Dominio público

Oda a la constitución en su 45 aniversario

Joaquín Urías

Profesor de Derecho Constitucional y ex letrado del Tribunal Constitucional.

La Constitución cumple cuarenta y cinco años y aunque no lo parezca hay mucho que celebrar, porque tenemos suerte de tener la Constitución que tenemos. Se trata, sin duda, de un éxito colectivo y su aniversario es buen momento para reivindicarla como lo que realmente supone: no solo un texto que podemos y debemos cambiar, sino una concepción democrática de la sociedad de la que no podemos prescindir.

El mayor triunfo de la Constitución de 1978 es el hecho de que su esencia esté feliz y poderosamente enraizada en la sociedad; y ésa es también su principal garantía en tiempos de zozobra. La mayor parte de la ciudadanía apenas recuerda de memoria algún artículo de la carta magna y si lo hiciera seguramente discreparía de mucho. Sin embargo, el espíritu constitucional ha impregnado de forma tan indeleble nuestra sociedad que sus valores somos ya nosotros mismos y nos impiden asomarnos al abismo.

Seguramente el ejercicio de los derechos fundamentales está incluso más asentado en España que en otros países de tradiciones constitucionales más prolongadas. Nuestra sociedad tolera mal restricciones a la libertad de expresión o de manifestación, por ejemplo, que en otros lugares se aceptan con resignación. Aquí aún causa estupor la prohibición europea de televisiones que presenten la versión rusa de la guerra de Ucrania. Y nunca toleraríamos prohibir las manifestaciones de apoyo a las víctimas palestinas de Gaza porque le vinieran mal a los intereses gubernamentales como pasa en media Europa. Y eso es así porque la idea constitucional ha triunfado en nuestro país como en pocos otros lugares. Es un fenómeno peculiar tomando en cuenta que hasta hace poco vivíamos en una dictadura autoritaria y que el texto de nuestra  Constitución está lejos de ser perfecto.

La Constitución de 1978 nació con algunos pecados originarios. No podía ser de otra manera en un documento que, por una vez, consiguió el consenso de la derecha postfranquista y la izquierda transformadora sobre cuestiones extremadamente peliagudas. Hubo acuerdo en reconocer con amplitud los más importantes derechos políticos; en instaurar un Estado social orientado a que la igualdad entre todas las personas sea efectiva; en que la monarquía no pueda ejercer ninguna parcela de poder; en que los territorios que integran España tienen derecho a autogobernarse; en que los poderes deben estar divididos. Incluso la hubo en detalles como que los impuestos deben ser progresivos para que pague más quien más tiene o que la cárcel no debe usarse para castigar sino para reinsertar en la sociedad.

El precio principal fue, sin duda, la indefinición sobre el sistema de división territorial del poder. La Constitución diseña un sistema destinado a convertirse en federal, por más que la tradición española aconsejara huir de esa palabra, tabú desde 1812. Sin embargo, los constituyentes creyeron erróneamente que sólo cuatro territorios merecían disfrutar de competencia plenas. Más allá, dejaron abiertos flecos tan esenciales como la financiación autonómica. El desarrollo constitucional español ha estado lastrado por esa indefinición. Una vez que toda España se decidió a entrar en el sistema, el empuje centralista de los poderes más tradicionales ha impedido que se aplique de manera eficaz. Sucesivos gobiernos centrales obligados a pactar con fuerzas territoriales boicotearon la implantación de un sistema justo de financiación; un Tribunal Constitucional partidario ferviente del Estado unitario ha ido reduciendo la esperanza inicial de autogobierno. Y todo junto ha provocado la reacción de territorios que, como Cataluña, ven frustradas las expectativas de integrarse en un país más amplio cómodamente y sin renunciar a sus peculiaridades. Los pecados originarios de la Constitución tienen, pues, mucho que ver con los problemas territoriales de la actualidad.

