Dominio público

La polarización y la falsa virtud del centro

Miquel Ramos

Javier Milei. REUTERS/Matias Baglietto

Javier Milei. REUTERS/Matias BagliettoHay algunas palabras que se repiten insistentemente en debates, crónicas políticas y columnas de opinión. En cada época se popularizan unos u otros conceptos, que luego cada uno usa a su antojo. Hoy son, entre otras, populismo, polarización o crispación. Así se pretende definir un supuesto momento excepcional en nuestra historia, como si todo presente no fuese excepcional en sí mismo, y como si existiese una especie de virtud intermedia donde todos corren a situarse ante el peligroso desmadre.

Hay tensiones políticas concretas que generan largas e intensas polémicas, muy a menudo amplificadas y estimuladas por los medios de comunicación. Escándalos que no dan más de sí de lo que los medios quieran que dé. Los mismos medios que te hablan de la crispación y de la polarización insisten en hurgar en la herida, en exprimir al máximo lo que haga segregar más bilis al espectador. Luego, en sus platós, se quejan del tono que usan algunos políticos y hacen eternos debates sobre ello. Mira lo que ha dicho este. Y este juega siempre a decir lo que pueda devolverle al candelero. Esta ya se la saben.

Más allá del teatro institucional hay otras tensiones mucho más sangrantes, históricas, con mucho más impacto real en la vida de las personas. Tensiones que pasan más desapercibidas, que no interesan y que nos presentan casi como inevitables, como fenómenos atmosféricos. La pobreza en el mundo. La precariedad laboral. La contaminación y el cambio climático. Lo cara que está la vida. Lo que cuesta emanciparse. La corrupción en la política. Las guerras y los conflictos geopolíticos. Gente que sufre y que muere.

No hay tensión ni polarización más grande, permanente y cotidiana que la que ejercen quienes pretenden perpetuar esto y quienes luchan por cambiarlo. La mayor polarización es la lucha de clases. La que libran cada día unos pocos, los privilegiados, por mantenerse contra y a pesar de la mayoría. Tensiones que permanecen mientras todo lo demás pasa, porque las estructuras de dominación siguen intactas, y las posiciones sociales, sus engranajes, los privilegios y las artes para mantenerlos se adaptan a los tiempos. Puro populismo, dirán.

Huyo de la palabra ‘populista’, que, según la RAE, es una ‘tendencia política que pretende atraerse a las clases populares’, como si esto fuese una excepción o una perversión. Aunque luego se afina, y se trata de reducir a quien ofrece una visión dualista de enfrentamiento entre el pueblo y las élites, ¿qué política no pretende apelar a la mayoría? Sin entrar en estos debates terminológicos, sabemos que ‘populista’ se ha usado como insulto, primero contra los gobiernos y partidos de izquierdas, y después contra la extrema derecha. Así se protege un supuesto centro virtuoso, un lugar seguro que huye de radicalismos y estridencias, un lugar que, en teoría, ocuparían personajes como José María Aznar, Felipe González, George Bush o Tony Blair. Conservadores, liberales, socialdemócratas, gente de orden, que sabe de qué va esto y que se entiende a la perfección, a pesar de sus supuestas diferencias.

La otra muletilla habitual y más reciente es la ‘polarización’. Ese supuesto estado de crispación, inédito parece también, en el que posturas enfrentadas se lanzan al debate enfurecido y a despellejarse en redes sociales. Como si nunca esto hubiese pasado. Polarización es cuando hay posturas irreconciliables. Los extremos (que dicen que se tocan), estirando demasiado. De nuevo, el pobre virtuoso centro queda desatendido y el ruido de los extremos se vuelve ensordecedor.

Es innegable que la irrupción de las extremas derechas en el panorama político reciente, y sobre todo a través de las redes sociales, ha pillado a más de uno con el pie cambiado. El uso de la mentira, la manipulación, de la hipérbole, y su insistente apelación a lo emocional ha provocado un cortocircuito en una gran parte de la sociedad biempensante que creía que había consensos ya inamovibles. Nada que no se hubiese probado antes por parte de quienes hoy reivindican el centro, eso sí, para convencerlos de otros asuntos, desde guerras hasta privatizaciones o medidas necesarias que nos precarizan el bien de todos y evitar una catástrofe mayor.

Hay una lista interminable de renuncias que son la antesala del derribo de la democracia. No ha entendido nada quien crea que los límites de lo posible se encuentran en lo razonable, en el supuesto consenso y en el virtuoso centro del que hablábamos, que pone en el mismo plano de los extremos a evitar la radical defensa de los derechos y la ofensiva reaccionaria para abolirlos.

No hay centro posible cuando lo que está en juego es la vida misma y son los derechos que la hacen digna. No hay nada virtuoso en un supuesto punto intermedio que deje las cosas como están, que no quite privilegios a unos pocos y haga la vida más fácil a la mayoría. No hay equilibrio entre quien acumula y especula y quien es desahuciado de su casa o vive bajo los plásticos de un invernadero. No existe un consenso razonable entre el machismo o el racismo y el querer abolirlos.

No hay debate posible sobre derechos humanos. El único debate que una democracia debería permitirse en esta materia es de qué manera se cambian las estructuras para garantizar cada vez más derechos, no quién tiene derecho a tener derechos y qué derechos son prescindibles. El retroceso en tantos consensos sociales y culturales, sumado a la avalancha de renuncias por parte de quienes todavía hoy se autodenominan de izquierdas es una factura que ya estamos pagando todos. Toda distancia de este marco es ya una derrota. En esta guerra, como en cualquier otra, no se trata de tener razón, sino de ganar.

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