Dice el bueno de don Quijote que las comparaciones de hermosura a hermosura son siempre odiosas y mal recibidas, pero no dice en cambio nada sobre las fealdades, que a veces se apelotonan en las portadas digitales y nos invitan a caer en los paralelismos, encontrar los siete errores, repasar la línea de puntos como en los cuadernillos preescolares. Sánchez reconoce el Estado Palestino. Sánchez estrecha la mano de Zelenski y extiende un cheque al portador con una remesa de armamento que nos costará más de mil millones. No se sabe si una noticia ilumina o ensombrece a la otra, pero algo diría aquí don Quijote: ciego es aquel que no ve por tela de cedazo.
Es una suerte que no seamos presidentes ni hayamos contraído compromisos diplomáticos, porque eso nos permite escapar a las declaraciones triunfales, hablar con la lengua más larga y trepar en libertad a los árboles para contemplar toda la extensión del bosque. España afirma que Palestina existe, no con el contorno fronterizo actual sino tras los límites de 1967, con Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este, extensiones de territorio que Israel ha ido diezmando por la fuerza de las armas y el veneno de los colonos. El berrinche demencial de Netanyahu nos lleva a pensar que hemos tocado nervio y hasta la derecha española anda ya acalambrada.
Pero toca poner las cosas en perspectiva. Hasta hace apenas unas horas, eran 139 los países que reconocían al Estado palestino. Una mayoría absolutísima de los miembros de la ONU. Al margen de ese consenso abrumador aún se encuentran Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, eso que el imaginario occidental considera el núcleo duro de las políticas internacionales a pesar de representar a una exigua minoría de la población del mundo. En todo caso, la resolución 242 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ya denunciaba en 1967 la "adquisición de territorio por medio de la guerra" en Palestina. Llegamos casi sesenta años tarde.
En 2017, Hamás anunciaba en Qatar que aceptaría la creación de un Estado palestino con las fronteras de 1967. La propuesta tiene algo de invitación al consenso nacional, pero no renuncia a comprender la historia del país hasta esas fechas: la expropiación masiva de tierras y el éxodo de la Nakba en 1948, la masacre de Deir Yassin, la matanza de Tantura, la Operación Shoshana contra civiles en Qibya, el asesinato indiscriminado en Kafr Qasim, el destierro forzado de tantos y tantos palestinos en medio de la Guerra de los Seis Días. El problema, en esencia, es que Israel ha construido sus cimientos vitales sobre los principios de la limpieza étnica y el colonialismo.
Puede que las comparaciones de hermosura a hermosura sean odiosas, pero los mecanismos de la propaganda se parecen tanto entre sí que lo mismo sirven para justificar una guerra civil que para promover una invasión, para aplaudir una escaramuza que para avalar un genocidio. El primer requisito pasa por abolir los matices, menospreciar las zonas grises y construir un supervillano a la medida de la respuesta que le espera, llámese Putin o Hamás. No importa que el supervillano, digamos Putin, haya sido hasta hace unos días nuestro aliado más devoto y lo hayamos agasajado con inclinaciones de cerviz y hasta con la Llave de Oro de la Villa de Madrid.
El segundo paso consiste en identificar al enemigo exterior con la oposición interna, aprovechar que el Dniéper pasa por Kiev y convertir un conflicto internacional en un pretexto para demonizar al adversario doméstico. Así, quien no ovacione la escalada bélica en Ucrania terminará señalado como esbirro de Putin y los señaladores más encarnizados serán precisamente aquellos que anteayer estrechaban la mano rusa del presidente. El esquema es simple y replicable como la ingeniería de un sonajero. Por eso ahora, desde el río hasta el mar todo es Hamás, las acampadas estudiantiles, las fronteras del 67, Pedro Sánchez, Perico el de los Palotes.
El denominador común de esta cabriola argumental es la doctrina exterior estadounidense, o mejor dicho, sus aspiraciones geoestratégicas. Por algún motivo, la Unión Europea ha renunciado a la mayoría de edad para prestar obediencia a los tesoreros de la Casa Blanca. En junio de 2022, cuando arreciaba la hostilidad con Putin, Ursula von der Leyen viajó a Jerusalén con la intención de reemplazar el suministro de gas ruso por proveedores israelíes. Su apelación histriónica a los derechos humanos en Ucrania se hizo muy pequeña unos meses después, cuando acudió a Tel Aviv para reivindicar la respuesta militar de Netanyahu sobre Gaza. Es el mercado, amigos.
El mercado no solo se expande a través de las armas sino que además las armas constituyen en sí mismas un mercado. Dice Engels que la introducción de la pólvora en Europa subvirtió el arte de la guerra al tiempo que impulsó el desarrollo económico. Al fin y al cabo, una industria es siempre una industria, no importa que se dedique a la construcción o a la destrucción de las cosas. El objetivo de EEUU, también el de la UE, es detraer cantidades millonarias de riqueza pública para entregárselas en bandeja a los cárteles de la industria militar. Por eso el propósito final nunca es la victoria inmediata sino una lucrativa destrucción y una reconstrucción igualmente lucrativa.
En marzo de 2022, Pedro Sánchez descartaba el envío directo de armas a Ucrania. Los tiempos han cambiado y el presidente ha comprometido con Zelenski un arsenal de dimensiones impensables. Al lado de esta noticia, el reconocimiento de Palestina suena a premio de consolación. Para evitar agravios comparativos, habría que poner ambas soluciones sobre la mesa. Podemos renunciar a las armas y apostar por senderos diplomáticos tanto en Kiev como en Ramala. O también podemos tirar de belicismo y reservar un millón para Zelenski y otro para la resistencia palestina. A ver dónde ha quedado ahora aquello del derecho a la legítima defensa.
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