Dominio público

Shakira y el mundo antiguo

Santiago Alba Rico

Escritor, ensayista y filósofo

Shakira y el mundo antiguo
Shakira - AFP

A todo el mundo le gusta tener un conocido famoso, rico, poderoso, reconocido por su talento empresarial o musical. Todo el mundo tiene, de hecho, un conocido famoso, rico, poderoso, reconocido por su talento empresarial o musical. Todo el mundo conoce, por ejemplo, a Elon Musk o a Penélope Cruz o a Shakira. ¿Qué quiere decir "conocer"? El antropólogo Levi-Strauss decía que el objeto de la antropología se reduce a aquellos espacios donde todos sus habitantes se conocen entre sí: su lugar natural, por eso, son las comunidades pequeñas, aldeas, tribus y barrios. Durante siglos, fuera de la propia comunidad se conocía a muy poca gente. De hecho solo se conocía a los dioses, de los que procedían todos los relatos. Se sabía quizás de la existencia del rey, al que no se había visto nunca, salvo en estatuas y mucho más tarde en fotografías, y se lo admiraba por vía interpuesta, a través de las noticias de sus representantes locales. Pero visibles eran solo los vecinos y los dioses. En el siglo XX, la radio y el cine ensancharon el mundo, de tal manera que, a medida que morían los dioses antiguos, empezamos a conocer cada vez más gente que, sin embargo, no nos conocía a nosotros. La televisión, a mediados del siglo pasado, dio a este mundo amplificado un aire aún más familiar, porque el mundo entraba en los salones, ocupando el lugar tranquilizador de la chimenea, y los presentadores, locutores y actores parecían mirarnos a la cara desde la pantalla. Así, mientras la aldea original se abría, se ramificaba, reventaba por todas sus costuras y se volvía cada vez más compleja, una especie de antropología tuerta (pues el conocimiento no era recíproco) siguió ciñendo los límites ansiolíticos de una comunidad más o menos acogedora y mentalmente controlable. Hoy la multiplicación y privatización de las pantallas asociada a las nuevas tecnologías sería insoportable si, habiéndonos pasado también nosotros al otro lado de la pantalla (como Alicia al otro lado del espejo), no siguiéramos encontrando allí un buen número de conocidos: miles de conocidos, en realidad, entre los cuales algunos son, en efecto, ricos, famosos, poderosos: empresarios de prestigio como Musk o cantantes de éxito como Shakira.

En el otro lado de la pantalla, en el que ahora también estamos nosotros, la antropología sigue siendo, sin embargo, tuerta o desigual: es una antropología que reparte la visibilidad de manera desequilibrada y en la que, si todos aspiramos a ella, la mayor parte de las miradas convergen, como a través de un embudo y sin devolución, en algunos cientos de caras. Visibles siguen siendo los dioses, de los que siguen emanando todos los relatos y cuya existencia, a veces irritante, en realidad nos tranquiliza. La pregunta es si podemos permitirnos o no esta desigualdad acogedora, si es nociva o intoxicadora, si es inseparable o no de la otra, la verdaderamente intolerable: es decir, la desigualdad económica y política. ¿Podemos interesarnos por la separación de Shakira y al mismo tiempo por el desahucio de nuestra vecina? ¿Es esta desigualdad un derecho de todos los vecinos, incluidos (o sobre todo) los más pobres, o una maldición que agrava las diferencias y alimenta la indiferencia general? ¿No preferimos nosotros los invisibles que haya, en todo caso, visibilidad, aunque solo ilumine a los más ricos, famosos y poderosos, convertidos de pronto en conocidos nuestros? Si algo tienen de bueno las nuevas tecnologías es quizás lo mas inesperado: que conservan, de manera torcida, nichos de antropología elemental.

