hasta los dientes.

Actualmente, J. C. está construyendo dos granjas dentro de su proyecto de refugios seguros. La granja 1, ubicada en las afueras de Princeton, es su granja piloto, y «funciona bien siempre que lo haga la "delgada línea azul"». La segunda, situada en algún lugar de las montañas Pocono, en Pensilvania, tiene que seguir siendo un secreto. «Cuanta menos gente conozca las ubicaciones, mejor», me dijo, añadiendo un enlace a un episodio de La dimensión desconocida en el que unos vecinos aterrorizados irrumpen en el refugio antiatómico de una familia en un momento de pánico nuclear. «El principal valor de un refugio seguro es la seguridad operativa, lo que los militares llaman OpSec. Cuando la cadena de suministro se rompa —si lo hace—, la gente no tendrá comida. La covid-19 nos dio un toque de atención cuando la gente empezó a pelearse por el papel higiénico. Cuando haya escasez de alimentos, la cosa se pondrá fea. Por eso los que sean lo bastante inteligentes para invertir deben ser sigilosos».

J. C. se ofreció a venir a Nueva York para enseñarme su propuesta, pero yo quería ver la instalación en persona. Se mostró encantado y me invitó a ir a verlo a Nueva Jersey. «Lleve botas —me aconsejó—. El suelo todavía está húmedo». Luego me preguntó: «¿Sabe disparar?». Además de criar cabras y pollos, la propia granja servía como centro ecuestre y de entrenamiento táctico. J. C. me enseñó a sujetar y disparar una Glock contra una serie de blancos situados al aire libre que reproducían la silueta de unos «tipos malos», mientras refunfuñaba sobre la forma en que la senadora Dianne Feinstein había limitado arbitrariamente el número de balas que se podían meter legalmente en el cargador de la pistola. J. C. sabía de qué hablaba. Le pregunté acerca de varios posibles escenarios de combate. ¿Cómo te defiendes contra toda una banda de matones que invaden tu finca? «No lo haces —me dijo—. La clave del preparacionismo está en saber escapar».

Obviamente, si tienes un complejo como el que estaba construyendo J. C., las cosas son un poco distintas. «La única manera de proteger a tu familia es con un grupo», me aseguró. Ese es realmente el objetivo de su proyecto: reunir un equipo capaz de permanecer refugiado en el lugar durante un año o más y al mismo tiempo defenderse de quienes no han sido tan precavidos. «Aquí estuvo de visita el equipo SWAT de la policía de una ciudad. Todos dijeron que vendrían a la primera señal de problemas». J. C. también espera formar a jóvenes granjeros en agricultura sostenible y conseguir al menos un médico y un dentista para cada emplazamiento.

Tuvimos que terminar de disparar antes de que apareciera una adolescente que venía a practicar saltos con su caballo. De vuelta al edificio principal, J. C. me mostró los protocolos de «seguridad por capas» que había aprendido diseñando las instalaciones de las embajadas: una valla alrededor de todo el recinto, señales de prohibido el paso, perros  guardianes, cámaras de vigilancia..., todos ellos elementos disuasorios para evitar una confrontación violenta. Se detuvo un minuto mientras observaba el camino. «Sinceramente, me preocupan menos las bandas armadas que la mujer que aparece en el camino de entrada con un bebé en brazos y pidiendo comida. —Hizo una pausa, y dio un suspiro—. No quiero encontrarme en ese dilema moral».

Justamente por eso, la auténtica pasión de J. C. no es construir unas pocas instalaciones de retiro aisladas y  militarizadas para millonarios, sino crear un prototipo de granjas sostenibles de propiedad local que puedan servir de modelo a otras y, en última instancia, ayudar a restaurar la seguridad alimentaria regional en Estados Unidos. El sistema de entrega «justo a tiempo» preferido por los conglomerados agrícolas hace a la mayor parte de la nación  vulnerable a crisis de tan poca envergadura como un corte de energía o una interrupción en el transporte. Al mismo tiempo, la centralización de la industria agrícola ha dejado a la mayoría de las granjas completamente dependientes de las mismas extensas cadenas de suministro que los consumidores urbanos. «La mayoría de los productores de huevos ni siquiera pueden criar pollos —me explicó J. C. mientras me mostraba sus gallineros—. Compran pollitos. Yo tengo gallos».

J. C. no es precisamente un ecologista jipi de izquierdas. Nunca se refiere a Hillary Clinton por su nombre —solo la llama «ella»— y publica artículos en internet sobre las desventuras del estado profundo estadounidense y las inminentes guerras del petróleo.

