CARME MIRALLES-GUASCH
La vivienda es uno de los temas principales para la vida de muchos ciudadanos y es uno de los pilares de la economía de un país. Sin embargo, la vivienda no es la ciudad, porque no es un conjunto de edificios situados uno al lado de otro, con más o menos espacio intermedio. Esto sería una zona urbanizada, pero no una ciudad.
Y si en una época de crisis nos planteamos nuestro modelo inmobiliario, la proporción entre compra y alquiler, los valores del mercado de la vivienda, su financiación, etc., también es interesante e incluso necesario el replanteamiento de la ciudad –y con ella la vivienda– no solo como parte del sistema económico o del ciclo vital de las personas, sino como parte fundamental del hecho urbano y de la calidad de vida de sus ciudadanos.
Existe el derecho a una vivienda digna, la Constitución española lo reconoce, pero también existe el derecho a la ciudad como nos decía, hace ya algunos años, el sociólogo francés Lefrebvre. Y este no sólo esta relacionado con la vivienda sino también con el trabajo, con las actividades de ocio, la cultura, la formación. Y con variables menos tangibles pero cada vez más importantes como la seguridad, el capital social, el paisaje, el sentido de pertenencia...
Una ciudad no sólo tiene que tener una oferta amplia y variada de lugares de trabajo, de actividades lúdicas o formativas, de espacios de ocio o de cultura. También tiene que permitir a la mayoría de los ciudadanos que podamos llegar a ellos, sin un esfuerzo excesivo en tiempo o en dinero. La ciudad tiene que permitirnos llegar al trabajo sin que para ello tengamos que invertir el 20% de un bien tan escaso como es nuestro tiempo de vida. Existen ciudades que penalizan el derecho al trabajo incrementando sin cesar el tiempo de desplazamiento, que no la distancia, entre lugar de trabajo y de residencia. En Estados Unidos, por ejemplo, ya son 15 millones, el 12,6% de la población activa, que salen de casa antes de las seis de la mañana para llegar sin retraso a su trabajo, que puede estar a 15 o a 40 km. Una tendencia que obedece a un incremento de los suburbios de baja densidad y por una apuesta política por un único medio de transporte, el privado, que en horas punta siempre y en todas las ciudades provoca colapsos.
Este modelo de ciudad suburbial destruye más que fomenta las redes sociales de sus habitantes. El capital social, elemento básico en época de crisis, también tiene una raíz espacial. Las ciudades compactas, densas y de usos funcionales mixtos que, aunque sean grandes urbes promueven el concepto de barrio como unidad territorial vital, son ciudades estructuradas a través de las redes sociales familiares, vecinales o de amistad. Puede que los barrios tengan limites administrativos o no, pero son esos espacios urbanos donde los ciudadanos pueden comprar, trabajar, tener cerca personas que puedan cuidar de los niños, sean los abuelos o no. Es el lugar donde los ciudadanos se implican y donde se genera un sentimiento de pertenencia que diluya las soledades que puede generar las grandes ciudades. Es donde, cuando decidimos cambiar de vivienda, queremos encontrar la nueva casa porque tenemos a nuestros vecinos, amigos o familiares. Y también las escuelas, las tiendas, el trabajo o el bar. No todas las ciudades tienen los servicios y los equipamientos urbanos en lugares cercanos y que se puedan considerar propios. Existen urbes que concentran todas sus actividades en el centro o las expulsan hacia las grandes superficies suburbanas y el resto son extensiones de viviendas sin otra actividad que la residencia.
Existen otras como Barcelona, por ejemplo, donde los aspectos más valorados de la ciudad son la diversidad y la proximidad. Los ciudadanos nos dicen que aprecian que sea una ciudad grande donde puede haber una oferta importante de servicios y equipamientos, pero también que estos estén cerca, que puedan llegar a ellos de manera fácil en tiempo y en dinero. La proximidad es un valor urbano en alza que solo se da en modelos de ciudad densos. La dispersión y la baja densidad favorecen la lejanía y el desapego.
Y también es necesario un espacio público que no sea solo conectivo, que no albergue solo la función de circular. El modelo de ciudad se explicita en su espacio público y este en demasiadas ocasiones se diseña exclusivamente para el tráfico rodado. Las calles y las plazas de una ciudad tienen que tener funciones múltiples, tiene que permitir que coexistan velocidades distintas, desde el peatón al automóvil, con plena seguridad para ambos. Pero el espacio público tiene que poder incluir otras actividades más allá de la movilidad. Tenemos que poder estar, no solo pasar, por lo que también es el espacio del encuentro, de la charla, del ocio con seguridad y comodidad. La expresión más genuina de este espacio publico multifuncional son los bulevares diseñados a finales del siglo XIX, con sus aceras y sus arboledas resguardando al peatón, sus tiendas y bares o restaurantes; y también sus calzadas centrales donde puede circular el trafico rodado. Cada actividad tiene su espacio y cada velocidad su recorrido.
La calidad de vida de los ciudadanos está ligada necesariamente a los modelos de ciudad que diseñamos y estos van mucho más allá de la construcción de edificios residenciales uno al lado del otro. El diseño de la ciudad influye en nuestros usos del tiempo. Menos tiempo de desplazamiento puede implicar más tiempo de lectura o de juego con nuestros hijos. Una ciudad más democrática significa una ciudad más accesible a los lugares de trabajo, de ocio, de cultura. Es necesario que la ciudad nos ofrezca proximidad y no lejanía, y que los barrios sean el espacio vital, el lugar de pertenencia. Que nos disipen soledades y nos proporcionen lugares de encuentro con nuestros vecinos.
Todo ello son políticas públicas, opciones políticas sobre la vivienda, sobre la ciudad y sobre la vida de los ciudadanos. En una epoca de crisis, y por lo tanto de cambio, estaría bien, como han hecho en otros países, que tuviéramos un ministerio de la ciudad y no solo de la vivienda.
Carme Milarres-Guasch es profesora de Goegrafía de la Universidad Autónoma de Barcelona
Ilustración de Miguel Ordóñez
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