En la aurora de la Guerra Fría y bajo un clima de paranoia anticomunista, el novelista Dashiell Hammett ingresó en la prisión federal de Ashland acusado de desacato. Un tribunal de Nueva York investigaba las actividades izquierdistas del Congreso de Derechos Civiles. Hammett se negó a delatar a sus compañeros. Cumplió cinco meses de condena y cuando salió libre se dio cuenta de que lo habían matado en vida. Su salud se había deteriorado. La cancelación de sus obras y sus derechos radiofónicos lo estaban empujando sin enmienda hacia la bancarrota. Volver a escribir novelas de éxito era ya más una quimera que una posibilidad en los tiempos tenebrosos de la caza de brujas.
En 1953, cuando Hammett llevaba poco más de un año en libertad, el senador Joseph McCarthy lo llamó a declarar ante un pequeño comité de inquisidores. Pensó tal vez que el escritor había escarmentado, que daría su brazo a torcer con tal de no volver a limpiar los retretes de un penal de Kentucky. En el interrogatorio, McCarthy defendió la purga de las bibliotecas estatales. "Si usted estuviera a cargo de ese programa para luchar contra el comunismo, ¿compraría las obras de unos 75 autores comunistas?". Hammett, curtido en diálogos agudos, dejó un último ingenio a la posteridad. "Si yo estuviera luchando contra el comunismo, no le daría al pueblo libros de ninguna clase".
En una réplica vulgar del macartismo, el condado de Orange ha retirado de sus escuelas un total de 673 obras literarias por miedo a que vulneren la ley republicana del Congreso de Florida. En 2022, el gobernador Ron DeSantis impulsó una reforma que restringe las cuestiones de género e identidad sexual en el ámbito pedagógico bajo el pretexto del derecho parental sobre la educación de los menores. En la práctica, la doctrina del Don’t Say Gay ha terminado llevándose por delante Paraíso perdido de John Milton o Madame Bovary de Gustave Flaubert. A la hoguera con Margaret Atwood, Gabriel García Márquez y Chimamanda Ngozi Adichie. Que Federico García Lorca regrese a su cuneta.
En 1943, el escritor Tomás Borrás quiso estrenar La casa de Bernarda Alba en el Teatro Lara de Madrid, pero las autoridades franquistas no le extendieron el permiso. De nada le sirvieron a Borrás sus querencias falangistas y mucho menos su propósito de homenajear a José Antonio Primo de Rivera con una obra de Lorca. La compañía dramática de Carmen Muñoz Gar lo intentó de nuevo en 1948. Uno de los censores llenó el original de tachaduras. Otro estimó que Franco debía autorizar el teatro de Lorca en España como una forma de "arrebatar una bandera a la oposición". Ahí tenemos el viejo dilema de la censura: suprimir el discurso o esterilizar su potencial subversivo.
La casa de Bernarda Alba ha regresado a los titulares de prensa tras las purgas de Florida, pero no hace falta irse tan lejos para observar los estragos moralistas. El pasado mes de diciembre, el gobierno de PP y Vox en Quintanar de la Orden vetó una representación teatral porque la aparición de actores en ropa interior "podría escandalizar al público". La coalición ha frenado también el Orlando de Virginia Woolf en Valdemorillo. La historia del maestro republicano Antonio Benaiges no podrá representarse en Briviesca. El PP suspendió en Palma de Mallorca una obra dramática sobre los trastornos alimenticios y en Madrid la tomó contra la Santa Teresa de Paco Bezerra.
Uno debe preguntarse qué sentido tiene la censura en estos tiempos digitales donde resulta cada vez más complicado poner puertas al campo. Basta que un ayuntamiento desconocido de una localidad remota suspenda una pieza teatral para que Internet se llene de noticias y el mensaje de la obra alcance, aunque sea de forma parcial o fragmentaria, a un público más amplio del que los autores nunca imaginaron. Hay un daño económico, es cierto. Hay una intención disciplinaria, es verdad. Pero el hecho mismo de la censura ya no tiene el mismo efecto ni propósito que en los años lejanos de la imprenta. ¿Por qué se ejercen entonces esta clase de inquisiciones?
Dice J. M. Coetzee que la pasión por silenciar confunde de un modo caprichoso los pretextos políticos y los pretextos morales, de modo que el censurado queda retratado no solo como un adversario ideológico sino además como un defensor de prácticas repugnantes. Aunque la historia ha deparado cancelaciones de todo color e ideología, existe en estos días una variedad particular de furia censora que se gesta en los laboratorios neoconservadores y se dirige contra un conjunto muy localizado de colectivos políticos y sociales. El objetivo no es tanto retirar las obras de la circulación como atribuir una moral cuestionable a sus autores y a su público.
En esos mismos laboratorios reaccionarios se ha gestado una reformulación semántica del concepto de censura. Así, los censores ya no serían los gobiernos autoritarios que vetan representaciones o supervisan las imprentas sino ese mismo público de moral cuestionable que abuchea a un cómico a causa de un chiste misógino o racista. Mediante una simple cabriola argumental, la bancada conservadora pone el sambenito sobre el ejercicio de la protesta. Es verdad que las redes sociales exacerban el odio y adquieren muy a menudo un matiz lapidatorio. La libre expresión, sin embargo, consiste precisamente en el derecho a manifestar nuestras preferencias.
El senador Joseph McCarthy murió en 1957 devorado por la cirrosis y repudiado por aquellos que un día fueron sus aliados. Su nombre aún nos suena abominable. Las obras de Dashiell Hammett, por su parte, no han dejado de imprimirse. Aunque el tiempo le haya concedido una victoria moral, su carrera vital y literaria quedó aplastada por la cólera anticomunista. Quién sabe cuántas vidas y cuántas obras se extinguieron en las indagaciones de McCarthy o en los interrogatorios del Comité de Actividades Antiestadounidenses. Esa es la gran paradoja de la censura. Que apaga la obra pero estimula la imaginación.
Comentarios
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