Pero su modelo de negocio se basa en el mismo espíritu comunitario que yo intenté transmitir a los milmillonarios: la forma de evitar que las hordas hambrientas derriben tus puertas es conseguirles seguridad alimentaria aquí y ahora. Así que por tres millones de dólares los inversores no solo obtienen un complejo de máxima seguridad en el que capear la próxima plaga, tormenta solar o colapso de la red eléctrica; también obtienen una participación en una red potencialmente rentable de franquicias de granjas locales que podrían reducir de entrada la probabilidad de un evento catastrófico.

Su negocio haría todo lo posible para garantizar que haya el menor número de niños hambrientos en la puerta cuando llegue elmomento de cerrar.

Hasta ahora, J. C. Cole no ha podido convencer a nadie de queinvierta en su proyecto, American Heritage Farms. Eso no implica que no haya nadie invirtiendo en este tipo de planes; solo que los que atraen más atención y dinero no suelen tener esos componentes cooperativos: son más apropiados para gente que quiere ir por su cuenta. La mayoría de los preparacionistas milmillonarios no quieren tener que aprender a llevarse bien con una comunidad de granjeros o, lo que es peor, gastar sus ganancias en financiar un programa nacional de resiliencia alimentaria. Al tipo de mentalidad que requiere refugios seguros no le interesa tanto prevenir posibles dilemas morales como limitarse simplemente a mantenerlos fuera de su vista.

Muchos de quienes buscan en serio un refugio seguro se limitan a contratar a una de las varias empresas de construcciones preparacionistas que existen para que entierren un búnker prefabricado revestido de acero en alguna de sus propiedades. Rising S Company, de Texas, construye e instala búnkeres y refugios contra tornados cuya gama va desde solo 40.000 dólares por un escondite de emergencia de 2,5 por 3,5 metros hasta la lujosa serie Aristocrat, que, por 8,3 millones de dólares, cuenta hasta con piscina y pista de bolos. Aunque en su página web tienen fotos de los modelos más baratos ya construidos, los de mayor tamaño se muestran únicamente en recorridos virtuales,  probablemente porque en la práctica no deben de haber fabricado muchos de esa escala (si es que han llegado a fabricar alguno). En cualquier caso, se trata de instalaciones bastante espartanas, más parecidas a contenedores de transporte reutilizados que a guaridas fantásticas estilo James Bond. Originalmente la empresa abastecía a familias que buscaban refugios temporales contra tormentas, antes de entrar en el negocio del apocalipsis a largo plazo. El logotipo de la empresa, que incluye tres crucifijos, hace pensar que sus servicios se dirigen más a los preparacionistas cristianos evangélicos de los estados republicanos estadounidenses que a los tecnofrikis milmillonarios entregados a sus fantasías de ciencia ficción.

Hay un elemento mucho más caprichoso en las instalaciones en las que la mayoría de los milmillonarios —o, más exactamente, los aspirantes a serlo— invierten realmente. Una empresa llamada Vivos vende lujosos apartamentos subterráneos construidos en antiguas instalaciones de los tiempos de la Guerra Fría, ahora reconvertidas, como  almacenes de municiones, silos de misiles y otros recintos fortificados repartidos por todo el mundo. Como si fueran versiones en miniatura de los complejos turísticos del Club Med, ofrecen suites privadas para individuos o familias y zonas comunes más amplias con piscinas, juegos, películas y restaurantes. Otros refugios de carácter ultraelitista, como los que propone la empresa checa Oppidum, se proclaman destinados a la clase milmillonaria y prestan más atención a la salud psíquica de sus residentes a largo plazo.

Ofrecen simulaciones de luz natural (por ejemplo, una piscina con una zona ajardinada que parece iluminada por el sol), además de bodega y otras comodidades para que los ricos se sientan como en casa. Sin embargo, si se analiza detenidamente, la probabilidad de que un búnker fortificado proteja de veras a sus ocupantes de la realidad de..., bueno, de la realidad, es muy reducida. Para empezar, los ecosistemas cerrados de las instalaciones subterráneas resultan ridículamente frágiles. La diversidad que caracteriza los biomas genuinos del mundo real protege a estos y a sus habitantes de las catástrofes. En la naturaleza, una enfermedad, una sequía o un invasor puede amenazar a una especie, pero verse mitigado con éxito por otra. Un jardín hidropónico cerrado es vulnerable a la contaminación. Las granjas verticales con sensores de humedad y sistemas de riego controlados por ordenador quedan muy bien en los planes de negocio y en las azoteas de las empresas emergentes de la Bahía de San Francisco; cuando una paleta de tierra vegetal o una hilera de plantas se echa a perder, basta con arrancarla y sustituirla. La «sala de cultivo» herméticamente sellada del apocalipsis, en cambio, no permite esa posibilidad.

