Hay un momento en la vida de toda feminista que jamás se olvida. Es ese instante revelador en el que una se pone, como lo denomina Gemma Lienas, las gafas violeta. De repente, los síntomas cotidianos de la desigualdad de género se vuelven visibles, el machismo está por todas partes y lo que hasta el momento era normal se hace intolerable y terriblemente injusto. Es un instante precioso, pero también durísimo.
Quienes me lean y hayan vivido este proceso seguro que recordarán (de hecho, me atrevería a decir que nunca se nos acaba de pasar) ese estado ciclotímico de esperanza y empoderamiento alternados casi instantáneamente con la rabia y la frustración. Al fin hay un horizonte por el que merece la pena pelear, pero al mismo tiempo, nos hacemos conscientes de todos los golpes que sufrimos a diario.
A mí, las gafas violeta me costaron una ruptura (bendito día) y unos cuantos meses de malhumor. Pero no todo es enfado y energía, cuando una empieza a integrar en su identidad la etiqueta "feminista", también atraviesa una etapa de profunda confusión: ¿será esto que hago feminista? ¿será esto que he dicho feminista? ¿estaré siendo una buena feminista? En ese momento de desorientación, yo me topé con uno de los textos a los que más agradecida me siento en la vida. Era un artículo de June Fernández en su blog, posteriormente publicado en Pikara Magazine (con un comentario previo muy acertado) y titulado Si no puedo perrear, no es mi revolución. En el escrito, Fernández defiende su derecho a ser feminista y a la vez disfrutar "restregando voluntariamente su culo contra el paquete del maromo de turno". A veces lo releo cuando me siento culpable por algo, solo para recordarme que lo de ser feminista tiene mucho que ver con la libertad para hacer lo que a una le salga de los o varios sin miedo a ser juzgada.
Volví a pensar en ese texto esta semana al ver cómo las redes y las televisiones se llenaban de críticas a la cantante Aitana tras la publicación de unos vídeos de su último concierto donde la coreografía se alejaba de su estilo habitual hacia lo que algunos medios han calificado de "sensual", "provocativo" y hasta "polémico". En un debate similar al que se desató cuando Miley Cyrus abandonó a Hanna Montana y grabó el videoclip de Wrecking ball, padres y madres han mostrado su indignación por el ejemplo que la cantante estaba dando a sus retoños. Incluso la periodista Patricia Pardo declaró en Telecinco que sus hijas habían estado en el concierto y no le gustaría que reprodujeran el baile "en la alfombra de casa", ligándolo nada sutilmente con la hipersexualización de la infancia y la pornografía. Aitana, como ya lo hicieron otras muchas antes (mi muestra de sororidad favorita en esta historia ha sido la aparición estelar de Leticia Savater hablándole desde su propia experiencia), ha transitado para cierto sector de niña buena a pecadora.
Esta polémica nos habla de dos problemas que aún hoy no superamos como sociedad. El primero de ellos lo menciona ya June Fernández en el citado artículo cuando dice: "Si hay un reparo ante el reguetón que me gusta rebatir es el de que es un baile machista porque la mujer se mueve para darle placer al hombre". Fernández defiende que las mujeres podamos obtener placer moviéndonos al ritmo de la música, un placer que no tiene por qué ser sexual (y si lo es, pues tampoco pasa nada), y que tiene que ver con "compartir bailando". Y es que Aitana tiene todo el derecho a elegir cómo expresarse en un escenario y disfrutar de ello. Y si esto genera incomodidad o escándalo en algunas personas, pues que no miren. Pero sobre todo, cuando una coreografía se acaba equiparando a la pornografía y lleva a ciertos sectores a la conclusión de que puede conducir a traumas irreversibles en las criaturas, tenemos un problema. Porque eso nos aboca al camino de la censura y la represión, cuando como sociedad deberíamos estar invirtiendo todos nuestros esfuerzos en el fomento de una educación afectivosexual que genere espectadores y espectadoras críticas, con criterio para entender lo que están viendo, sintiendo y viviendo.
El segundo problema, que ya conoce bien el feminismo, es que en realidad da exactamente igual lo que haga una mujer, porque siempre estará mal: si Aitana apareciera quieta en el escenario y vestida a lo Billie Eilish en sus primeras etapas, con ropa ancha, se la habría criticado por ser demasiado sosa, masculina o mojigata. Si se pone ropa ajustada y se restriega contra el suelo es impúdica y se está hipersexualizando. Como cantaba La Otra en su primer disco: "Adelgaza, súbete ese escote, quítate los pelos del bigote/ Pero si a donde vas es al centro social/ No te arregles que eso queda muy patriarcal". Independientemente de lo que hagamos, ninguna de nosotras estará nunca a la altura del ideal de mujer, porque el hecho de que sea inalcanzable es exactamente lo que lo convierte en el mecanismo de control perfecto. Así que, dos consejos: a quienes se sonrojan con una buena coreografía, que se lo hagan mirar. Y a ti, Aitana, querida: que te quiten lo bailao.
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