Dominio público

Vivir el fin de la historia

Pablo Batalla

¿Cómo colapsan las civilizaciones? Enfrentados a esta pregunta, acudimos típicamente a ejemplos de la historia antigua; a la caída de Roma, a la de Bizancio. Pero una civilización completa cayó hace un tiempo que basta con tener cuarenta y cinco años para haberlo vivido con uso de razón. La caída de la URSS y del bloque del Este, de cuyo momento más emblemático —el derrumbe del Muro de Berlín— se cumple este jueves el aniversario, fue, sí, la de una civilización; El fin del homo sovieticus en el cual indagara la Premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich.

Un libro reciente de memorias, publicado en español por Anagrama, relata la perspectiva de una adolescente que tenía trece años cuando se terminó la Albania comunista. Su autora es la profesora universitaria de teoría política —especializada en marxismo— Lea Ypi, de origen albanés pero residente en Londres; el libro se titula Libre: el desafío de crecer en el fin de la historia, y contiene unos párrafos que condensan como ninguno que este columnista haya leído cómo es eso, qué significa eso: el fin, no ya de un régimen, sino de una civilización; de un sistema radicalmente singular de organizar, material y superestructuralmente, la existencia humana.

Cuenta Ypi que en el verano de 1990, año anterior a las elecciones pluralistas que pusieron fin al hoxhaísmo, acudió a un campamento de jóvenes pioneros, seleccionada por su colegio por sus buenas notas. Duró dos semanas durante las cuales —evoca—la actividad principal era la competición.

"Competíamos a ver quién hacía mejor la cama, quién terminaba antes de comer, quién nadaba más lejos, quién sabía más capitales del mundo, quién había leído más novelas, quién podía resolver ecuaciones complejas y quién sabía tocar más instrumentos musicales. [...] Al término de esas dos semanas casi no había niño que no volviera a casa con, al menos, una estrella roja, una banderita, un diploma o una medalla, obtenida individualmente o como parte de un equipo. Yo volvía con uno de cada".

No sabía aquella joven que aquellos quince días en el campamento de pioneros eran las últimas de su historia. Pocos meses después, se derrumbó el comunismo y con él su malla semiótica, todas las expectativas que había instilado en la cabeza de sus habitantes. Al modo de la Cenicienta cuando la medianoche malogra su hechizo, todo lo que en él había sido oro se convirtió en basura. "La bufanda roja de pionera, que tanto me costó ganar y que llevaba todos los días con orgullo al colegio, pronto se convertiría en un trapo con el que limpiábamos el polvo de las estanterías", escribe Ypi. "Las estrellas, las medallas, los diplomas y hasta el mismísimo título de pionera pronto se volverían reliquias de museo, recuerdos de una época distinta, fragmentos de una vida pasada que alguien había vivido en algún lugar", prosigue.

¿Vivimos, hoy, una época similar, salvando las distancias correspondientes? ¿No nos afanamos también nosotros en obtener bufandas y medallas hoy valiosos, pero que pronto no valdrán nada? Cierta viñeta que circula mucho por Internet nos presenta a un hombre encorbatado con el traje lleno de rotos, que en torno a una hoguera cuenta a tres niños: «Sí, el planeta fue destruido. Pero por un bello momento, creamos un montón de valor para los accionistas». Cierta otra nos muestra un diagrama de Venn en el que intersectan dos círculos de los que uno dice «apocalipsis», y el otro, «seguir trabajando el lunes». Somos hámsteres que corren en una rueda en trance de salirse de su eje; pioneros que despliegan esfuerzos estajanovistas en pos de unas medallas codiciadas que muy pronto abarrotarán los estantes del rastro. Y es interesante leer estos libros que nos cuentan cómo vivieron un fin de la historia hombres y mujeres como nosotros, que asistieron al desmoronamiento de su mundo desde su normalidad de seres humanos que se esforzaban por habitar una vida digna y que no supieron ser oportunistas como este del que traza semblanza la autora:

«Una tarde, Bashkim Spahia, un médico local y exmiembro del Partido reconvertido en candidato de la oposición, llamó a nuestra puerta visiblemente alterado. Llevaba una chaqueta gris marengo con un corte estilo Leonid Brézhnev y debajo una camiseta morada con letras de color rosa en el centro. El pantalón también era de color morado. La camiseta decía en inglés: SWEET DREAMS, MY LOVELY FRIENDS.

