Dominio público

¿Quién protege los derechos humanos en España?

Joaquín Urías

Profesor de Derecho Constitucional y ex letrado del Tribunal Constitucional

Hace ya 200 años que el mundo se vio sacudido por una serie de revoluciones que llevaron a acabar con lo que se llama el Antiguo Régimen. De la mano de los revolucionarios llegó, para quedarse, una idea novedosa: la democracia. Su sustento intelectual fueron los derechos. Sólo es posible acabar con las dictaduras a partir de la convicción de que todas las personas son libres e iguales y que -por ello- todas han de tener garantizado un espacio irreductible de autodeterminación. Frente al poder ilimitado de los que tienen la fuerza, la humanidad reclama ya en 1789 un puñado irreductible de derechos. En ese primer momento son sólo un puñado: cualquiera puede hacer todo lo que no perjudique a los demás; nadie puede ser acusado, arrestado o detenido, salvo en los casos y la forma determinados en la ley; nadie debe ser incomodado por sus opiniones, incluso religiosas; todos hablar, escribir e imprimir libremente... Con el desarrollo de la democracia, los derechos de esa primitiva constitución revolucionaria se han ido ampliando y concretando y a ese mínimo esencial e intocable que cualquier persona necesita se añadieron muchos otros derechos: no sufrir tortura, asociarse, manifestarse, tener un juicio justo, tener intimidad, declararse en huelga, recibir educación y otros. Jurídicamente, la Libertad no es más que la posibilidad de usar los derechos sin miedo a que quienes tienen más fuerza o más poder nos lo impidan.  

Sin embargo, siempre es difícil pasar de las palabras a los hechos. Decimos que vivimos en una sociedad libre, y en gran medida es cierto. La libertad y la democracia son realidades en construcción, imperfectas, que aún no hemos alcanzado de manera plena y por las que hace falta todavía luchar cada día pues en nuestra sociedad hay aún muchas lagunas; espacios adonde los derechos no llegan y en los que la dignidad de todo el mundo no está garantizada. Aun así, la nuestra es una sociedad democrática en la medida en que tenemos un mínimo de derechos garantizados. Vivimos con un grado decente de libertad, en la medida en que sabemos que nuestro sistema político y jurídico nos garantiza de manera absoluta determinados derechos básicos. A veces. 

El encargado de proteger nuestros derechos es, o al menos debería ser, el poder judicial. La democracia exige algún mecanismo de defensa ciudadana frente a los ataques del poder. Mecanismos de la máxima altura que aseguren que ninguna ley invade derechos fundamentales y también mecanismos cotidianos que frenen cualquier intento de lesionar o vulnerar los derechos de la ciudadanía. Ese papel sólo pueden jugarlo los jueces y tribunales, que son quienes en un Estado de derecho tienen la fuerza de obligar a que se cumplan las normas. Cuando los poderosos -incluidos los poderes públicos y la policía- abusan de su fuerza, van más allá de lo que la Constitución les permite e invaden derechos de la gente, sólo los tribunales pueden impedirlo. No hay democracia sin jueces demócratas, capaces de frenar a los poderosos. 

Desgraciadamente, en nuestro país, últimamente las cosas no van demasiado bien en este terreno. Muchos de nuestros jueces y magistrados han heredado una visión autoritaria de su función, propia del antiguo régimen o de la dictadura, en la que se ven a sí mismos como defensores de los poderosos. Quienes deberían ser los guardianes de los derechos humanos se convierten entonces en su peor enemigo. Pasa a menudo, casi a diario. Y cualquier caso es bueno para llamar la atención sobre este riesgo involucionista. 


El 8 de junio de 2023 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha vuelto a condenar a España por lesionar la libertad de expresión de uno de sus ciudadanos. Se trata de un caso bien conocido y en el que, cuando sucedió, muchos vimos ya una violación de los derechos. En esencia, sucedió durante una protesta sindical de los trabajadores civiles del arsenal de la marina de El Ferrol. Después de intentar negociar infructuosamente una mejora de sus derechos laborales con los mandos militares, estos trabajadores iniciaron una serie de actos de protesta. Entre ellos, manifestarse mientras se izaba o bajaba diariamente la bandera española en el cuartel. Un día uno de los sindicalistas, harto de que los militares no aceptaran sus reivindicaciones, los increpó por prestarle tanta atención a la bandera española y tan poca a los derechos de los trabajadores. Al hacerlo, cuando le reclamaban silencio, gritó que habría que quemar la puta bandera. Ya está. Sólo eso. 