Las incógnitas conocidas bastan por sí solas para desbaratar cualquier esperanza razonable de supervivencia. Pero eso no parece disuadir a los preparacionistas adinerados de intentarlo. Durante la pandemia de covid-19, el New York Times informaba de que los agentes inmobiliarios especializados en islas privadas se veían desbordados de consultas.

Los potenciales clientes preguntaban incluso si había suficiente terreno para realizar cierta actividad agrícola, además de instalar una plataforma de aterrizaje para helicópteros. Pero, aunque una isla privada pueda ser un buen sitio donde aguardar a que pase una plaga transitoria, convertirla en una fortaleza oceánica autosuficiente y defendible resulta más difícil de lo que parece. Las islas de pequeño tamaño dependen por completo del abastecimiento aéreo y marítimo de
los productos básicos; asimismo, los equipamientos tales como los paneles solares y los sistemas de filtración de agua deben revisarse y reemplazarse a intervalos regulares. De modo que los milmillonarios que residen en estos lugares acaban dependiendo de una serie de complejas cadenas de suministro más, y no menos, que aquellos de nosotros que estamos plenamente integrados en la civilización industrial.

En cualquier caso, tampoco es que pueda sellarse herméticamente el entorno. Al final todo llega a todas partes. Las nubes tóxicas, la peste y la radiación tienen formas de propagarse y filtrarse a través de las barricadas mejor concebidas. Los filtros HEPA deben reemplazarse regularmente, y a veces aun así fallan. Actualmente, la polución atmosférica de las fábricas de China y los incendios forestales de Europa y California ya alcanza continentes lejanos, contaminando de forma mensurable el Everest y Katmandú. Hoy los microplásticos cancerígenos son tan abundantes en los hielos polares como en una típica ciudad europea.

Según un estudio del Fondo Mundial para la Naturaleza, el estadounidense medio ingiere cada mes el plástico equivalente a una tarjeta de crédito. Basta con leer las noticias. No hay escapatoria. Sin duda los milmillonarios que me pidieron consejo sobre sus estrategias de huida eran conscientes de esas limitaciones. ¿Podría haber sido todo una  especie de juego? ¿Cinco hombres sentados alrededor de una mesa de póquer, apostando cada uno de ellos a que su plan de escape era el mejor? ¿Se suponía que yo tenía que desempeñar el papel del crupier neutral, o el de director de un juego de rol de tipo fantástico, emitiendo un juicio sobre cada uno de los escenarios que describían?

Pero aquí también había involucrado algo más. Si hacían eso solo por diversión, no me habrían invitado a mí: habrían mandado llamar al autor de algún cómic sobre apocalipsis zombi. Y si lo que querían era poner a prueba sus planes bunkerianos, habrían contratado a un experto en seguridad de Blackwater o del Pentágono.

No. Parecían pretender algo más. Su lenguaje trascendía con mucho las cuestiones habituales del preparacionismo para posibles catástrofes y rozaba la política y la filosofía, en cuanto hacían uso de términos como individualidad, soberanía, gobierno y autonomía.

El motivo era que lo que querían que yo evaluara en realidad no eran tanto sus estrategias bunkerianas materiales como la base filosófica y matemática que utilizaban para justificar su devoción escapista. Estaban elaborando lo que he dado en llamar la ecuación aislacionista: ¿podrían ganar suficiente dinero para aislarse de la realidad que estaban creando ellos mismos al ganar dinero como lo hacían? ¿Había alguna justificación válida para esforzarse en tener el éxito necesario para dejarnos atrás al resto, con apocalipsis o sin él?

Como dignos representantes de la Mentalidad, han rechazado constantemente la gobernanza colectiva y suscrito la presuntuosa idea de que con suficiente dinero y tecnología, se puede rediseñar el mundo según las especificaciones personales de cada uno. Sus diversas iniciativas de escape basadas en una presunta autosoberanía equivalen a la misma fantasía tecnolibertaria10 de construcción de mundos imaginarios ejemplificada por la competencia de los ultramilmillonarios para colonizar Marte, pero en este caso diseñada para su implementación aquí, en la tierra. Sea como fuere, solo los billonarios podrán acceder al espacio para terraformar otros planetas. Los integrantes del grupo que solicitó mi apocalíptico asesoramiento admitieron de buen grado que eran «milmillonarios de bajo nivel», que, a lo sumo, podrían darse una vuelta con Elon Musk, Richard Branson o Jeff Bezos, quienes, a su vez, todavía se encuentran a unas cuantas generaciones de distancia de poder colonizar nada.