Bashkim preguntó si mi padre no tendría un par de calcetines grises para prestarle durante unos meses. Dijo que había llamado a todas las puertas. Nos explicó que el Departamento de Estado de Estados Unidos había distribuido unos folletos con importantes consejos sobre cómo debían vestir durante la campaña electoral aquellos que aspirasen a ser miembros del parlamento.

—Por lo visto, solo son aceptables los calcetines oscuros, grises o negros, pero mejor grises —añadió con tono contrariado—. Yo solo tengo calcetines blancos. También dicen que necesito un sponsour para mi campaña. ¿Qué es ese sponsour que piden? ¡Si yo ni siquiera tengo calcetines! —exclamó desesperado.

[...] La noche en que se anunció su victoria lo vimos en un debate en televisión llevando los gruesos calcetines de lana gris que mi abuela le había tejido a mi padre. Mi familia estaba particularmente orgullosa de haber contribuido a la victoria de Bashkim. No le guardaban ningún rencor; no tuvieron inconveniente en pasar por alto que su mujer, Vera, se hubiera quejado una vez ante el Consejo del Partido de que mis padres se mostraban poco dispuestos a limpiar la calle los domingos. Tampoco le reprocharon a Bashkim que nunca le devolviera los calcetines a mi padre. Tras un corto período de tiempo, nuestro médico local no solo se convirtió en un político carismático, sino también en un empresario muy prestigioso. Cambió la camiseta de SWEET DREAMS por un reloj Rolex y la chaqueta tipo Brézhnev por una de Hugo Boss. Apuesto a que tamsbién empezó a usar calcetines de seda. Casi nunca lo volvimos a ver y las pocas veces que lo atisbamos fue desde lejos, mientras cerraba de un golpe la puerta de su oscuro y reluciente Mercedes Benz, rodeado de imponentes guardaespaldas. Habría sido imprudente, además de inverosímil, acercarnos a él y acusarle de haberse apropiado indebidamente de los calcetines de mi padre».

Al final de su libro, Ypi copia algunos pasajes del diario que escribía en los noventa, referentes a la oleada levantamientos populares de 1997. Una gigantesca estafa piramidal pergeñada al calor de las atolondradas privatizaciones del poscomunismo había complicado, con promesas irrealizables de intereses muy altos, a un tercio de la población albanesa, que cuando todo cayó se precipitó en la miseria de la noche a la mañana; y se desataron iras que aproximaron a la nación balcánica a la guerra civil. La adolescente Ypi consigna lo que ve de un modo que hiela un poco el corazón, porque no cuesta imaginarse un futuro que nos rodee de parecidas catástrofes, y en el que sin embargo sigamos esforzándonos por hacer las cosas que nos gustan:

«20 de marzo.

Anoche no pude escribir. Tuvimos un apagón a las cinco de la tarde y la luz no ha vuelto hasta esta mañana. Luego se ha ido otra vez, pero acabo de encontrar una vela. Ayer no había nadie por la calle. El puerto está lleno de gente que se quiere ir. Había muchísimo viento, parecía que la casa iba a salir volando. No sé adónde pretendía ir toda esa gente con el viento que hacía. Terminé Guerra y paz. Parece ser que Turguénev escribió que contenia cosas insoportables y otras maravillosas, pero que predominaban las maravillosas. Yo no he encontrado nada que fuera insoportable. Cuando estaba cerca del final no podía soltar el libro. Babi dice que, si mami vuelve algún día, la llevará ante los tribunales. Dice que nunca la perdonará. Todavía hay disturbios en la calle. Me explota la cabeza. Es como si tuviera algo dentro, pero no sé qué es. Noto mucho ruido dentro de la cabeza. Hay mucho ruido fuera. No hay gente por las calles, pero hay un ruido insoportable. Los disparos no cesan jamás».

Nosotros escuchamos ya soplar el viento endiablado de una época de disturbios; casi ya sonar los primeros disparos.

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