Me ha interesado mucho la efervescencia mediática en torno a la canción de Shakira y Bizarrap. Es verdad que he leído poco al respecto, por falta de tiempo, pero he escuchado la canción con fruición dos o tres veces y he pensado a ratos en la fiebre colectiva que ha generado y de la que probablemente, mientras escribo estas líneas tardías y sin duda repetitivas, solo quedan los rescoldos. ¿Por qué ese éxito? Shakira es, sin duda, una gran profesional que ha elaborado un producto perfecto. A su público (que es todo el mundo) le ha proporcionado todas estas satisfacciones al mismo tiempo: una música y una performance extraordinarias, unas barras atinadas en todas las direcciones (la del feminismo más macarra, la del feminismo más liberal, la del romanticismo capitalista popular), un redondo golpe teatral y, sobre todo, un arquetipo. Esto último es lo que más me interesa. ¿Es amor? ¿Es dolor? ¿Es orgullo? ¿Es visión de negocio? Poco importa. Seguramente ha habido un poco de todo. Pero no me intriga tanto el secreto íntimo del producto como el de la recepción. No sé qué clase de relaciones mantenían Piqué y Shakira ni hasta qué punto se amaban ni de que manera, con qué acuerdos, con qué concesiones, pasiones y pragmatismos. Lo que me llama la atención es que, en una época de poliamor y parejas abiertas, como me decía Clara Serra, la canción vengativa de la colombiana ha reactivado un arquetipo que, nos damos cuenta, sigue interpelando incluso a los que creían haberlo superado: los cuernos, el abandono, la rival más joven, un relato que atraviesa la Historia sin muchos menoscabos ni alteraciones. Estas cosas, es verdad, ocurren todos los días en todos los barrios de España y suscitan chismes, solidaridades y juicios de valor, pero el arquetipo narrativo requiere que los protagonistas sean ricos y famosos: esa versión tuneada, digamos, de la "pareja olímpica", antes encarnada por Zeus y Hera, luego por la folklórica y el torero, hoy sustituidos por el héroe del balón y la estrella pop. Todas las parejas famosas proporcionan al público -que las conoce mejor que a sus vecinos- dos relatos de inigualable emoción: la boda y la separación. ¿Es bueno, es malo, es inevitable? Este arquetipo es, por así decirlo, patrimonio de las clases populares y, en realidad, de la cultura universal. Conserva y reproduce un tipo de cultura nuclear que, mientras haya sexos, géneros y dioses, nos seguirá fascinando.

No creo que la venganza musical de Shakira dé mucho de sí para un gran debate feminista. Sí para una cierta perplejidad antropológica en una época que cree haber trastocado todos los valores y volteado todos los relatos. ¿Por qué todo este revuelo, a favor o en contra, en torno a una canción de despecho arrebatado? Porque ciñe de pronto un territorio de escala humana en el que todo el mundo puede intervenir. A todos nos gusta, sí, juzgar a nuestros conocidos, y más si son ricos y famosos, y no hay muchas ocasiones para hacerlo en una sociedad sin mucha antropología, cada vez más abstracta y compleja. Se trata, en efecto, de una cuestión de antropología elemental. Juzgar las peripecias vitales de una pareja olímpica proporciona un deleite legítimo y ancestral, con algo de redistribución de la riqueza simbólica: cómplice o condenatorio, nuestro juicio nos iguala a nuestros conocidos desiguales. Unos cuernos y un abandono constituyen un tópico eterno para el que todos tenemos siempre preparada una postura, lo que no ocurre en otros campos; y que redefine los límites horizontales de la humanidad aldeana amenazada por el capitalismo. Este viejo deleite antropológico, en absoluto banal, inseparable de la intervención moral en las vidas ajenas, nos recuerda que entre el chisme, el mito y la gran literatura hay una distancia muy fina. En el mejor mundo posible las bodas y las separaciones seguirán cautivando nuestra fantasía. "Mientras no cambien los dioses nada ha cambiado", escribía el gran Sánchez Ferlosio. Nuestro mundo es sin duda muy mejorable y habrá que imaginar, como ya estamos haciendo, otras bodas y otras separaciones (y otros dioses), pero el hechizo al que todos hemos sucumbido en estos días (de derechas y de izquierdas, monógamos y poliamorosos) revela una sed antigua de reterritorialización que no podemos desdeñar. El gran mérito de Shakira es haberlo entendido así.


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