Dominio público

Navidades 'thatcherianas'

Pablo Batalla Cueto

Periodista

En uno de los dos bares de un pueblo de cuarenta habitantes de una olvidada comarca de la porción leonesa de la España vaciada, un cartel de la asociación de vecinos; el anuncio de un viaje organizado. Destino, el Vigo de Abel Caballero: se convoca a los paisanos a asistir a la inauguración de sus ya celebérrimas luces de Navidad. Por inconcebible que a algunos nos parezca, estas se han convertido en un fenómeno de masas; en la meca de un peregrinaje.

La Navidad goza de muy buena salud en un momento en que, sin embargo, la religión que creó la fiesta ve acelerarse su decadencia. Podrían darse estadísticas españolas, pero tal vez sean más elocuentes las polacas: en ese país de catolicismo más acendrado que ninguno, donde el papa vernáculo Juan Pablo II fue llorado masivamente, las cosas no son halagüeñas para la Iglesia desde el fallecimiento del pontífice. Un reciente estudio arrojaba algunos datos sobre la religiosidad de la juventud: si a principios de los noventa el porcentaje de practicantes ascendía al 70%, hoy no alcanza el 25%. El del conjunto de la sociedad es el 43%. Otro dato: en 2010, el porcentaje de estudiantes de secundaria que escogían la optativa de religión era el 93%. En 2016 ya había descendido al 75%; en 2018, al 70%; y en 2022 ha sido del 54%. Pero no decae la celebración de la Navidad, intensificada y extendida: las luces de Vigo comienzan a prepararse ya en verano.

La Navidad surgió en tiempos como una refacción cristiana de festejos paganos previos, principalmente el Sol Invicto y las Saturnalia. Y hoy vuelve a ocurrir lo mismo. Decae una religión pero sus fiestas sobreviven, reaprovechadas por credos nuevos que saben que se prospera más rápidamente diciéndole a la gente que siga acudiendo a los mismos santuarios, rezando a las mismas horas, santificando los mismos días, cambiando, simplemente, el nombre de sus deidades; a la diosa Deva de las aguas por la Virgen María, al dios Tutatis o el dios Belenos por Cristo Salvador. El dios adorado hoy en los altares de la Natividad es el consumo, el gasto, la hostelería, el flujo caudaloso del capital. Y las figuras de luz que se componen en nuestras ciudades ya no son pesebres de Belén, sino regalos con lazo, muñecos de nieve, formas geométricas, con los proveedores de presentes (cada vez más Papá Noel, cada vez menos los Reyes Magos) como únicas representaciones antropomórficas. La Navidad neoliberal nos incita, no ya al rezo ni a la esperanza, sino al gasto y la celebración atolondrada de lo existente. Y enaltece, en anuncios lacrimógenos de televisión, la familia, los valores familiares, pero esto no es un contrasentido. En contra de lo que denuncian fascistas y rojipardos (o sea, fascistas y fascistas), el neoliberalismo no es enemigo de la institución familiar; no quiere acabar con ella. La célebre ocasión en que Margaret Thatcher dijo que no existía la sociedad, dijo que lo que había, y eso era todo, era individuos y familias. Hayek señalaba y apreciaba su carácter adaptativo a la evolución del mercado y su capacidad pedagógica y disciplinaria. Familias que ahorran y se endeudan, que son un pequeño Estado del bienestar privado, que ahorran al Estado la misión de serlo a su vez, que insuflan a sus hijos la fascinación por las mercancías, que de una noche a otra hacen mágica aparición en torno al árbol. El libertario Rothbard (referente intelectual de Javier Milei) llegaba a defender, entre bromas y veras, el derecho de los padres a matar a sus hijos y señalaba que no había que confundir la autoridad estatal (mala) con una autoridad social absolutamente necesaria como contrapeso de la primera, conformada por iglesias, familias, empresas, etcétera.

El neoliberalismo no es antifamiliar, sino faminazi. Y es totalitario; una religión pública sin espacios laicos en los que librarse de su presencia: que se lo digan, si no, a los desesperados vecinos del centro de Toledo, que denuncian estos días el regreso de un espectáculo navideño de luz y sonido, con un bucle interminable de villancicos, que les han plantado al lado de casa, y que el año pasado ya les procuró "más de cuarenta días de sufrimiento". En Vigo también se quejan. Pero mientras se haga caja con los turistas, no habrá piedad para los locales.

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