Ofreciendo una fantasía escapista tecnoutópica un poco más razonable, el movimiento conocido como seasteading (o «colonización del mar»), publicitado en una serie de artículos de revistas hace unos años, promete una solución sostenible a un mundo caracterizado por la catástrofe climática, el caos social y el colapso económico. En el futuro que imaginan sus aquapreneurs (o «emprendedores acuáticos»), una mezcla de Minecraft y Waterworld, los ricos vivirán en ciudades-Estado flotantes independientes, gigantescos conglomerados de balsas de alta tecnología que utilizarán energía térmica oceánica limpia y renovable para autoabastecerse y escapar así de una civilización de moradores terrestres dependientes de las perforaciones petrolíferas.11 Puede que el revuelo publicitario suscitado por estas iniciativas se haya apagado un tanto, pero varios milmillonarios, e incluso algunas organizaciones legítimas como las Naciones Unidas y el MIT, siguen trabajando intensamente para que la humanidad retorne al mar.

Los defensores del seasteading parecen empezar todas las conversaciones con la promesa de la sostenibilidad, el ecologismo o el aislamiento frente a riesgos como la covid o el caos climático (¿por qué temer la subida del nivel de los mares si ya vives en el mar?). A la larga, no obstante, siempre acaban aduciendo motivaciones de cariz más ideológico para abandonar la tierra firme. La declaración de intenciones del Instituto Seasteading lo explica claramente: «Establecer comunidades oceánicas permanentes y autónomas que permitan experimentar e innovar con diversos sistemas sociales, políticos y jurídicos». Los empresarios tecnológicos que invierten en estos planes oceánicos pretenden recuperar la anarquía del salvaje Oeste asociada a los inicios de internet. Su proyecto tiene poco que ver con
el agua y mucho —todo— con la autonomía política: con la libertad de vivir rigiéndose únicamente por la Mentalidad.

Libres de las restricciones y regulaciones del pensamiento retrógrado de los estados-nación, los aquapreneurs podrán reinventar la civilización como un experimento ultralibertario. Crearán rápidamente prototipos de nuevas formas de gobierno y determinarán en todo caso qué guiños es necesario hacer —si hay que hacer alguno— al civismo o al colectivismo. Como explica el sitio web del Instituto Seasteading, «hemos tenido la revolución agraria, la comercial y
la industrial, pero ¿por qué no una revolución de la gobernanza? Adéntrese en el mar». El océano será el medio para lograr un fin: una forma de redefinir la propia soberanía desde abajo, donde la persona gobierna siempre absolutamente su propia lealtad, la expresión de sus valores y sus obligaciones para con la ley.

Es una visión de algo así como una desconferencia global, en la que cada individuo o familia construye o compra su propia villa flotante de alta tecnología, o «nanonación», y luego navega hacia el conglomerado-nación modular que le ofrezca el mejor sistema de gobierno. Si deja de gustarte el funcionamiento del gobierno, simplemente te desconectas y te propulsas hacia otro conglomerado, en otra parte del océano. En un libre mercado anárquico, las sociedades emergentes competirán por sus habitantes del mismo modo que hoy las redes sociales compiten por los usuarios o los campamentos de verano compiten por los visitantes. Además, al estar libres de cualesquiera regulaciones nacionales, los emprendedores acuáticos podrán desarrollar tecnologías y realizar avances científicos que serían imposibles en países que impongan restricciones legales o morales a, por ejemplo, la ingeniería genética, la clonación o la nanotecnología.

Envueltas en la urgencia del ecologismo y el optimismo de la innovación tecnológica, este tipo de fantasías de  autosoberanía delatan el deseo subyacente entre la élite tecnolibertaria de dejar de someterse a las investigaciones parlamentarias, las regulaciones antimonopolio o la tecnofobia regresiva; de coger su pelota e irse a jugar a otra parte.

Ya sea en la tierra, en el mar o en el espacio exterior, esta búsqueda de autosoberanía reviste menos importancia como ejemplo de preparacionismo para el apocalipsis que como revelación de las fantasías subyacentes estilo Ayn Rand de la élite tecnológica: los más racionales y productivos de entre nosotros escapan para perseguir sus propios intereses,  empoderados para construir su propia economía independiente y libres de las consecuencias morales de sus actos.

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