Sin embargo, inmediatamente, un fiscal muy preocupado por el honor de la enseña nacional lo denunció por un delito de ultraje a España o sus símbolos, que está en el artículo 543 del código penal. Y a raíz de eso, un juez imbuido de sentimiento patriótico en vez de proteger sus derechos a protestar, a defender los intereses laborales o a expresar sus opiniones políticas, lo condenó a una pena de multa o cárcel. El sindicalista, pensando que se trataría de un error, recurrió la condena ante la Audiencia Provincial de la Coruña, pero los tres jueces que la componen, no sólo mantuvieron la condena sino que insistieron en que era justa por el sufrimiento causado a los militares que se sintieron razonablemente humillados al oír hablar así de la bandera de la patria.  

Se consumaba así un disparate judicial más de los que nos depara nuestra judicatura, tan vinculada a principios y valores preconstitucionales. Hay demasiado magistrado en España que cree que la patria, la unidad del Estado o la bandera son valores previos y superiores a la Constitución. En su concepción, los derechos de las personas son sólo molestias o excusas a las que se agarran los disidentes para socavar los valores eternos del país. Por eso se han inventado la deleznable idea de que a ellos mismos les corresponde ponderar cuándo se protegen los derechos humanos y cuando se les anteponen valores superiores. Así que solo reconocen la libertad de expresión cuando lo que se dice coincide con sus propias ideas, siempre muy conservadoras: insultar a los menores inmigrantes es libertad de expresión, pero no amar a la enseña nacional es un grave crimen. 


El sindicalista en cuestión todavía intentó buscar un remedio en nuestro sistema legal. Acudió al Tribunal Constitucional, encargado de imponer el cumplimiento de la Constitución y los derechos. Pero se encontró con un tribunal aún más conservador que, en vez de garantizarle sus derechos argumentó de manera incomprensible que sus gritos no tenían relación con la protesta sindical, que la palabra puta no era necesaria y que ese insultó le dolió muchos a los pobres militares tan vinculados a su bandera. Así que aplicó la doctrina que últimamente se usa para silenciar a cualquier voz disidente del poder y decidió que esos gritos buscaban solo difundir odio y sentimientos de intolerancia y exclusión. Eso son los tiempos en los que vivimos, los poderosos intolerantes que no permiten que nadie critique sus valores acusan a quien disienta de esos mismos valores tradicionales de ser un intolerante. 

Así acabó la cosa en España. El tema fue polémico. Algunos magistrados del Tribunal Constitucional, tibiamente, discreparon insinuando que el castigo era un poco desproporcionado. Muchos profesores y académicos criticamos públicamente estas decisiones y el tema alcanzó cierta repercusión internacional. Pero lo cierto es que, acabada la vía judicial, todos los órganos jurisdiccionales españoles prefirieron proteger su noción personal de patria antes que el derecho ciudadano a protestar y discrepar. 

Ahora ha tenido que venir un tribunal europeo, libre de los prejuicios ultranacionalistas de nuestros jueces, a decir lo que todos veíamos a simple vista. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos dice sin ambages que no se puede aceptar el argumento del Constitucional de que los gritos en cuestión estaban desvinculados de la protesta sindical. Cuando nuestro sistema judicial no es democrático, tiene que ser un tribunal internacional e imparcial el que recuerde que los trabajadores a la hora de expresar sus demandas laborales frente a sus empleadores y quienes participan en un debate social como el referido a la bandera deben poder recurrir a cierto grado de exageración o provocación. Lo hace, además, citando otras sentencias en las que ya se había condenado a España por impedir la libertad de expresión de disidentes políticos como el caso Otegi. 


Puede parecer que esta nueva condena es solo una anécdota. Seguramente a estas horas hay jueces argumentando ya que el Tribunal de Derechos Humanos condena poco a España y que este caso no tiene importancia. Sin embargo, lo cierto es que estamos ante una tendencia demasiado repetida. No se trata solo de que la mayoría de las condenas a España se deban a que nuestros jueces castigan a disidentes: independentistas o izquierdosos, casi siempre. La cuestión va más allá y cualquier abogado de derechos humanos lo sabe. Tenemos un poder judicial tremendamente ideologizado y que demasiado a menudo renuncia a la imparcialidad que debería guardar. La judicatura española está dejando de esconderse y cada vez más nuestros magistrados dictan sentencia guiados por su ideología antes que por lo que ordenan las leyes y la Constitución. Esa terrible degeneración del sistema está afectando de manera incalculable a la calidad democrática del país. 

Por culpa de nuestros tribunales estamos sufriendo una involución en la que los ciudadanos con ideas y valores contrarios a las mayoritaria entre los jueces dejamos de tener garantizados nuestros derechos fundamentales en España. Si usted no comparte su visión conservadora de la patria y la nación española tiene muchas posibilidades de que los tribunales no le permitan ejercer su derecho a la protesta, su libertad sindical o su libertad de expresión. Igual que antes de la revolución francesa. 

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