Podría parecer un simple sello, con su contorno de sierra, su anverso de colores y su reverso engomado, apenas una baratija para los coleccionistas y casi una antigualla para cualquier ciudadano de a pie. En enero de 2006, España e Israel celebraron veinte años de amistades diplomáticas y anunciaron un intenso calendario de efemérides con ceremonias de diversa índole, música a todo gas, delicias gastronómicas y un agitado tobogán de exposiciones pictóricas y saraos culturales. Los servicios filatélicos de ambos países, dijeron los periódicos, iban a sumarse a la chufla con un sello conmemorativo.
Aquella fue una época convulsa para España. En 2005, Rodríguez Zapatero había anunciado su voluntad de negociar el fin de ETA y el PP se aferró a sus asociaciones de víctimas para sacudir las calles con pancartas, banderas y acusaciones de felonía. El consenso del pacto antiterrorista saltó por los aires. Después, todo sucedió muy rápidamente: el alto el fuego, el apoyo del papa Benedicto XVI al proceso de paz, la mediación de Kofi Annan, las conversaciones del Gobierno con ETA en Ginebra y Oslo, el estancamiento de los compromisos y, finalmente, el atentado de la T4 en Madrid, que terminó por dar al traste con todas nuestras esperanzas.
Mientras las vías policiales se consolidaban y la vieja doctrina antiterrorista regresaba con fuerza a España, nuestros diplomáticos ultimaban un acuerdo de cooperación con Israel con el propósito de atajar la delincuencia "en sus diversas manifestaciones". Los pormenores del pacto, publicados en 2008 en el BOE, ponen el acento en la delincuencia organizada y mencionan especialmente el terrorismo. Por su puesto, no adjuntan una definición exhaustiva del concepto de terrorismo, de modo que todo queda al criterio particular de los firmantes. En cualquier caso, ambas partes se comprometen a intercambiar información y prestarse auxilio.
Aquel mismo año, el año en que España e Israel ratificaron su compromiso mutuo, comenzó en la Franja de Gaza la Operación Plomo Fundido. La Fuerza Aérea israelí bombardeó los territorios palestinos durante tres semanas de sangre y ceniza. Dijeron que los misiles apuntaban con certeza contra "infraestructura terrorista", pero en las primeras horas de fuego las agencias nos mostraron los cadáveres de cinco niñas en Jabalia. El ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, dirigió a Estados Unidos un mensaje categórico contra toda opción de paz. "Pedirnos un alto el fuego con Hamás es como pedirles a ustedes que hagan un alto el fuego con Al Qaeda".
Barak había tocado la tecla justa. Desde los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade Center de Nueva York, los países del llamado "mundo libre" librábamos una suerte de guerra santa contra nuestros enemigos. George W. Bush lo llamó Guerra contra el Terror y no solo permitió restringir los derechos civiles dentro de nuestras fronteras, sino que además sirvió para devastar y colonizar territorios ajenos, apetecibles por sus pozos petrolíferos o por sus ubicaciones estratégicas. En los atentados del 11-S murieron cerca de 3.000 personas. La invasión de Iraq nos ha dejado alrededor de 300.000 cadáveres y un rastro infame de fosas comunes.
Ya en 2014, las voces más preclaras del mundo libre nos llamaban a luchar contra el terrorismo del Estado Islámico sin que casi nadie se molestara en explicar cuáles eran los orígenes de tal engendro. Un informe de la fundación FAES, sin embargo, reconoce que en plena guerra de Iraq surgió un embrión fanático de lo que iba a ser el Daesh "con el objetivo de luchar contra los infieles invasores". Podría decirse que el Estado Islámico nunca habría existido si una coalición de países occidentales no hubiera regado de vísceras todo el Oriente Medio. Muy a menudo, el integrismo nace de la desesperación e invoca el derecho a la legítima defensa.
Estos días, los árbitros del mundo libre nos reclaman una adhesión sin condiciones contra el terrorismo de Hamás, y cualquiera que se atreva a ofrecer un discurso disonante deberá ser condenado a la hoguera de los desleales. Está prohibido decir que Hamás nunca habría existido si Israel no hubiera vulnerado durante largas décadas todas las normas elementales del derecho internacional y las resoluciones de las Naciones Unidas. Prohibido mencionar la expansión colonial, las políticas de apartheid, el bloqueo, la limpieza étnica, las redadas cotidianas, la tortura, los asentamientos ilegales, los check-points diarios donde los trabajadores palestinos son tratados como ganado.
¿Por qué denominamos terrorismo a los atentados de Al-Qaeda pero no a los bombardeos ilegales de Estados Unidos sobre Iraq? ¿Por qué denominamos terrorismo a la incursión de Hamás en territorio israelí pero no a las masacres rutinarias de aquellos que han convertido la Franja de Gaza en una escombrera? No hay un solo argumento razonable que permita sostener semejante asimetría, como no sea el deseo de denigrar al enemigo mientras reservamos para nuestros crímenes los más exquisitos eufemismos. "Operación Libertad Duradera". "Operación Acantilado Poderoso".
En 2016, España e Israel celebraron treinta años de amistades diplomáticas y los servicios filatélicos de ambos países emitieron un nuevo sello conmemorativo. Diez años entre sello y sello. En España desaparecieron los atentados de ETA y el concepto de terrorismo quedó reservado para los CDR, los jóvenes de Altsasu, los tuiteros de la Operación Araña, los raperos y los chistes de Carrero Blanco. Israel, por su parte, continuó su cruzada contra el terror sembrando el terror allí donde sus aliados internacionales se lo permitieron. Sus aliados internacionales somos nosotros y se lo permitimos todo.
Porque estamos en el lado correcto de la historia. Nuestros gobernantes elogian la paz mientras invocan el derecho a defenderse de los otros, las hordas bárbaras, estadística sin nombre ni apellidos, animales que representan el mal en su forma más repulsiva. Nosotros, la civilización. Ellos, los terroristas. Las palabras son importantes y se clavan como balas. Solo quienes se adueñen de las palabras podrán adueñarse también del mundo. El argumento, por supuesto, es de ida y vuelta. Solo los dueños del mundo tienen el dinero suficiente para comprar todos los abecedarios.
Comentarios
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