En cuarenta y cinco años de poder, la Constitución también ha adquirido nuevos vicios. Algunos son jurídicos, otros políticos o sociales. Destaca sobre todos ellos el deterioro de las instituciones de control. Su mayor exponente es la  falta de un Tribunal Constitucional independiente y prestigioso. A la vez, el sistema de cuotas tiene otras consecuencias perversas como nuestro Tribunal Supremo, politizado y elegido a dedo por un órgano partidista, o la falta de independencia de otros órganos arbitrales como la Junta Electoral Central y el Tribunal de Cuentas. Si fallan los diques contra la arbitrariedad destinados a asegurar la sujeción del poder a la ley, todo está en riesgo.

Más allá, el mayor daño que se le ha hecho a esta vetusta Constitución, inalterada en nueve lustros, ha sido su apropiación por parte de los mismos sectores que en 1978 la rechazaban. Quienes no creen en los derechos fundamentales ni en las comunidades autónomas y no dudan en boicotear las instituciones han pasado a denominarse a sí mismos constitucionalistas. Con más épica que vergüenza han creado una falsa imagen de la Constitución, inspirada en el Antiguo Régimen, y que nada tiene que ver con el esperanzador texto de 1978. Están logrando que cale en gran parte de la sociedad la inmensa mentira que identifica la Constitución con la patria y el rey, volviendo al "¡que vivan las cadenas!". Son el mayor peligro para un texto nacido para traer democracia, participación, protección de las minorías, solidaridad y federalismo. Y serán, quizás, la causa de que se vuelva imprescindible cambiarlo para recuperar su espíritu original.

Estamos pues en un momento difícil. La Constitución no ayuda a la articulación territorial de España de manera satisfactoria. Las instituciones que debían garantizar la sujeción de todos a la ley y la voluntad general se han apropiado de ella, despreciando la esencia de la democracia. Y por si fuera poco la palabra Constitución se empieza a vincular al nacionalismo español más retrógrado. Así, cada vez es más difícil que una mayoría de la sociedad se identifique con nuestra Carta Magna. La Constitución que se aprobó como llave para salir de una prisión colectiva, se ha convertido en una jaula en la que la igualdad y la libertad ya no son importantes.

Precisamente por eso es éste el momento de mirar la Constitución con perspectiva, reivindicar sus valores, y tomar conciencia de la urgencia de modificarla de una vez. Lo uno no es en absoluto incompatible con lo otro. La Constitución fue un logro incomparable en su momento pero con el tiempo se está volviendo un problema que es necesario afrontar. Sus principios sustanciales nos hicieron crecer como pueblo demócrata, pero no se hizo para detener al país en los años setenta del siglo pasado, sino para permitirle crecer en el futuro. Un pueblo joven y con esperanza no puede ser prisionero de cada palabra de ese texto convertido por los reaccionarios en la losa que nos obliga a vivir siempre a las puertas del franquismo.

La Constitución no está en riesgo porque los poderes democráticos usen expansivamente sus facultades buscando soluciones creativas a los problemas de hoy. La amenaza no es la amnistía, como no lo fue la eutanasia, el aborto o el reconocimiento de los derechos de gays, transexuales e inmigrantes. Lo que realmente amenaza a la Constitución es el empeño en verla antes como un marco legal inalterable que como un sistema de valores. Los que dañan la Constitución son quienes la usan de arma arrojadiza y se sirven de ella para cerrar cualquier rendija capaz de mostrarnos la esperanza de un futuro mejor.

Los valores de la Constitución son irrenunciables y están firmemente enraizados en los demócratas españoles. Aun así, la falta de reformas y la apropiación del concepto por los sectores más agresivamente conservadores de la sociedad han roto el consenso en torno un texto concreto, que ya no despierta ilusión. Para la renovación cotidiana del ideal democrático se hace necesaria una nueva Constitución o, al menos, una profunda reforma que resignifique la que tenemos.

La constitución ha de volver a ser, como la poesía, un arma cargada de futuro. Más allá de su fuerza democrática, lo que la legitima es su potencial de transformación. Por ahora nos sirve solo de marco de convivencia, pero ya no dibuja un horizonte luminoso al que dirigirnos como pueblo. En el día de su aniversario, más que nunca, hay que sacar pecho por el texto que tenemos y usar ese legítimo orgullo como palanca para una reforma sustancial e ilusionante que vuelva a situarla en el espacio central de nuestras vidas. Hay que impedir que nadie nos robe  la ilusión constitucional.

 

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