Dominio público

Donde habite el olvido, en los vastos jardines sin aurora

Rafael Cabanillas Saldaña

Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre', y 'Valhondo'.

Freepik.
Freepik.

"Donde habite el olvido / en los vastos jardines sin aurora...", escribió Cernuda, y yo añado: "sin aurora" y con estatuas equivocadas.

Se llaman Manuel y Lucía. Son octogenarios y siempre van agarrados de la mano. Llegaron a Madrid en la década de los 60. El hambre y la miseria les había expulsado de esas sierras. De su sierra de encinas, quejigos y alcornocales cuajados de niebla. De su casa, con su corral, su pozo y su higuera. Para acudir a la llamada ensordecedora de las sirenas de las enormes fábricas, en los humeantes cinturones industriales de las grandes ciudades – Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia –, que necesitaban mano de obra barata, analfabeta, resignada, callada, que aceptara las condiciones laborales sin rechistar, con la cabeza gacha, tal y como se aceptan las limosnas y las migajas.

Ahora son unos viejos decrépitos, igual que esos polígonos industriales donde tanto afanaron, donde se dejaron la piel y las entrañas: las naves sucias de pintadas, las cristaleras rotas, los techos negros de hollín con las uralitas agujereadas como si les hubieran lanzado bombas y metralla. Los adoquines levantados, las farolas torcidas, los cables arrancados de cuajo para extraer sus arterias de cobre anaranjadas, las torretas sin escaleras de acceso, los solares llenos de basura, neumáticos roídos y chatarra, grandes máquinas oxidadas, con sus brazos de grúa amputados, tirados por el suelo como ballenas varadas. Esqueletos de vigas, calaveras donde ahora se encaman las ratas. ¡Maldita metáfora... de vidas desguazadas!

Y ellos tuvieron suerte al llegar, porque traían una recomendación. Unas señas, una dirección escrita en un papel de estraza para que en el trasiego del viaje en aquella tartana, ni el papel ni las letras se desmenuzaran y se quedaran perdidos, igual que náufragos, en ese limbo de edificios sin alma.

Su suerte – el destino de otros era una chabola de chapa y cartón por el Pozo del Tío Raimundo, ese mar de sueños rotos, plástico y hojalata –, fue una portería en la calle Núñez de Balboa. Lo más florido de Madrid, decían. Donde viven los que mandan. Los que deciden el futuro de la madre patria. Una especie de palacio, con sus columnas de entrada, sus bronces y sus espejos, su patio de carruajes, su ascensor de herrería y su escalera de mármol de Carrara. El contraste con la portería que sería su morada: un cuchitril, una conejera inhabitable y oscura, donde Manuel y Lucía criaron cinco hijos, revueltos como gazapos, sin dejar, como presumían llenos de orgullo ante los parientes, que se les muriera ninguno.

Lucía era la portera, la que atendía por una ventanilla las quejas de los vecinos, a los que llamaba señores, la que fregaba rodilla en tierra los suelos y las escaleras, sacaba brillo a los bronces y regaba las macetas. La que durante cuarenta y cinco años limpió sus inmundicias, del inmueble y de algunas viviendas. Soportó su falsa cortesía, sus humillaciones, su arrogancia y altanería. Cuando entraba en sus casas a limpiar o cocinar, le obligaban a colocarse una cofia, que Lucía detestaba. Pero como había que comer... tragaba. Era la portera, la Lucía de siempre, pero los señores querían algo con más clase, algo diferente.

Manuel, que cuando se despedía de su mujer con un beso apretado, todavía con la noche a cuestas, le decía: – Aprieta los dientes, Lucía, que estos señorones no van a poder con nosotros –, amanecía en la Pegaso, luego en la Barreiros, para rematar sus últimos años en los talleres de la Renfe en Villaverde Bajo. De regreso a la portería, derrengado, hecho una piltrafa, arreglaba alguna avería, una chapuza – de grifos goteando, enchufes e, incluso, albañilería – que le pedían los señores, pues era muy manitas. Aunque no lo cobrara, si acaso una miserable propina, pues los señores pensaban que era una obligación suya. ¡Los españoles les debemos tanto!

Con un esfuerzo heroico que jamás aparecerá en los libros de historia, pues en esos libros nunca aparece nadie que trabajó en la Barreiros y menos en una portería, ya que todas las páginas están reservadas – las calles, las plazas, las estatuas, las largas avenidas – a los vecinos de arriba, consiguieron sacar adelante a sus hijos. Incluso a cuatro de ellos, como decía Lucía la portera, les dieron estudios.

Hoy viven independientes, todos fuera de Madrid. Al marcharse, como si ya no volvieran a verlos, como si se marcharan a una guerra – que en verdad lo era –, Manuel y Lucía les recordaban: – Dignidad, hijos, dignidad. Que nadie os la robe. No olvidéis nunca de donde venís. Ni tampoco que todos somos iguales y que ningún hombre o mujer es más que otro.

Cuando Lucía y Manuel se jubilaron, tuvieron que dejar la portería, y con los cuatro ahorros y una hipoteca avalada por una de sus hijas, la mayor, que es médica, se compraron un pisito por el Ensanche de Vallecas. En el que ya solo esperan que vengan a visitarles sus hijos y sus nietas – que vienen menos de lo que desearían – y que la vida pase sin hacerles daño. Que pase de largo, ignorándote, desapercibida. La vida rozándote como una caricia.

Quizás porque con tanto afán apenas si pudieron pasear por El Retiro, teniéndolo tan cerca de aquella portería – tan cerca y tan lejos –, ahora, siempre que pueden, agarrados de la mano, se montan en el autobús 19 que les deja en la puerta que da al Ángel Caído, junto a la Cuesta de Moyano. Aunque prefieren desviarse por los senderos de castaños de indias y olorosas celindas, y no ver esa escultura que encarna al diablo, porque a Lucía le da miedo. Sobre todo las horribles carátulas del pedestal que representan monstruos de ojos saltones que devoran culebras y lagartos.

Si Manuel no llevara a Lucía de la mano, ella se quedaría rezagada, siempre mirando para detrás, un tanto despistada, como si alguien les persiguiera. ¿Quién sabe? Quizás solo sean figuraciones suyas, recuerdos del pasado muy lejano, mezclados en una maraña inconexa de evocación y nostalgia, que ahora se te echa encima y como un bandido te asalta.

Cada mañana, tanto en la entrada como en la salida, saludan y charlan un rato con el vigilante jurado, un tipo muy simpático aunque un poco redicho, que, nada más verlos, sale de la caseta:

– Ya están aquí los tortolitos, siempre de la manita. ¡Y cuánta paciencia la suya, señor Manuel! La verdad es que se merece usted una estatua en estos "vastos jardines". Antes que tantos reyes, generales y princesas. Llevando de la mano a su señora, para que no se escape y se pierda. Con ese amor, con esa delicadeza. Aunque ya no le reconozca.

A lo que Manuel le contesta: – Es verdad. Lucía, esta luchadora nunca vencida, ya no sabe quién soy yo, pero yo sé a la perfección quién es ella. La mujer que más quiero y he querido en mi vida.

Más Noticias