Dominio público

Cuerno de rinoceronte

Jonathan Martínez

Periodista

Pixabay.
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En 1974, durante una disertación en el Instituto Tecnológico de California, el físico Richard Feynman manifestó su asombro ante la tozuda resistencia de los cultos mágicos y las pseudociencias. Existe una tradición centenaria, por ejemplo, que atribuye valores medicinales al cuerno de rinoceronte. No hay evidencia científica que sostenga semejante superchería, pero estos mamíferos de aspecto pesado y perezoso siguen padeciendo los estragos de la caza furtiva por culpa, entre otras cosas, de una leyenda sin fundamento. Parece que solo la extinción de la especie podría poner punto final a la escabechina.

En un momento feliz de la historia de las civilizaciones, dice Feynman, surgió un procedimiento que permitía descartar las teorías equivocadas, aquellas que habían sido puestas a prueba y se demostraban erróneas. ¿Quién querría tropezar dos veces en la misma piedra? Generaciones de mentes inquietas perfeccionaron el método, lo organizaron y lo ramificaron hasta consolidarlo en eso que hoy llamamos ciencia. Con la perspectiva que ofrece el tiempo, muchas veces nos preguntamos cómo pudimos haber aceptado hipótesis tan disparatadas y pócimas fabulosas que resultaban estériles e incluso contraproducentes.

Feynman explicaba que su mundo, el mundo de los años setenta, pertenecía solo en apariencia a la edad científica. De hecho, había conocido a innumerables personas que, tarde o temprano, se enzarzaban en apasionadas controversias sobre platillos volantes, astrología y otras formas de misticismo. Encontró a tanta gente instalada en creencias extraordinarias que se propuso investigar el porqué. Mera curiosidad científica. Experimentó con marihuana y ketamina en tanques de aislamiento sensorial. Concertó una cita con el ilusionista Uri Geller con el propósito —fallido— de doblar una llave mediante irradiaciones mentales. Todo le parecía al mismo tiempo fascinante e intimidatorio.

Llamó a estos fenómenos ciencia de los cultos de carga. Durante la Segunda Guerra Mundial, algunos pueblos de los Mares del Sur asistieron fascinados a la llegada de aviones foráneos cargados con mercancías de diversa índole. De esta fascinación surgieron los cultos de carga, es decir, ceremonias destinadas a invocar el retorno de los aviones y sus cargamentos. Hacían todo lo que debía hacerse: habilitaban pistas de aterrizaje y hasta construían centros de control del tráfico aéreo. No funcionaba. Aunque nuestra visión sobre estos ritos no está exenta de prejuicios coloniales, la metáfora conserva su vigor: las pseudociencias se cubren de rigores metodológicos pero resbalan en algún extremo.

"¿Qué es lo que les falta?", se pregunta Feynman. Algo que sostiene los pilares de toda ciencia, una suerte de honestidad profesional frente a uno mismo y frente al resto de investigadores. Uno debe dar cuenta de los pormenores que rodean a un experimento para que otros científicos puedan evaluar las conclusiones más allá de todo juicio íntimo. Si se omiten datos providenciales, la verdad científica acabará saliendo a la luz más pronto que tarde gracias a un trabajo milenario que no es tanto el fruto de audacias individuales como de un silencioso quehacer colectivo. La primera regla es no engañarte a ti mismo, concluye Feynman, y tú eres la persona más fácil de engañar.

Las cosas no parecen haberse enderezado desde entonces, tal vez al contrario, y muchas veces se nos llenan los whatsapps y las redes sociales de fabulaciones conspirativas, terraplanismos, negacionismos climáticos y abducciones alienígenas en horario de máxima audiencia. También el periodismo ha recalado con energía en los dominios de la ficción, y las mentiras publicadas a conciencia son ya tantas que el fact-checking se ha convertido en una disciplina autónoma y hasta en un boyante negocio. La ciencia es lenta y exige precauciones. La pseudociencia regala respuestas veloces porque ignora y desprecia el engorroso trámite de las verificaciones.

Hubo un tiempo en que las medidas económicas más impopulares se vestían de rigor científico. Así, las políticas de ajuste o las doctrinas de austeridad venían avaladas por una sospechosa apariencia de neutralidad y de consenso. Ideología disfrazada de ciencia. Los modales han cambiado y los populismos conservadores actúan ya a calzón quitado y en flagrante desprecio de la razón: el calentamiento global es una paparrucha comunista, la okupación es alarmante aunque no haya datos que lo avalen, la OMS desvaría sobre el consumo de carne y no hay desorden social que no se resuelva con un porrón de años de cárcel ("penalismo mágico", lo llama el jurista Jorge Ollero).

Todas las certezas de otro tiempo se han quebrado y cada vez es más difícil saber a qué santo rezar o a qué credo confiarse. Las viejas instituciones han perdido su credibilidad. El estado de bienestar no cumplió con sus promesas y desembocó en un reguero de crisis y protestas. Aquí resuenan los ecos del Manifiesto comunista: "Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado". A este diagnóstico podemos responder con las palabras de Benito Pérez Galdós en Misericordia: "Lo desconocido y misterioso busca sus prosélitos en el reino de la desesperación, habitado por las almas que en ninguna parte hallan consuelo".

Hay chamanes que predican sus milagros en los caladeros del descontento. Nos abordan por la calle con tarareos de sirena y nos tientan con pociones prodigiosas, crecepelos, alivios inmediatos que se adentran allá donde la ciencia no alcanza. Son los mismos que prendieron la hoguera donde ardió Miguel Servet. Condenaron a Galileo Galilei. Sabotearon a Maria Sklodowska-Curie. Quisiéramos mirar hacia otro lado pero nos hablan con alaridos avasalladores que impiden la refutación y dificultan el diálogo. Hay que mantener la guardia frente a las charlatanerías, no sea que viajemos marcha atrás y terminemos frotándonos las heridas con cuerno de rinoceronte.

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